En el Nuevo Testamento se observa, como ya se ha dicho, esta
continuidad con el Antiguo Testamento. Cuando le preguntan a Jesús sobre el
primer mandamiento contesta con estas palabras: "Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro
es el único Señor" (Mc 12, 29), que son una cita expresa del libro del Deuteronomio (Deut 6,
4) y un texto fundamental del Antiguo Testamento sobre la unicidad de Dios. En
el Nuevo Testamento (en adelante NT) se reafirma el monoteísmo del Antiguo
Testamento (en adelante AT). Además: el Dios del que habla Jesús no sólo es
único, sino que es "el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de
Jacob" (Mc 12, 26); de modo que hay una clara sintonía entre
los dos Testamentos. ¿En qué difieren, entonces?
La respuesta la tenemos tanto en las Palabras como en la
Vida de Jesús, que no son sólo una confirmación del monoteísmo del AT (que lo son) sino, sobre todo, una PROFUNDIZACIÓN en la realidad de ese único Dios.
Al igual que en el AT, en los escritos del NT se hace repetida profesión de fe en
un solo Dios, de quien todo procede y para quien son todas las cosas: "Uno solo es
Dios" (1 Tim 2,5); "Aquel para quien y por quien son todas las
cosas" (Heb 2, 10); "No hay más Dios que el Dios único" (1 Cor
8, 4), "un solo Dios y padre de todos" (Ef 4,6); " de quien todo
procede y para quien somos nosotros" (1 Cor 8, 6); "de Él, por Él y
para Él son todas las cosas" (Rom 11,36). Y los atributos con que se describe a Dios en el
NT son los mismos que en el AT: Dios es Único (Mc 12,29), Eterno (Rom 16, 26), Sabio (Rom
16, 27), Todopoderoso (Ap 4,8; Mc 14, 36), Bueno (Mc 10, 18), Santo (Jn 17, 11;
1 Pedr 1, 15) Fiel (1 Cor 1,9; 10,13; 2 Tes 3,3), Creador y Señor (Mt 11,25),
Rey (1 Tim 6, 15), etc,.
Sin embargo, estos
atributos divinos encuentran una expresión nueva al revelarse en el rostro de
Jesucristo. De este Dios, de quien dice San Pablo que "en Él vivimos, nos movemos y
existimos" (Hech 17,28); "a quien nadie
ha visto jamás" (Jn 1, 18), que es "el Único que
es inmortal, [y que] habita en una luz inaccesible; [y] a quien ningún hombre ha visto ni puede ver" (1 Tim 6, 16). Es de este Dios de quien nos dice San Juan, refiriéndose a Jesucristo: "el Dios
Unigénito, que está en el seno del Padre, ése es quien nos lo ha dado a
conocer" (Jn 1,18).
Sólo así se entienden algunas expresiones utilizadas por
Jesús, expresiones que, de otro modo, no tendrían ningún sentido, como cuando
les dijo a los judíos: "En verdad, en verdad os digo: antes de que
Abrahán naciese, Yo soy" (Jn 8,58). Y cuando
Felipe le dice: "Señor,
muéstranos al Padre y nos basta" (Jn 14,8), Jesús le contesta: "Felipe, tanto tiempo como llevo con vosotros, ¿y aún
no me has conocido? EL QUE ME VE A MÍ, VE
AL PADRE" (Jn 14,9).
El modo en que Jesús llama Padre a Dios no es aplicable a
ninguna persona humana, pues refiriéndose a Sí mismo dice: "Todo me lo ha entregado mi Padre; y nadie conoce quién
es el Hijo sino el Padre; y nadie conoce
quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera
revelarlo" (Lc 10,22). La relación filial de Jesús con su Padre
se encuentra a un nivel distinto y superior del que tienen los demás hombres
con Dios. "En
esto se manifestó entre nosotros el Amor de Dios: en que DIOS ENVIÓ A SU HIJO UNIGÉNITO al mundo para que recibiéramos por
Él la Vida" (1Jn 4,9). Jesús nunca usó la expresión
"nuestro Padre", poniendo su filiación al Padre al mismo nivel que la
nuestra, sino que, dirigiéndose a nosotros, habló de "vuestro Padre": "¿Cuánto más vuestro
Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se lo pidan?"
(Mt 7, 11). Una distinción que expresa, aún más claramente, cuando dice:"Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi
Dios y a vuestro Dios" (Jn 20, 17).
Por otra parte, Jesús no se limita a llamar Padre a Dios, sino que afirma
ser una misma cosa con Él: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30) . "El
Padre está en Mí, y Yo estoy en el Padre" (Jn 10,38). Además, al igual que "Dios [el Padre] es luz y no hay tiniebla alguna en Él" (1 Jn 1,5), también el Hijo es luz, como el Padre: "Yo soy la luz del mundo" (Jn 8,12). "Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que cree en Mí no quede en tinieblas" (Jn 1, 46).
Dios se nos ha ido revelando paulatinamente a lo largo
de la historia de un modo más o menos velado hasta la venida de Jesucristo: "Muchas veces
y de diversos modos habló Dios a los padres en otro tiempo por medio de los
profetas; últimamente, en estos
días, nos ha hablado por su Hijo, a
quien ha constituido heredero de todo, por
quien hizo también el mundo" (Heb 1, 1-3). O también: "Al llegar la
plenitud de los tiempos, envió Dios a su
Hijo" (Gal 4, 4).
En todos estos pasajes queda claro, con una claridad meridiana, que Dios se revela plenamente, a Sí Mismo, en su
Hijo, "resplandor de su gloria e impronta de su
sustancia" (Heb 1, 3). Jesús mismo nos lo dice: "Quien me ve a Mí, ve al que me ha enviado" (Jn
12, 45). En verdad, podemos decir, con San
Pablo, aquello de que "ni ojo vio ni oído oyó, ni pasó por el corazón del
hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman" (1Cor 2,9), y es que "Dios nos ha dado la vida eterna, y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo de Dios tiene la Vida; quien no tiene al Hijo tampoco tiene la Vida (1 Jn 5, 11-12). Para el NT toda la verdad de Dios se
condensa en Jesús, quien dice de Sí mismo
que "es el Camino, la Verdad y la Vida"
(Jn 14,6).
Y, sin embargo, no todos aceptarán
esta verdad; sólo aquéllos a los que se refería Jesús cuando dijo:
"Yo te
alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a
los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien" (Mt 11, 25-26)
(Continuará)