Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios (1 Cor 2, 12), el Espíritu de su Hijo, que Dios envió a nuestros corazones (Gal 4,6). Y por eso predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,23-24). De modo que si alguien os anuncia un evangelio distinto del que recibisteis, ¡sea anatema! (Gal 1,9).
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lunes, 17 de enero de 2011
LA CONVERSIÓN DE SAN AGUSTÍN
Breve biografía de Agustín
Agustín nació en Tagaste (Argelia) el 13 de noviembre del año 354. Su madre, santa Mónica, ejerció sobre el niño una influencia decisiva. Cuando tenía 18 años tuvo un hijo (Adeodato) de una concubina. La lectura del Hortensio, de Cicerón, despertó en él la vocación filosófica. Fue maniqueo puritano desde los 19 hasta los 29 años. Decepcionado por los maniqueos fue a Roma (año 383) y al año siguiente ganó la cátedra de Retórica de Milán. En esta ciudad acudió a escuchar los sermones de San Ambrosio, el cual le hizo cambiar de opinión acerca de la Iglesia, de la fe y de la imagen de Dios. En agosto del año 386 ocurrió su conversión, tal como relata él mismo en su libro titulado Las Confesiones, del cual he entresacado algunos párrafos significativos que relato a continuación:
Entré en mi interior guiado por Dios; y lo pude hacer porque Él fue mi ayuda. Busqué la manera de adquirir la fuerza que me hiciese apto para gozar de Dios... No la encontraría más que abrazándome al Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo-Jesús. Aunque no podía ni sospechar el misterio que encerraban las palabras: "Y el Verbo se hizo carne".
Parloteaba mucho de estas cosas, como si ya fuese un especialista en ellas; pero si no me hubiese decidido a andar el camino de la verdad, que no está más que en Cristo Salvador nuestro, no sólo no hubiera llegado a ser un especialista, sino que me habría perdido... Había encontrado la perla preciosa, la que debía comprar vendiendo todo lo que tenía; pero todavía dudaba en hacerlo. La nueva voluntad, que empezaba a nacer, de servir a Dios y gozar de Él, única alegría segura, todavía no era capaz de vencer a la otra voluntad, la primera, que con los años se había hecho tan fuerte en mí. De esta manera mis dos voluntades, la vieja y la nueva, la carnal y la espiritual, luchaban entre sí, y peleándose, me destrozaban el alma. Así comprendí, por propia experiencia, eso que ya había leído: la carne lucha contra el espíritu y el espíritu contra la carne.
Y sin embargo, era de mí de donde había venido esa mala costumbre que me dominaba, porque fue queriendo como llegué adonde ahora no quería haber llegado. ¿Cómo podía quejarme por esta situación mía, si es de justicia que se castigue al que peca? ¡Miserable de mí! ¿Quién podía librarme de este cuerpo de muerte sino la gracia de Dios, por medio de Cristo Señor nuestro?... Mi alma se resistía, no quería, pero ya no podía alegar niguna excusa, porque estaban agotados y rebatidos todos los argumentos...Lo que yo tenía era un miedo de muerte, porque tendría que apartarme de mi cotidiana costumbre, en la que me consumía, día tras día.
Mientras seguía en la angustia de mi indecisión me tiraba del pelo, me golpeaba la frente, me retorcía las manos, me apretaba las rodillas...; no puedo decir que eso lo hiciera sin querer; lo hacía porque quería...En cambio, por dentro, no hacía lo que me atraía con toda mi alma, y que hubiera podido hacer con sólo querer; pues en el mismo instante en que realmente hubiera querido, hubiera podido, porque en ésto poder es lo mismo que querer; querer es ya poder, actuar. Sin embargo, no actuaba. ¿Por qué tenía que ser así?... No hay ninguna monstruosidad en querer en parte y en parte no querer: es debido a la debilidad del alma; cuando el alma es elevada por la verdad no se levanta toda entera porque está oprimida por el peso de las costumbres.
Yo, interiormente, me decía: ¡Venga, ahora, ahora! y estaba ya casi a punto de pasar de la palabra a la obra, justo a punto de hacerlo; pero... no lo hacía; aunque, al menos, no daba un paso atrás, sino que me quedaba como al borde de mi paso anterior; tomaba aliento, y lo intentaba de nuevo... Me aterrorizaba cada vez más a medida que se acercaba el momento decisivo. Y si este terror no me hacía volver atrás ni apartarme de la meta, me tenía paralizado y quieto... ¿Por qué no vas a poder tú lo que otros han podido? ¿O es que te crees que lo han podido con sus propias fuerzas? ¡No, es con la fuerza del Señor, su Dios! ¿Por qué intentas apoyarte en tí si no puedes ni tenerte en pie? Échate en sus brazos, no tengas miedo. Él no se retirará para que caigas; échate seguro de que te recibirá y te curará!
