Teniendo en cuenta lo
dicho anteriormente, y continuando con nuestra línea de investigación, podemos
concluir, a la vista de todas las perfecciones divinas encontradas, que el Dios del Antiguo Testamento es un Dios
que es Amor, aunque esta definición,
así de rotunda, no se encuentra en
el Antiguo Testamento, como tal; será la
que dará el apóstol San Juan (1 Jn 3,3).
Si nos fijamos, cuando
Jesús fue preguntado por un doctor de la ley: "Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de
la Ley?" (Mt 22,36) la respuesta que le dio es una cita textual
de un versículo del Deuteronomio: "Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus
fuerzas" (Mt 22, 37; Dt 6,5). Y aún le contesta más, aunque no
se lo hubiera preguntado, citando otro versículo
del Levítico: "El segundo es semejante al primero: "Amarás a tu
prójimo como a tí mismo" " (Mt 22, 39; Lev 19, 18). Y añade: "De estos dos mandamientos penden toda la
Ley y los Profetas" (Mt 22,40). Esta idea es esencial para poder entender el mensaje de Jesús quien dijo,
además, para que no hubiera lugar a dudas acerca de su misión: "No penséis que he venido a abolir la Ley o
los Profetas; no he venido a abolirla, sino a darle cumplimiento" (Mt
5, 17).
Jesús cumplía la Ley desde
muy pequeño: José y María, "cuando cumplieron todas las cosas mandadas en la
Ley del Señor, regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret" (Lc 2,
39). Y el niño Jesús iba con ellos. "Sus padres iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Y
cuando [Jesús] tuvo doce años, subieron
a la fiesta, como era costumbre" (Lc 2, 41-42).
Una Ley que seguiría
cumpliendo durante toda su vida pública. Siempre que le preguntan, o siempre
que actúa, tiene en cuenta la Ley: "¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees tú?" (Lc
10,26). Y aun cuando Él, que es Señor, no está realmente obligado a
pagar los impuestos, "cuando los recaudadores del tributo se acercaron a
Pedro y le dijeron: "¿No paga vuestro Maestro la didracma?" respondió
Pedro: "Sí" (Mt 17, 24-25)...Jesús le dijo a Pedro: "Vete al mar,
echa el anzuelo y el primer pez que pique sujétalo; ábrele la boca y
encontrarás un estáter; lo tomas y lo das por mí y por tí" (Mt 17,27).
Cuando Jesús llegó al
Jordán para ser bautizado por Juan, éste quería impedírselo, pero Jesús le
respondió: "Déjame
hacer ahora, pues así es como debemos nosotros cumplir toda justicia" (Mt
4,15). Y entonces le dejó
hacer. Los ejemplos se podrían multiplicar. En todos ellos se pone de
manifiesto que Jesús actúa en todo como
uno de nosotros, pues es realmente uno de nosotros: es verdadero hombre: "¿No es éste
el hijo de José?" (Lc 4,22). Y así es: Jesús pasaba ante todos
como "el hijo del carpintero", como un hombre más. Todo esto es
cierto.
Y, sin embargo, algo había en Él de extraordinario
que lo hacía diferente de los demás hombres; algo que Él manifestaba cuando lo consideraba oportuno. Por ejemplo,
cuando Jesús comenzó su vida pública y "entró en la sinagoga el sábado y se levantó para
leer... y le entregaron el libro del profeta Isaías, abriendo el libro,
encontró el lugar donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí,
por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para
anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para
poner en libertad a los oprimidos y para promulgar el año de gracia del Señor.
(Lc 4, 16-19). [Esta cita se encuentra en Is 61, 1-2. Hace referencia al Mesías
que los judíos esperaban]. Pues bien, cuando todos en la sinagoga tenían los
ojos fijos en Él, Jesús les dijo: "Hoy se ha cumplido
esta Escritura que acabáis de oír" (Lc 4, 21). Como si dijera: el Mesías que esperáis lo tenéis delante de vosotros.
