Continuando con nuestro discurso, es bueno traer aquí a
colación a Santo Tomás de Aquino, un filósofo excepcional, además de ser un
gran teólogo y un gran santo, pues es muy claro y rotundo en lo que dice, como
puede apreciarse cuando afirma taxativamente: "El estudio de la filosofía
no se ordena a saber qué pensaron los hombres, sino a conocer cuál es la verdad
de las cosas".
Esa frase, tan simple a primera vista, debería ser, sin
embargo, objeto de reflexión. Lo que se dice en ella es fundamental, pues es lo
que nos va a permitir discernir entre una auténtica filosofía (o ciencia filosófica,
propiamente dicha) y otras corrientes de pensamiento, conocidas también como filosóficas, pero que no son, en
absoluto, filosofía. Nos estamos refiriendo a todas esas disciplinas
"filosóficas", de signo idealista, que suelen estar dotadas de una
gran lógica y coherencia interna y que, de algún modo, son capaces de
justificarlo todo... ¡bueno, todo excepto a sí mismas! Y es que parten de una
premisa falsa en la que TODO (es decir, todo lo que es real) es reducido a
pensamiento.
¿Cómo es posible que pueda hacerse esta reducción? -nos
preguntamos. La razón se rebela contra ese absurdo y el sentido común desmiente
estas "filosofías" que, en buena lógica, no deberían existir. Pero,
claro está, se trata de hechos, de hechos que se han dado históricamente (y que
se siguen dando en la actualidad, tal vez con más fuerza que nunca). Una
posible explicación de que esto haya sucedido (y de que esté sucediendo) es que
el entendimiento realiza una opción, por la que renuncia a depender de lo real
como causa de conocimiento. En su afán de querer comprenderlo todo con claridad
(las "ideas claras y distintas" a las que se refería Descartes), y
dominarlo todo con la mente, están dispuestos a lo que sea, aun cuando para
ello tengan que realizar una elección reduccionista como punto de partida, de
modo que lo real queda reducido a pensamiento: Ser es ser pensado.
Ésta es, por una parte, la grandeza del idealismo (si es que se le puede llamar así): la de ser un gran sistema de pensamiento, con una extraordinaria coherencia lógica y sin fallos en sí mismo; razón por la cual ejerce una poderosa influencia sobre la mente humana. Claro que, por otra parte, adolece de un grave error, un error que es anterior a su doctrina misma: ¡y es que no respeta la realidad tal y como es, sino que la reduce a lo que quiere que sea, de acuerdo con unas reglas arbitrariamente elegidas por el propio pensamiento! Y ésta es su verdadera miseria.
El no aceptar las limitaciones de la mente en el
conocimiento de lo real, el querer hacer simple lo que en sí mismo es complejo
(lo real) mediante un proceso de reducción, con el único objeto de comprenderlo
todo, ése -y no otro- es el gran fallo del idealismo: un edificio perfecto (ideal, si se quiere), pero
construido sobre arena o, para ser más exactos, sobre la nada, sobre un
artificio que es producto únicamente del pensamiento humano. Así es el
idealismo: todo un prodigio de la mente humana (¡de esto no cabe duda!), pero
que no acerca, sin embargo, a la realidad. Y esta nota de acercamiento a la
realidad, para conocerla, es esencial en cualquier ciencia que se precie de
tal, como vimos al principio.
La conclusión salta a la vista: construir sobre premisas
falsas no puede conducir nunca a nada verdadero. El idealismo, al intentar
construir la realidad, tomando por realidad su propio pensamiento, produce un
distanciamiento de la auténtica realidad:
ésta no puede ser reducida a pensamiento. El verdadero científico es realista:
es humilde, en definitiva. Se esfuerza por comprender la realidad que le rodea,
y de la que él mismo forma parte. Pero es consciente de sus limitaciones y de
la infinitud del ser que pretende comprender. La tarea no es fácil, pero eso,
en vez de asustarle, le espolea a comprender cada vez con mayor profundidad y
rigor esa realidad que se le resiste, siempre desde el máximo respeto, un
delicado respeto, a la realidad de las cosas; y no consintiendo nunca que sus
ideas sobre la realidad primen sobre la realidad misma.
De nuevo acude a nuestro pensamiento la genial frase del
genial Santo Tomás, que nos sitúa en terreno firme y no movedizo, frase que
todo filósofo, y también todo científico, debería grabar a fuego en su mente,
porque, en efecto, "el estudio de
la filosofía no se ordena a
saber qué pensaron los hombres, sino a
conocer cuál es la verdad de las
cosas".
(Continuará)