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domingo, 6 de marzo de 2011

EL PROGRESO Y EL MAL USO DE LA LIBERTAD


¿Qué es progresar? ¿Se da hoy realmente un progreso respecto de etapas anteriores? Lo cierto es que sí hay tal progreso, en algunos aspectos, en particular en el ámbito de la ciencia experimental, pero hay otros aspectos (en particular, en el ámbito del conocimiento del ser humano) en los que se está produciendo un escandaloso retroceso hacia etapas muy primitivas de la humanidad.

Es necesario no olvidar que para que pueda hablarse de auténtico progreso, éste tiene que abarcar a toda la persona. Es en el amor a la verdad, y no en otra cosa, donde se encuentra el verdadero progreso, el auténtico progreso, tanto el progreso personal, como el de toda la sociedad tomada en su conjunto.

En un artículo anterior ya hablé acerca del progreso. Cito algún párrafo:

 “… el verdadero progreso va unido siempre a la verdad, independientemente de la forma que ésta adopte, bien sea la verdad científica experimental, estudiada haciendo uso del método científico, o bien la verdad acerca del hombre, estudiada con todas las ciencias posibles: metafísica, antropología, teodicea (ciencia de Dios mediante la razón), teología (ciencia de Dios haciendo uso del dato revelado, como punto de partida), etc. Lo natural y lo sobrenatural se dan la mano; nunca se contradicen”

“El aborto, la eutanasia, el matrimonio entre homosexuales, la experimentación con embriones humanos, la libre elección de sexo y cosas por el estilo, se oponen a la verdad sobre el ser humano. Por lo tanto son antivalores; y suponen un enorme retroceso”

Todo lo que suponga un avance en el conocimiento y en la práctica de la verdad, todo lo que sea respetuoso con las leyes de la naturaleza, es un verdadero progreso. Todo lo que aparte de la ley natural es una aberración y un retroceso.

Cuando yo era chico- y existía aún el sentido común, hoy tan poco frecuente- recuerdo una estrofa que nos enseñaron en el colegio:

“No hay reloj sin relojero, no hay mundo sin Creador.
El reloj lo hizo el relojero, el mundo lo hizo Dios”.

Es evidente: Si veo un reloj, inmediatamente pienso en algún relojero que lo haya construido. Si leo un libro, por ejemplo el Quijote, e indago acerca de su autor, encuentro que tal autor existió y que tiene un nombre: Miguel de Cervantes.

Nunca se me ocurrirá pensar que las piezas del reloj se han ordenado solas para que podamos conocer la hora, ni que las letras del abecedario se hayan puesto de acuerdo para dar lugar a palabras y a frases con sentido, produciendo una verdadera obra maestra, de la que podemos disfrutar con su lectura. Cualquiera entiende esto, hasta un niño que esta aprendiendo a hablar. Sería realmente preocupante no entenderlo (preocupante en el sentido de patológico).

Y, sin embargo, de continuo vemos la inmensidad del mar, con todo tipo de peces; vemos todo tipo de vegetación y de animales. Nos vemos a nosotros mismos y a las personas que nos rodean... Y lo más admirable de todo: “¡No nos admiramos!”La naturaleza (de la que nosotros formamos parte, una parte privilegiada) nos pasa desapercibida infinidad de veces (por no decir siempre) ¿Y acaso existe una obra de arte mayor? Pero nos acostumbramos a esta realidad, tan extraordinaria, y no sabemos valorarla.

A poco que pensemos nos daríamos cuenta del orden maravilloso que impregna todo lo que existe. Si los relojes y los libros son huellas que nos indican que hay relojeros y escritores, de modo análogo, la existencia de todo lo que es, de todo lo que tiene ser, nos habla de un autor de la misma, al que todos hemos convenido en llamar Dios.

La razón (como se ve), si procede con voluntad recta (buscando la verdad por encima de cualquier otro tipo de interés) llega al conocimiento de la existencia de Dios. Esto no es nada nuevo. Ya lo dijo Aristóteles. Y de un modo más clarividente, Santo Tomás de Aquino (que, además de ser santo, era un gran filósofo y un gran teólogo) en sus famosas cinco vías.

