Miguel de Unamuno nació en Bilbao el 29 de Septiembre de 1864. Su padre murió cuando Miguel tenía tan solo 6 años. A los 27 años (1891) obtuvo la cátedra de griego de la Universidad de Salamanca, ciudad donde se instaló. Siendo vasco de nacimiento y de corazón, iba a convertirse en el hombre de Castilla y, especialmente, de Salamanca. Casado con Concepción Lizárraga, el 31 de Enero de 1891, fue padre de nueve hijos. Comenzó a escribir a los 30 años, a partir de 1894. En 1897 atraviesa una fuerte crisis de fe, convirtiéndose a un “cristianismo” sui generis, pero verdaderamente religioso, como ahora veremos.
La vida hogareña de Miguel fue ejemplar. El 27 de diciembre de 1902 (llevaba casi 11 años casado ) escribe a Pedro Corominas que volvería “a casarse cien veces con la misma mujer y a vivir lo vivido”.
Más adelante escribía a Jiménez Ilundain el 8 de febrero de 1904: “...Luego está mi mujer, que por nada se acongoja, que guarda su niñez perdurable, que me alegra la casa y el corazón, con su inalterable alegría, que es mi mayor sostén y el alba perfecta de mi vida. Un alba, sí, que es lo más hermoso; no sale el sol que agosta y quema, pero nunca es noche. ¡Bendito el día en que me casé! "
En este artículo voy a tratar de una dimensión de Unamuno, la dimensión religiosa, que no se conoce lo suficiente y que se interpreta mal con relativa frecuencia. Para ello he hecho uso de sus propias palabras, tomadas de su libro “Diario íntimo” (Alianza Editorial, 1991), publicado por vez primera en 1970. Elijo aquellas frases suyas que me han parecido más significativas y que resumen su postura esencial en este tema.
Vemos en él un espíritu luchador, un vivir con la máxima intensidad, aunque todo lo hace en continua referencia a la muerte:
“Vivamos como si hubiésemos de morir dentro de unos instantes” (p. 19).
“ Haz todo lo que hagas como si hubieses de morirte al punto” (p. 166).
El tema de la muerte constituye para él un referente continuo, en el que se debate, entre la duda y la fe, siendo causa de grandes sufrimientos y crisis, y también de verdadero encuentro con Dios, como parece desprenderse de estos escritos:
“...sólo se muere una vez. ¿Y no vale acaso la pena vivir para este acto único? ¿Vivir para morir? No se debe pensar en eso -se dice-; si nos pusiéramos a cavilar en la muerte se haría imposible la vida... Y, sin embargo, hay que pensar en ella, porque siendo el principio del remedio conocer la enfermedad, y siendo la muerte la enfermedad del hombre, conocerla es el principio de remediarla” (p. 61).
Y, más adelante, en un momento de crisis, dice:
“Cuando esa idea de la muerte, que hoy paraliza mis trabajos y me sume en tristeza e impotencia, sea la misma que me impulse a trabajar por la eternidad de mi alma...entonces, estaré curado” (p.70).
En sus escritos se trasluce, lentamente, el paso de la oscuridad de la nada a la luz de la fe:
“No quiero que envenene mi vida la certeza de su fin y la obsesión de la nada” (p. 126).
“Triste consuelo, si al morir, morimos del todo, volviendo a la nada. ¡No consuelo, sino desconsuelo y desesperación! Y, en cambio, ¡hermosa idea si esperamos otra vida!" (p. 150).
Unamuno se resiste a la idea de la nada, en contra de los existencialistas, como es el caso de Sartre, para quien ‘la vida es una pasión inútil’. Y es que...Unamuno ama la vida. La auténtica importancia de la religiosidad de Unamuno está en la nostalgia de la inmortalidad:
“Vivir, vivir de veras, sin segunda intención. Vivir, para morir y seguir viviendo” (p. 91)
Por otra parte, Unamuno es consciente de la necesidad de la humildad y de la sencillez para la fe:
“¡Sencillez, sencillez! Dame, Señor, sencillez” (p. 27).
¿Y dónde piensa Unamuno alcanzar esa sencillez que conduce a la fe?... He aquí su respuesta:
“Que mis lágrimas no sean lágrimas teatrales. A tí, Señor, nadie puede engañarte” (p. 20).
“Dame fe, Dios mío” (p. 26).
Ambas cosas: Unamuno desea ser sencillo y desea tener fe, y lo desea ardientemente; pero sabe que, por sí sólo, no puede conseguirlo. Y por eso acude a Dios. Es conmovedor observar el proceso interior por el que atraviesa, contado con sus propias palabras:
“Un acto, un solo acto de ardiente caridad... de amor verdadero, y estoy salvo” (p. 24).
“Querer ser bueno, y quererlo constante y ardientemente. Esforzarnos por serlo; he aquí nuestra obra. Todo lo demás es obra de la gracia de Dios que, por Cristo, nos ha hecho hijos suyos” (p. 60).
“No basta hacer el bien. Hay que ser bueno” (p. 92).
"Ser bueno es hacerse divino, porque sólo Dios es bueno!” (p. 92).
“Ser bueno es anonadarse ante Dios, hacerse uno con Cristo y decir con Él: no mi voluntad sino la tuya, Padre” (p. 94).
¿Se puede conseguir la fe? ¿Se puede ser bueno? Es admirable el modo en el que se expresa Unamuno cuando aconseja a otros (consejos que, en el fondo, se los está dando a sí mismo):
“Dedicáos a ... hacer obras de verdadera caridad, a ser realmente buenos ... ¿no brotaría de la caridad la fe? (p. 131).
“Condúcete como si creyeras y acabarás creyendo. ¿Que no puedes conducirte así porque no crees? Entonces es que no quieres creer, aunque te parezca otra cosa” (p. 134).
