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jueves, 15 de agosto de 2013

Tiempo y vida: caridad (III)




Como veníamos diciendo, yo debo amarme a mí mismo porque soy importante... y soy importante porque Dios me ama: "Me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20). Su amor me hace ser importante, aunque por mí mismo nada sea: "¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿de qué te glorías, como si no lo hubieses recibido?" ( 1 Cor 4,7). Podemos, pues, gloriarnos, pero eso sí, siempre en Dios: "El que se gloría, que se gloríe en el Señor" (2 Cor 10,17). He aquí una bella estrofa de San Juan de la Cruz que nos viene bien para que caigamos en la cuenta de que, una vez que Él nos quiere, nuestra vida se transforma por completo. Y no teniendo nada nuestro, en Jesús lo tenemos todo:

No quieras despreciarme,

que si color moreno en mí hallaste,
bien puedes mirarme,
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste.

Mirando a Jesús a los ojos, veo que Él me quiere, veo que ha dado su vida por mí: "Nadie tiene amor más grande que el dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos... A vosotros os llamo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 13-15). Pues de la misma manera que yo me siento mirado y amado por el Señor así debo mirar y amar también a los demás: "Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado" (Jn 15,12). "En esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros. Por eso también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos" (1 Jn 3, 16). Sí, nuestros hermanos...pues todos somos hermanos: "Uno solo es vuestro Padre, el celestial... y todos vosotros sois hermanos" (Mt 23, 8-9). 


Así pues. lo primero que tenemos que hacer es creernos de verdad, de corazón, que Él nos quiere, tal y como hacía San Juan. No pensar tanto en nuestros defectos o en nuestras faltas, pues "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rom 5,20). De modo que no tenemos por qué avergonzarnos, por grandes que sean nuestros pecados, sabiendo que su amor es aún mayor y nos salva, si nos arrepentimos y nos confesamos ante un sacerdote. Esos pecados desaparecen completamente, como si nunca hubieran existido. Y esto por puro amor de Dios.


Yo puedo ya mirarme

sabiéndome por Tí también mirado.
No puedo avergonzarme,
porque en mí te has fijado
y en tus ojos me he visto valorado.

(De "El encanto de tu mirada" núm. 31 -véase mi blog "Il trovatore"- En adelante las citas relativas a estas poesías se simplifican como EM. En este caso 
sería: EM, núm.31)

Debemos tener la valentía y la osadía de atrevernos a decir, con San Juan: "Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene." (1 Jn 4,16). Y luego, como consecuencia, querer a los demás del mismo modo: "Hemos recibido de Él este mandamiento: que quien ama a Dios, ame también a su hermano" (1 Jn 4, 21).


Ciertamente, la vida que hemos recibido es para hacerla fructificar, creciendo en el amor de Dios, y dándola luego a los demás...¡darla gratis!: "Gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente" (Mt 10, 8). ¿Y qué es lo que tenemos que dar? Pues lo que tenemos, los dones que hayamos recibido de Dios: "Que cada uno ponga al servicio de los demás el don que ha recibido" (1 Pet 4,10). Y el máximo don, en el que están contenidos todos los demás dones, soy precisamente yo mismo (tal y como he salido de las manos de Dios y sin compararme con los demás): mi tiempo, mis pocas ganas de estudiar, mi dinero, mis gustos, mi voluntad, etc... o sea, mi vida... ¡y concretar cada vez que dé algo a alguien! No es bueno perderse en divagaciones o en bonitas palabras o buenas intenciones.


Y claro está: Es fundamental dar con alegría. La alegría es el segundo de los frutos del Espíritu Santo; el primero es el amor, pero junto al amor va de mano siempre la alegría. Si damos algo es porque queremos (en el doble sentido de la palabra querer).¡No se puede dar de cualquier manera!. Esto nos lo dijo el mismo Jesús: "Dios ama al que da con alegría" (2 Cor 9,7), una alegría que sólo podemos sacar de nuestro contacto con el Señor, hablando con Él en la intimidad de nuestro corazón;  y preferiblemente delante del Sagrario, donde se encuentra con presencia real; y, sobre todo, escuchándole: Él es la Palabra y siempre nos dice cosas, si nos abrimos a Él con sencillez y con la absoluta seguridad de que nos oye, nos quiere y nos concederá mucho más de lo que pidamos y, sobre todo, aquello que verdaderamente necesitemos. Sin este diálogo amoroso con Jesús es imposible la alegría, la auténtica alegría. Y poco podremos dar, entonces, a los demás (si es que puede decirse que hemos llegado a darles algo).