Alguien podrá decir: Pero si es tan lógico y está tan claro, ¿cómo es posible negar la existencia de Dios? La respuesta, que pudiera parecer complicada, no lo es. El ser humano es capaz de negar la evidencia; aunque, no lo olvidemos: el problema no es de la razón que, usada rectamente, llega al conocimiento de la verdad. El problema radica en la voluntad.

El hombre es capaz de negar la verdad, aunque ésta sea evidente, y optar por la mentira, hasta el punto de llegar a creerse sus propias mentiras y, por lo tanto, engañar a otros. La historia nos muestra muchos ejemplos de que esto es así. Hitler decía: “Una mentira repetida cien veces se convierte en una verdad”. Y Stalin: “Miente fuertemente, que cuanto mayor sea la mentira más se lo creerá la gente”, así como aquello de: “Si los hechos nos contradicen, ¡peor para los hechos!”. Y mucho antes, ya en el siglo IV antes de Cristo, los sofistas pretendían, con su retórica, hacer pasar por verdad lo que era claramente mentira.

Aunque no es necesario irse tan lejos en el tiempo. Hoy tenemos innumerables ejemplos acerca de esta lamentable realidad de mentiras en la que estamos inmersos. El hombre del siglo XXI ha decidido ser dios en lugar de Dios, de modo que las cosas sean lo que el hombre quiere que las cosas sean. Gran desgracia es ésta.

Al igual que hay unas leyes físicas también el hombre, el ser humano-varón o mujer- se rige por unas leyes que Dios imprimió en él desde que lo creó. Eso sí, hay una diferencia: Dios dotó al hombre de libre albedrío, de modo que, haciendo uso de esa prerrogativa, puede saltarse las leyes divinas. ¿Puede?... Así es: puede, pues ha sido creado por Dios con libertad de elección, libre para decidir entre obedecer las leyes de Dios o no hacerlo. Claro que… el hombre no puede elegir la consecuencia de sus actos; en concreto: la felicidad, la alegría, la vida plena,  sólo se logran en el cumplimiento de las leyes que Dios ha inscrito en nuestra naturaleza, al crearnos: en la obediencia libre a esas leyes nos transformamos en aquello que Dios pensó para nosotros cuando nos dio el ser y la vida: nuestro verdadero yo cobra consistencia, cuando vivimos conforme a la voluntad de Dios. En esto nos asemejamos a Jesucristo, quien dijo de Sí mismo: “He bajado del Cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de Aquél que me ha enviado” (Jn 6, 38)

Ya, en el Antiguo Testamento, podemos leer: “Ante el hombre están la vida y la muerte; lo que cada uno quiere le será dado” (Eclo. 15,18). Y en otro lugar: “Hoy pongo ante ti la vida y el bien, o la muerte y el mal. Si escuchas los mandamientos del Señor, tu Dios… y lo amas…, marchando por sus caminos y guardando sus mandamientos… entonces vivirás” (Dt 30, 15-16)

De manera que el hombre puede hacer uso de su libre albedrío y oponerse a Dios. Ciertamente puede, porque se le ha dado tal posibilidad. Ahora bien: puesto que la felicidad y la vida se encuentran solamente en Dios, el elegirse a sí mismo, el apartarse de Dios conlleva lógicamente la desdicha y la muerte. Y esta decisión es responsabilidad nuestra, exclusivamente. Dios no es responsable de lo que nosotros decidimos. Él nos ayuda y nos quiere, y quiere lo mejor para nosotros, pero nunca hasta el extremo de privarnos de nuestra libertad, esa libertad que Él nos concedió, al crearnos, para que pudiéramos amarle de verdad, de tú a Tú, un amor que hubiera sido imposible de no habernos creado libres. ¡Tanto aprecia Dios la libertad! Dios no quiere nuestro mal, sino que quiere lo mejor para nosotros: “Yo no quiero la muerte del impío, sino que se convierta de su camino, y viva” (Ez, 33,11). 