Ciertamente no es todo tan sencillo; el mismo Unamuno lo reconoce:
“Es tema de honda meditación esto de que me esté aleccionando y predicando a mí mismo y convirtiéndome, y que escriba hoy cosas que me parezcan mañana escritas por otro que no soy yo. ¡Qué lento y enojoso es despojarse del hombre viejo!” (p. 139)
Y sólo encuentra un camino: rezar.
“Tengo que humillarme aún más, rezar y rezar sin descanso, hasta arrancar a Dios de nuevo mi fe” (p. 125).
“Hay que gastar más las rodillas que los codos” (p.85).
Unamuno sabe que la fe es un don de Dios, que no puede conseguirla con sus solas fuerzas, y por ello acude al único remedio infalible: pedirle esa fe a Dios, a ese Dios encarnado en Jesucristo, que dijo: ‘Pedid y recibiréis’.
Hay otro punto que preocupa a Unamuno : el pensamiento de los demás (punto que es motivo de lucha interior).
“Es terrible esclavitud la de vivir esclavo del concepto que de nosotros se han formado los demás” (p. 86)
Y, sin embargo, él mismo conoce el remedio para escapar de esa esclavitud:
“ No de ellos, de mí mismo tengo que responder” (p. 86).
Aun conociendo el remedio le sigue preocupando el tema:
“¿Por qué me inquieto tanto de los demás?” (p. 142).
Pero está completamente decidido a superar este problema:
“¡Vivir para la historia! ¡Cuánto más sencillo y más sano es vivir para la eternidad!” (p. 144).
Y acude a Dios:
“¡Libertad, Señor, libertad! Que viva en tí y no en las cabezas de los demás, que se reducirán a polvo” (p. 97).
Acudían a la mente de Unamuno las palabras de Jesús, que él mismo cita en su diario: “La verdad os hará libres” (Io, 8,32) y concluía:
“Ser libre es... querer lo que el eterno Amor quiere. ¡Fiat voluntas tua! (Hágase tu voluntad)” (p. 99).
El “olvido de sí” y la apertura al Amor de Dios es lo que salva a Unamuno. Y lo que le lleva, como consecuencia, a ayudar a los demás a hacer lo mismo. Y así lo expresa, en momentos de crisis:
“ Que me cuide, que me serene, que me tranquilice, que hago falta a los demás, que no abandone mis tareas literarias. A mí mismo me hago falta. Y si Dios me cura, ¡que mi curación sea principio de otras!” (p. 128).
Esta lucha de Unamuno se hace patente en varios lugares del diario:
“¡Sinceridad, santa sinceridad! Que no piense en mí ni en mi gloria, sino en la tuya, Señor” (p. 145).
Y parece ser que Dios le va concediendo lo que le pide:
“He procurado siempre obrar bien. Y el bien que haya podido hacer a los demás me ha merecido la gracia de volver a mí y despertar” (p. 152).
“ ¿Y por qué me ha concedido a mí esta gracia? Ha sido sin mérito alguno, por pura gracia. Dios escoge al último para manifestar su gloria... ¡Concédeme, Señor, el que me crea indigno de esta merced y el que borre de mí toda propia complacencia!” ( p. 153).
Las palabras que siguen no dejan lugar a dudas acerca de su conversión:
“Aquellos que toman como lo mejor lo que el Señor les envía permanecen, dondequiera y en todas las cosas, en perfecta paz, pues en ellos se ha hecho propia voluntad la Voluntad de Dios” (p. 206).
Y, a continuación, cita las palabras de Jesús, queriendo hacerlas suyas: “Padre, hágase tu voluntad, y no la mía” (Lc. 22,42). Estas cosas no se pueden expresar así si no se experimentan.
No quiero acabar este artículo sin hacer referencia a unos párrafos de Unamuno acerca del entendimiento entre las personas, párrafos que considero altamente significativos y muy actuales:
“En las conversaciones entre la gente... no se escucha con atención benévola, impacientes de decir lo propio, que se cree siempre más importante que lo ajeno. Merece seria meditación eso de que sean tan frecuentes las interrupciones en las conversaciones mundanas; es un síntoma de una enfermedad dolorosísima. No sucedería así si se conversara en Dios, sencilla y humildemente, haciendo de la conversación un acto de amor al prójimo; y procurando no hablar de sí mismo ni constituirse en centro del universo” (p.37)
Y añade, un poco más adelante, dando un consejo:
“ No discutas nunca; Cristo nunca discutió; predicaba y rehuía toda discusión... Expón tu sentir, con sinceridad y sencillez, y deja que la verdad obre por sí sobre la mente de tu hermano...La verdad que profieres no es tuya; está sobre tí y se basta a sí misma” (p. 37).
Y, para que no nos quepa ya ninguna duda acerca, no ya de su ser cristiano, sino de su ser católico, expresa claramente:
“ Hay que buscar la libertad dentro de la Iglesia, en su seno”(p. 28)
Sus últimas palabras, inmediatamente antes de morir, fueron:
“¡Dios no puede volverle la espalda a España!”.
Y en el epitafio de su tumba se puede leer:
Méteme, Padre Eterno, en tu pecho,
misterioso hogar;
dormiré allí, pues vengo deshecho
Unamuno, expresándose a su manera, nos muestra que siempre es posible, en medio de todo tipo de dificultades, tener fe en Dios, si se le pide ardientemente, con la seguridad de conseguirla.Unamuno vive su vida intensamente: olvidándose de sí mismo, vive para Dios y para los demás: ama a Dios, en Jesucristo, ama a los demás, en los que ve presente a Jesucristo; y todo ello en el seno de la Iglesia católica. Es, en este aspecto, todo un ejemplo a imitar.