¿Hasta cuándo, hasta cuándo, mañana, mañana? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas mis miserias? Mientras decía esto y lloraba con amarguísimo arrepentimiento de mi corazón, de repente oí de la casa vecina una voz, no sé si de niño o de niña, que cantándolo y repitiéndolo muchas veces, decía: Toma y lee, toma y lee. Conteniendo mis lágrimas me levanté, interpretando esa voz como una orden divina de que abriese el libro y leyese lo que se me apareciera al abrirlo. Deprisa, me volví al sitio donde estaba sentado Alipio, y donde yo había dejado el libro del Apóstol al levantarme de allí; lo tomé, lo abrí y leí en silencio lo primero con lo que me encontré. Decía:"...Dejad ya las contiendas y peleas, y revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no os ocupéis de la carne y de sus deseos". No quise leer más, ni era necesario tampoco; pues en cuanto terminé de leer ese párrafo, como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de mis dudas. Cerré el libro poniendo punto con el dedo, o quizá con alguna cosa, y ya tranquilo se lo expliqué todo a Alipio... Luego entramos a ver a mi madre, se lo dijimos todo y se llenó de alegría... y bendecía a Dios, porque veía que Dios le había concedido, en lo que se refiere a mí, mucho más de lo que constantemente le pedía con sus lastimeras y llorosas quejas... Su llanto se había convertido en mucho más de lo que ella había imaginado...
El Señor fue bueno y misericordioso conmigo... Todo consistía en dejar de querer lo que yo quería, y en querer lo que Dios quería...¿Dónde estuvo durante aquellos años mi libertad? ¿De qué subterráneo y profundo secreto fue sacada en un instante para que yo inclinase mi altiva frente bajo el suave yugo de Dios y pusiera el hombro bajo su ligera carga, Cristo Jesús, mi ayudador y mi Redentor? Mi alma estaba ya libre de las devoradoras preocupaciones de la ambición, del dinero, de las pasiones en que antes se revolcaba... No hacía otra cosa que hablar de Dios, mi luz, mi riqueza, mi salvación, Señor Dios mío.
El 24 de abril del año 387 fueron bautizados él, su amigo Alipio y su hijo Adeodato (que contaba tan sólo 15 años): "Fuimos bautizados-dice Agustín- y desapareció de nosotros la preocupación que teníamos por nuestra vida pasada". En el otoño de este mismo año muere su madre, a los 56 años; y tres años más tarde (390) muere su hijo, a los 18 años. En la primavera del 391 Agustín marcha a Hipona, donde es ordenado sacerdote por el obispo Valerio, al que ayuda en las tareas pastorales de la diócesis. Defiende el catolicismo frente a la ideología maniquea y donatista, cuyos adeptos eran mayoría en Hipona. Sucede a Valerio en el año 397. Sus obras nos han llegado casi en su totalidad y en buen estado.
El libro de Las Confesiones, que aquí se comenta, en el que relata su conversión, fue publicado cuando ya era obispo (años 397-398). Del último capítulo reproduzco, a continuación, un bello texto en el que Agustín alude, con una cierta pena, a la pobre respuesta que él dio a Dios; aunque-eso sí- con una absoluta confianza en la bondad y misericordia de Aquél a quien entregó toda su vida:
¡Tarde te amé, Belleza,
tan antigua y tan nueva,
tarde te amé!
Tú estabas dentro de mí,
y yo había salido fuera de mí
y te buscaba por fuera.
Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo.
Me tenían atado y lejos de Ti esas cosas
que, si Tú no las sostuvieras,
dejarían de ser.
Me llamaste, me gritaste y rompiste mi sordera.
Resplandeciste ante mí
y echaste de mis ojos la ceguera.
Exhalaste tu Espíritu y aspiré su perfume.
Y te deseé.
Me tocaste y me abrasé en tu paz.
Después de las Confesiones escribió mucho durante más de treinta años hasta su muerte, el 28 de Agosto del 430, -aún no había cumplido los 76 años-, en pleno uso de sus facultades y de su actividad literaria. Sus restos mortales descansan en Pavía.