Cuando Juan
el Bautista, el Precursor, que estaba en prisión, en un momento de oscuridad,
envió a dos de sus discípulos a preguntarle a Jesús si era Él el que había de
venir, es decir, si era Él el Mesías o tenían que esperar a otro, Jesús les
respondió: "Id
y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan,
los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los
pobres son evangelizados; y bienaventurado
quien no se escandalice de Mí" (Lc 7, 22-23).
En otra ocasión, cuando
Jesús se quedó dormido en una barca (de agotamiento, pues era un hombre como
nosotros y se cansaba) acompañado por sus discípulos, y se levantó una tormenta
que hacía zozobrar la barca, éstos se asustaron y lo despertaron. Jesús les
echó en cara su poca fe. Y a continuación "increpó a los vientos y al mar y se produjo una gran
calma. Admirados, decían aquellos hombres: ¿Quién
es éste que hasta los vientos y el mar le obedecen?" (Mt 8, 26-27).
Como vemos, los ejemplos son innumerables, tanto en lo que hacía ["Al atardecer le trajeron muchos endemoniados, y expulsaba a los espíritus con su palabra y curó a todos los que se hallaban enfermos" (Mt 8, 16)], como en lo que decía:["La muchedumbre quedaba admirada de su doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad,
y no como sus escribas" (Mt 8, 29)]. Su palabra era tal que se
decían los judíos unos a otros: "¿Qué palabra es
ésta que, con potestad y fuerza manda a los espíritus inmundos y salen? (Lc
4,36).
El ministerio
de Jesús, como vemos, fue acompañado de grandes prodigios y señales, signos todos ellos de
la divinidad de Jesucristo, pues ¿quién ha resucitado jamás a un muerto? ¿Quién ha podido decir de sí mismo, con
verdad, las palabras que pronunció Jesús: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14,6).?
Sólo hay un modo de explicarlo. Y es admitiendo que Jesús es verdadero Dios: el Único, pues no hay otro.
Y, sin embargo, siendo esto así, como lo es, "aunque había hecho tan grandes señales delante de ellos, no creían en Él" (Jn 12, 37). Y no sólo eso: fue precisamente cuando Jesús resucitó a su amigo Lázaro, el momento en el que los príncipes de los sacerdotes y los fariseos se reunieron en consejo y "desde aquel día decidieron darle muerte" (Jn 11, 53). Es difícil de asimilar, pero así es como ocurrió. Dice el apóstol Marcos que el mismo Jesús, considerando la actitud de los judíos con relación a Él, "se asombraba de su incredulidad" (Mc 6, 6), como no podía ser de otra manera, porque verdaderamente es como para asombrarse de esta cerrazón de los judíos, aunque es preciso matizar, en el sentido de que estas palabras de Jesús no se aplicaban a todos, ya que "muchos judíos... al ver lo que [Jesús] hizo, creyeron en Él" (Jn 11, 45); y hubo, además, "muchos de los jefes [que] creyeron en Él; pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga, pues amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios" (Jn 12, 42-43).
Y, sin embargo, siendo esto así, como lo es, "aunque había hecho tan grandes señales delante de ellos, no creían en Él" (Jn 12, 37). Y no sólo eso: fue precisamente cuando Jesús resucitó a su amigo Lázaro, el momento en el que los príncipes de los sacerdotes y los fariseos se reunieron en consejo y "desde aquel día decidieron darle muerte" (Jn 11, 53). Es difícil de asimilar, pero así es como ocurrió. Dice el apóstol Marcos que el mismo Jesús, considerando la actitud de los judíos con relación a Él, "se asombraba de su incredulidad" (Mc 6, 6), como no podía ser de otra manera, porque verdaderamente es como para asombrarse de esta cerrazón de los judíos, aunque es preciso matizar, en el sentido de que estas palabras de Jesús no se aplicaban a todos, ya que "muchos judíos... al ver lo que [Jesús] hizo, creyeron en Él" (Jn 11, 45); y hubo, además, "muchos de los jefes [que] creyeron en Él; pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga, pues amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios" (Jn 12, 42-43).
(Continuará)