Si ignoramos (culpablemente) la ley natural, o nos empeñamos en construir nosotros nuestras propias leyes, al margen de las leyes divinas, nuestra desgracia está asegurada, por más que pensemos, o dictaminemos, o nos parezca que no es así, y nos fabriquemos leyes a nuestro antojo. Hoy, por ejemplo, se quiere convertir en natural lo que es antinatural. Y, para ello, se usan las consignas del propio Hitler y de Stalin: la repetición (entonces), la publicidad, (continua y machacona), ahora. A base de repetir, una y otra vez, de modo insistente la gran mentira de que lo antinatural es lo natural, la gente (¡curiosamente!) acaba admitiéndolo.

Hubo un tiempo (relativamente reciente; y actual todavía en muchas “culturas”) en que se admitía como natural la esclavitud. Hoy, sin ir más lejos, se admiten, cada vez  con mayor frecuencia, como si se tratase de algo natural y normal, cosas tan aberrantes y denigrantes  para la naturaleza humana como el aborto, la eutanasia, la homosexualidad, el divorcio, etc… ¡Y lo más asombroso de todo!: a eso se le llama PROGRESO, cuando se trata, en realidad, de un retroceso a estados muy primitivos de la humanidad, que ya habían sido superados gracias, sobre todo, a la venida de Jesucristo.

Vivimos en un mundo extraño. Toda persona sensata entiende, por ejemplo, que el matrimonio (desde siempre y por definición) es la unión de un hombre y de una mujer: “uno con una y para siempre”,  abiertos a la vida: “Creced y multiplicaos y poblad la tierra” (Gén 1, 28). ¿Cómo es posible que se llame matrimonio a la unión de dos personas del mismo sexo? Eso va contra de las leyes de la naturaleza. ¿Acaso tiene el hombre derecho a volar? ¿Acaso puede suponerle un trauma el no tener ese derecho? ¿Acaso puede sentirse discriminado con relación a las aves? En absoluto, pues  el hombre actúa conforme a su naturaleza. Y no le han sido dado alas para poder volar. También, por naturaleza, sólo un hombre y una mujer pueden tener hijos: esta posibilidad es esencial para que pueda hablarse de verdadero matrimonio.

¿Por qué ese juego de palabras? ¿Por qué ese empeñarse en querer hacer blanco lo que es negro? ¿No es mucho más sencillo el llamar a las cosas por su nombre, como siempre se ha hecho: “Al pan, pan; y al vino, vino”?. Un buen pan y un buen vino. ¿Dónde está la discriminación? Cada uno es lo que es, independientemente de lo que él mismo se sienta. ¿O es que si yo me siento un pájaro, voy a ser por ello un pájaro? Y si se me niega la identidad de pájaro, ¿voy a sentirme discriminado con relación a los pájaros y voy a ponerles una denuncia?  Porque algo parecido ocurre con los hombres que se sienten mujeres, y viceversa.

¿Cómo es posible que hayamos llegado a tal grado de locura? En el fondo, la respuesta es sencilla: porque le hemos dado la espalda a Dios. Cuando se niega lo sobrenatural, se acaba negando lo natural. Se presume de razón, de progreso y de libertad. ¡Y nunca ha habido tanta irracionalidad, tanto retroceso y tanta esclavitud como la que hoy se está dando!

Esto me recuerda aquellas palabras que dirigió San Pablo a Timoteo: “Vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus pasiones para halagarse el oído. Cerrarán sus oídos a la verdad y se volverán a los mitos” (2 Tim 4, 3:4). Es bueno recordar también la actitud que aconsejaba San Pablo a Timoteo, cuando estas cosas ocurrieran: “… tú se sobrio en todo, sé recio en el sufrimiento, esfuérzate en la propagación del Evangelio, cumple perfectamente tu ministerio” (2 Tim 4,5).