El modernismo, en sentido teológico, se entiende como una
corriente de pensamiento promovida por algunos pensadores católicos de finales del siglo
XIX y comienzos del siglo XX, que dio lugar a una fuerte crisis religiosa.
El tema de las relaciones de la fe con las corrientes
subjetivistas y naturalistas del pensamiento moderno había sido objeto de
especial atención por parte del Magisterio, ya desde hacía más de medio siglo, dando
lugar a una serie de manifestaciones que culminaron con la publicación por Pío
IX en 1864 del Syllabus y con la convocatoria, en 1868, del Concilio Vaticano
I, cuya constitución Dei Filiis declara y define ampliamente la doctrina
cristiana sobre la Revelación, la fe y la razón humana.
La Iglesia se opuso a la adaptación de la fe a la llamada
"filosofía moderna", porque ésta situaba el origen de la verdad en el
hombre, en su certeza de conciencia, en lo que se ha venido a llamar filosofía
de inmanencia. Cuando se comenzó a juzgar la fe desde la aceptación previa e incondicionada
de esa filosofía es precisamente cuando nació la crisis modernista, que condujo a muchos a la pérdida de la fe. Ocasión
definitiva para esta crisis fue L'Evangile
et l'Eglise (París, 1902) de Loisy, obra que produjo un inmenso revuelo en
los medios católicos por lo peligroso de las ideas propuestas, claramente
tendentes a negar la divinidad de Jesucristo y la institución divina de la
Iglesia y de los sacramentos.
La Santa Sede se vio obligada a intervenir, condenando los
graves errores cometidos por un gran número de escritores
católicos "modernistas", con el Decreto Lamentabili sane exitu (3 julio 1907) que recoge 65
proposiciones tomadas en su mayoría de las obras de Loisy, algunas de Tyrrell y
otras de Le Roy. Se pueden agrupar en cuatro apartados de errores:
1) Referentes a la Revelación: negación de la inspiración
divina de las Sagradas Escrituras; independencia de la crítica respecto del
Magisterio; negación de la verdad histórica de los evangelios, que narraría
sólo la experiencia religiosa de sus autores, etc.
2) Respecto a la Iglesia: negación de su institución divina;
su estructura y sus dogmas serían mudables, como en cualquier sociedad humana;
el catolicismo actual no sería conciliable con la ciencia, etc.
3) Relativos a Cristo: no resucitó propiamente, ni es cierta
la concepción virginal, ni su divinidad, a menos que se entiendan como hechos
del sentimiento religioso, es decir, creación posterior de la conciencia
cristiana.
4) Sobre los sacramentos: no son de institución divina sino
disciplinar de la Iglesia, a veces bastante tardía, como la confesión y el
matrimonio, etc.
Dos meses después del Decreto anterior se publicaba la
encíclica Pascendi (8 de septiembre de 1907), que no se limita sólo a denunciar
unos errores, sino que hace una síntesis de todo el movimiento modernista,
poniendo de relieve la actitud desde la cual se había llegado o se podía llegar
a esos errores: "El primer paso lo dio el protestantismo; el segundo
corresponde al modernismo; muy pronto hará su aparición el ateísmo".
El modernismo, señala la encíclica, se caracteriza por dos
rasgos esenciales: el agnosticismo, que anula todas las pretensiones de
demostración racional de la existencia de Dios; y la inmanencia vital que hace
buscar todas las explicaciones de la verdad religiosa en el sujeto y en las
necesidades de la vida: la fe sería una percepción de Dios en los más íntimo
del hombre en virtud de la ley de la inmanencia. El desarrollo de esta fe,
mediante el trabajo de la inteligencia, daría lugar al dogma. Así los libros de
la Sagrada Escritura serían una recopilación de experiencias hechas por los
primeros creyentes de Israel y los primeros apóstoles del cristianismo. El crítico,
al estudiar la Sagrada Escritura, ha de "excluir todos los añadidos que la
fe ha hecho" y " todo lo que no está en la lógica de los
hechos". Para los modernistas, el Cristo real fue el hombre que mejor ha
intuido el sentimiento religioso de la humanidad, pero sólo un hombre. Cristo
no sería Dios según la historia, sino sólo por la fe.
Nada cuenta para ellos la autoridad del Magisterio -del que
no soportan ningún tipo de corrección- ni de los Padres y Doctores de la
Iglesia: "sus doctrinas- señala la Pascendi-
les llevan al desprecio de toda autoridad... y nada omiten para que se atribuya
a celo sincero de la verdad lo que no es más que obstinación en el propio
juicio". Obstinación que les conducirá, en la mayor parte de los casos, a
romper con la Iglesia, pero manteniendo siempre la pretensión de que lo hacen
por defender la verdadera faz de la Iglesia.
En el choque de la fe con las nuevas corrientes de
pensamiento, el modernismo considera que la Revelación está obligada a
expresarse continuamente según las perspectivas y términos que la historia le
impone: un expresarse que no es hacerse inteligible a su tiempo, sino adaptarse
a cualesquiera exigencias de la filosofía dominante. La función de la Iglesia,
según Loisy, es "adaptar la verdad histórica contenida en la Escritura a
las necesidades de los tiempos". En definitiva, los modernistas confían
antes en la ciencia que en la fe: el Magisterio -a su juicio- no goza de
seguridad ante las afirmaciones del "pensamiento moderno". Si hay que
revisar algo, por falta de acuerdo, debe ser el Magisterio el que lo revise.
Otro elemento observable en todos los modernistas es un
humanismo antropocéntrico, que desplaza a Dios. Bajo la pretensión de dar una
construcción "menos extraordinaria y más humana" que el cristianismo
tradicional, borran, en realidad, todo elemento sobrenatural. La Iglesia, los
sacramentos, los dogmas son tan solo un producto de la evolución del
pensamiento religioso y de la conciencia humana, pero no son sobrenaturales.
Loisy, ya en el seminario, comenzó a acariciar el proyecto
de un cambio radical del cristianismo. Antes de cumplir los 30 años, entre 1883
y 1886, ya había abandonado todas sus creencias teológicas. Sin embargo, se
incrustó insinceramente en la Iglesia para reclutar compañeros en su empresa de
reformarla, cuando en realidad opina que la Iglesia es irreformable y que ha de
ser exterminada como el más grande enemigo del progreso.
Cuando en 1902 publica L'Evangile
et l'Eglise hace cerca de 20 años que no tiene fe; aun a los más íntimos
oculta su incredulidad fundamental y mantendrá esta postura hasta abandonar su
sacerdocio y salir de la Iglesia (1908). Resulta duro leer las frases que
anotaba Loisy en su diario: "Desde hace tiempo no puedo rezar a Dios como
uno rogaría a una persona de quien se espera un favor. Mi oración consiste en
recogerme en mi conciencia para decidir lo que yo creo bueno y lícito... me
parece evidente que la noción de Dios no ha sido jamás otra cosa que una suerte
de proyección ideal, un desdoblamiento de la personalidad humana, y que la
teología no ha sido ni podrá ser jamás otra cosa que una mitología más y más
depurada" (Choses passées).
Después de la publicación del Motu propio Sacrorum antistitum (1910) podría decirse que la crisis
había sido resuelta, pero el problema que la suscitó -tensiones entre la fe y
el llamado "pensamiento moderno"- continúa vivo y susceptible, por
tanto, de replantearse.