Cuando escuché por vez primera la palabra “ecumenismo”, allá
en mis lejanos tiempos de noviciado, su significado obvio estaba marcado por la
enseñanza de los Papas: no era otra cosa que el deseo ferviente de que los herejes,
cismáticos y todos los que estaban fuera de la Iglesia volvieran al redil,
según aquella consigna del Señor: Que haya un solo rebaño y un solo Pastor.
Se trataba de rezar insistentemente y hacer el apostolado necesario para que
ellos abandonaran sus doctrinas anti-católicas y se adhirieran a la Fe de la
Santa Madre Iglesia, única verdadera. Por aquellos tiempos se entendían las
palabras del Credo en su sentido más elemental: Una sola fe, una sola Iglesia,
un solo Bautismo.
Un poco más adelante, me explicaron que esto del ecumenismo
se había entendido mal durante veinte siglos de Historia de la Iglesia. Las
cosas iban ahora por otros derroteros: se trataba de comprender que las
palabras herejes, cismáticos… no eran muy caritativas. Por eso había que llamarlos
hermanos separados, para hacer ver con el lenguaje (siempre el lenguaje
“interpretando” la realidad), que estaban en otro departamento, pero estábamos
todos en la misma casa. Por tanto había que tener la puerta abierta por si
deseaban regresar. Sin rencores, sin temores, sin intolerancias.
Conseguido esto, se me explicó que en realidad no son tantas
las diferencias entre la fe de unos y la verdadera Fe católica. Se me decía que
era cuestión de matices. Que al fin y al cabo no se puede dar a los dogmas (los
famosos dogmas que provocaron las separaciones odiosas) un contenido
sustancial y real, sino que más bien habían sido producto de la diversidad de
culturas y de pensamientos filosóficos (haciendo especial hincapié en ese
maldito pensamiento escolástico que tanto mal hizo a la Iglesia al cosificar los
misterios).
Ya no hacía falta por tanto esperar a que los hermanos regresaran:
eramos nosotros los que deberíamos permitir que también ellos expresaran SU fe
en el ámbito católico. O sea, que podían entrar en nuestro departamento como si
nada y establecerse allí.
Otro capítulo más apareció después, ya en mi vida de fraile.
Ahora la cuestión estaba mucho más “nítida”, pues me explicaban los novicios
jóvenes que en realidad no podíamos pretender tener toda la Verdad. Por lo que
era necesario admitir el derecho de cada ser humano a tener su propia religión.
Ya no eran solamente los hermanos separados (aún no me había acostumbrado a
llamarlos así), sino que también los paganos, los animistas, los hinduistas eran
quienes tenían que ser comprendidos y no ser molestados en absoluto, porque
también ellos tenían parte de la Verdad en el acercamiento a SU dios.
Recuerdo
que esta época coincidió con el regreso a casa de multitud de misioneros, que
ya no veían necesaria la conversión de nadie. Fue la época del declive
estrepitoso de todas aquellas ordenes religiosas misioneras, fundadas muchas de
ellas en el siglo XIX, que pasaron automáticamente a convertirse en
organizaciones solidarias, caritativas, promotoras del desarrollo, e incluso
(lo más lógico en este ambientillo), en Congregaciones con acentos
marxistoides. Por tanto ya no hacía falta ni dejar la puerta abierta para que
regresaran, ni salir nosotros a convencerles. Ahora se trataba de que nos
dieramos cuenta de que debíamos dejarlos actuar sin interferir para nada,
porque de todos modos ellos estaban en su derecho a creer lo que quisieran.
Cuando yo creía que esta locura (a mí me lo parecía) había
terminado, hete aquí que me encuentro con que se me empezó a decir que la fe
católica es la misma que la de los judíos. También con algunos matices, sí.
Pero que ellos son los hermanos mayores en la Fe, que ellos también esperan a
SU Mesías, que no se puede ser antijudío y católico y además de todo eso, que
ellos y los musulmanes adoramos al mismo Dios. ¡Toma castaña! Confieso que en
ese momento, mi natural bondad y relajación dialéctica comenzó a verse
ensombrecida, mientras el demonio iracundo se me iba subiendo a la cabeza.
Comenzaron las Jornadas de Oración en común pidiendo la Paz
a ese Dios que cada uno tenía en su cabeza, los indios con su pipa de la paz
rezando a Manitú (o como se llamara), el Dalai Lama, los animistas y brujos
africanos y otros muchos… junto al Santo Padre, Vicario de Cristo.
Empecé a ver
a personajes arrodillados ante líderes religiosos solicitando su bendición,
mientras seguían acosándonos con todo tipo de argumentos que siempre acababan
en la consideración de que lo importante es que todos somos hermanos por ser
humanos y que había que insistir en lo que nos unía, más que en lo que nos
separaba. Todos estábamos redimidos y punto. Todo esto me parecían falacias,
mientras se iba perdiendo lo propio de la fe católica en aras de una pretendida
voluntad de diálogo, que siempre consistía en darles la razón a ellos.
Confieso que todo esto me desagradaba. Pero creo que en
estos días estamos llegando al colmo, con lo que he llamado Ecumenismo
Bobalicón. Quizá sea ésta la última fase disparatada, antes de abocar en la
Religión Universal y Fraterna que muchos promueven.
El que profesa el Ecumenismo Bobalicón se admira por cosas
que no merecen admiración, se queda boquiabierto ante algo que no tiene
categoría para asombrar a nadie. De este modo, se valora sobremanera el ayuno
del Ramadán mientras se ha olvidado el ayuno cristiano como algo habitual y no
sólo para una fecha determinada; se ensalza el esplendor de la liturgia
bizantina, mientras se desprecia la Misa de San Pío V; se sobrevalora y
justifica la lucha islámica para implantar su fe, mientras se desprecian las
Cruzadas; se babea por el Islam, mientras se pide a la Iglesia que revise sus
posiciones en torno a la homosexualidad. Podríamos seguir en una lista
interminable, fruto del complejo de inferioridad de un cristianismo débil que
piensa que nada tiene que enseñar, decir y -mucho menos-, imponer. En una
palabra: caída de baba por todo lo que no sea católico, mientras se destruye lo
católico.
Por eso mismo, yo he pedido a mi Padre Superior que me
dispense de estos menesteres cuando se celebren eventos ecuménicos en mi
convento. Prefiero volver a lo que me enseñaron en mis primeros años, y seguir
rezando, como la liturgia española antigua: omnes errantes ad unitatem
Ecclesiae revocare et infideles universos ad Evangelii lumen perducere… (dígnate
volver a la unidad de la Iglesia a todos los que viven en el error, y traer a
la luz del Evangelio a todos los infieles….). Así sea.
Fray Gerundio, 7 de septiembre de 2013