Somos conscientes de que el llevar la propia carga (que es la propia vida) y hacerla fructificar supone esfuerzo, cruz y muerte; pero somos conscientes, también, de que no estamos solos en este camino: el Señor está junto a nosotros y su Vida es nuestra vida. Por eso sus palabras: "Mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11,30) adquieren un significado muy profundo para nosotros: el del Amor. La carga del cristiano, que es su propia vida, por el misterio de la Comunión de los Santos y del Cuerpo Místico de Cristo, se convierte en la carga de Jesús. Nuestra carga es su carga ... y esta carga es ligera. Estando junto al Señor y estando Él con nosotros, no podemos tener miedo absolutamente de nada.
Y es que no hay otro camino, por más vueltas que le demos, que el entrar por la puerta angosta (Mt 7,13). El Señor se lamenta: "¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran!" (Mt 7,14). Pero así es. El Señor nos lo recuerda en multitud de ocasiones: "Si el grano de trigo no muere al caer en la tierra, queda infecundo; pero si muere produce mucho fruto" (Jn 12,24). Resulta, pues, que la muerte se convierte, así, en algo necesario para la vida, para la auténtica vida. Me vienen a la mente las palabras de Jesús: "El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por Mí la encontrará" (Mt 16,25). Esto es importante: No se trata tanto de perder nuestra vida, sino de perderla por amor a Él, y es que habiéndosela dado a Él, nos hemos quedado sin ella... pero tenemos, en cambio, la suya, como nuestra: "Habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). De ahí las palabras de San Pablo: "Vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gal 2,20).
Al ser esto así todas mis acciones tienen, de algún modo -misterioso- el sello de lo divino: aunque son realmente mías son también, igualmente, suyas. Esto es tanto más cierto cuanto con más verdad le haya entregado mi vida y deje actuar su Vida en mí. Conviene tener en cuenta que esta pérdida de nuestra vida, que supone un olvido de sí mismo, no es nunca el desprecio de sí mismo. A propósito de lo cual decía Georges Bernanos que "es fácil despreciarse; lo difícil es olvidarse". Dios no puede pedirnos nunca que nos despreciemos: somos su obra maestra; y somos templos del Espíritu Santo. Ese desprecio, si en algún caso lo hubiera, no procedería de Dios, sino del Príncipe de las Tinieblas, el Diablo, que es mentiroso y padre de la mentira (Jn 8,44). En este punto ha habido muchas deformaciones sobre la vida cristiana, que son auténticas herejías. De ahí la conveniencia (y la necesidad) de adquirir una sólida formación en nuestra fe cristiana, mediante el estudio y la oración, principalmente.
Nuestra auténtica vida es un vivir en Él. En Él somos más nosotros mismos, tal como hemos sido pensados por Dios, nos reconocemos como lo que verdaderamente somos. Nuestra personalidad no es anulada, sino enriquecida, en nuestro contacto con Jesús; y esto tanto más cuanto más dóciles seamos a la acción del Espíritu de Jesús en nuestro corazón. De ahí que su yugo sea suave y su carga ligera. La vida sigue siendo dura, muy dura a veces; la muerte es una compañera que no nos abandona en ningún momento; pero no hay rebelión sino aceptación dinámica de la realidad, tal y como es.
Paciencia esperanzada
en él, que impide en mí toda amargura;
y la vida es amada
pues aun siendo muy dura,
de mi amado me dice su ternura.
(EM núm. 40)
El sufrimiento, que nunca estará ausente, cobra ahora un nuevo significado: Sufrimos en Él. O, si se quiere, Él sufre en nosotros. Y este sufrimiento, no tanto por ser sufrimiento sino porque es expresión de un amor auténtico, se convierte así en sufrimiento redentor, en unión con Jesucristo, haciéndonos corredentores con Él; y a través de nosotros Jesús sigue viviendo y dando vida a toda la humanidad:"En verdad, en verdad os digo: el que cree en Mí, también él hará las obras que Yo hago, y las hará mayores que éstas, porque Yo voy al Padre" (Jn 14,12)