Continuemos hablando de la
relación de Jesús con su Padre. Jesucristo tenía una
misión que cumplir, una misión que había recibido de su Padre. El cumplimiento de
esa misión era lo único que explicaba su presencia en este mundo. Toda su vida
terrena no fue sino la puesta en práctica de esa misión: “Yo he bajado del
cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado”
(Jn 6,38). Y esto hasta tal extremo que no había nada en su vida que no hiciera
referencia a su Padre: “Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre y llevar a
cabo su obra” (Jn 4,34).
Ya a los 12 años, cuando
sus padres le estuvieron buscando durante tres días y, por fin, lo encontraron
en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y
preguntándoles, a la pregunta de María:
“Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te
buscábamos”, Jesús le respondió: “¿Y por qué me buscabais? ¿No sabíais que es
necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 48-49)
Jesús entendió su vida
como obediencia al mandato que de su Padre había recibido: “Yo no hablo por mí
mismo, sino que el Padre, que me envió, Él me ha ordenado lo que tengo que
decir y hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Así que, lo que yo hablo,
según me lo ha dicho el Padre, así lo hablo” (Jn 12, 49-50), pues “el Hijo no
puede hacer nada por Sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre” (Jn 2,16). Y en otro lugar dice: “Yo hablo lo que he visto
en mi Padre” (Jn 8,38). Y también: “Nada hago por mí mismo, sino que como el
Padre me enseñó así hablo. Y el que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado
solo, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Jn 8,28b-29).
Esto no es algo
accidental, sino que es de suma importancia; y un punto clave de la existencia
cristiana: “El mundo debe conocer que
amo al Padre y que obro tal y como me ordenó” (Jn 14,31). De ahí que les diga a sus discípulos:
“Todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer” (Jn 15,15). La entrega de
Jesús a la voluntad del Padre es total, incluso hasta el sacrificio de su
propia vida: “Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no sea
como yo quiero, sino como quieres Tú” (Mt 26,39). Se observa aquí la naturaleza
humana de Jesús: “Ahora mi alma está turbada; y ¿qué voy a decir?: ‘Padre,
líbrame de esta hora?’¡Pero si para ésto he venido a esta hora! ¡Padre,
glorifica tu Nombre!” (Jn 12,27-28)
Esa fue la vida de Jesús:
el cumplimiento pleno, en sí mismo, de la voluntad de su Padre, con relación a
Él. En palabras de Jesús: “Yo no busco mi voluntad, sino la voluntad de Aquel
que me ha enviado” (Jn 5,30). Y ese amor
de Jesús hacia su Padre, esa búsqueda del cumplimiento de la voluntad de su
Padre, no tiene lugar de cualquier manera, como podemos adivinar en sus
palabras: “Fuego he venido a traer a la tierra; y ¿qué quiero sino que arda?
Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve
a cabo!" (Lc 12, 49-50). Recordamos aquí también la escena del Templo, cuando
Jesús “encontró a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas
en sus puestos… y con unas cuerdas hizo un látigo y arrojó a todos del Templo,
con las ovejas y los bueyes; tiró las monedas de los cambistas y volcó las
mesas. Y les dijo a los que vendían palomas: ‘Quitad esto de aquí: no hagáis de
la casa de mi Padre un mercado’. (Jn 2, 13-17)”. Los discípulos de Jesús se
acordaron entonces de aquello que está escrito en los salmos: El celo de tu casa me consume (Sal
69,10).
Jesús se tomó muy en serio
su misión, haciendo realidad en su propia vida aquello que había dicho a sus
discípulos: “Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus
amigos” (Jn 15,13). Sobre la obediencia de Jesús nos habla San Pablo en su
carta a los Filipenses: “Tened entre
vosotros los mismos sentimientos que
tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como
presa codiciable el ser igual a Dios, sino que
se anonadó a sí mismo, tomando la
forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los
demás hombres, se humilló a sí mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2, 5-8).
(Continuará)