Hablar de Dios es muy difícil. Según Santo Tomás, "sólo
Dios habla bien de Dios". De modo que la empresa en la que me he metido,
al tocar este tema de la Santísima Trinidad, no deja de ser ardua y compleja. Y, sin
embargo, considero que es necesaria, porque Dios nos ha dado la razón para que
la usemos. Es clásica la definición del hombre como animal racional. Al hacer
uso de nuestra razón actuamos conforme a la naturaleza que Dios nos ha dado.
Las personas, en general, no solemos hacer precisamente un uso excesivo de
dicha facultad. Tendemos, más bien, a
que otros piensen por nosotros y a que nos den la tarea resuelta. Pero no es
eso lo mejor para nosotros, ni muchísimo menos.
Es conveniente y necesario leer y comprender lo que otros
han dicho acerca de cualquier tema (siempre que se trate de personas de las que
uno pueda fiarse, por su categoría intelectual y por su conocimiento del asunto
sobre el que escriben). Por supuesto que lo es. Aunque no es suficiente. Es
preciso hacer propias aquellas ideas, expresadas por otros, acerca de la
realidad de la que se esté tratando. Y, para ello, se requiere de la reflexión
y el silencio, poniendo el máximo empeño posible de nuestra parte, y siendo
conscientes de la presencia de Dios, pues "en Él vivimos, nos movemos y existimos" (Hch
17,28).
Sólo se sabe bien aquello que se asimila. Y asimilar ciertas
cosas, como en el tema que nos ocupa, no sólo requiere meditar en ellas,
mediante el estudio y mediante una lectura sosegada, despierta y tranquila. Nadie
pone en duda de que esto sea algo necesario, pero no es, ni con mucho,
suficiente, ya que aquí estamos tratando de verdades cuya comprensión plena es
imposible, nos sobrepasan, están más allá de nuestras posibilidades; siempre
nos quedaremos cortos por mucho que digamos.
¿Quiere eso decir que lo mejor que podríamos hacer sería
poner punto en boca y callarnos, para no decir majaderías? Pienso que no. Dios
conoce muy bien nuestras limitaciones; y cuenta ya con ello. En realidad, lo
único que Dios nos pide es que tratemos de conocerle, que pongamos de nuestra
parte todo lo que realmente dependa de nosotros. Y que tengamos confianza: Él pondrá lo que nos falte. Dios sólo quiere
ver si el amor que decimos tenerle es auténtico, si hacemos todo lo posible (¡y
lo imposible!) por conocerlo, en la medida de nuestras posibilidades, y amarlo,
sobre todo con vistas a hacer el máximo bien posible a las personas que nos
rodean pues, como decía el apóstol Pedro: "cada uno debe
poner al servicio de los demás los dones que ha recibido" (1 Pet 4,10).
Dios cuenta con nosotros, sus discípulos, para darse a
conocer al resto de personas. ¿Por qué? Pues porque así lo ha dispuesto. Tal es
su voluntad. Se nos manifiesta ordinariamente a través de otras personas. Y, a
través de nosotros, puede llegar también a otras personas, para que lo conozcan
y lo amen. Y, como dice San Pablo: "¿Cómo invocarán a Aquel en quien no creyeron? ¿Y cómo
creerán, si no oyeron hablar de Él? ¿Y cómo
oirán si nadie les predica? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?"
(Rom 10, 14-15). Hay algo que está muy claro, con relación a Dios, y
es que "sin
fe es imposible agradarle, pues es
preciso que quien se acerca a Dios crea que existe y que es remunerador de
los que le buscan" (Heb 11,6).
De ahí la importancia vital de
la fe. Y de ahí la responsabilidad que tenemos los cristianos de procurar conocer
a Jesucristo, para amarle y vivir conforme a lo que Él quiera para nosotros. Y
luego, debemos darlo a conocer a los demás. Los cristianos poseemos un tesoro de valor incalculable.
Pero este tesoro no es sólo para nosotros sino para que puedan disfrutar de él
el mayor número posible de personas. "Nadie enciende una lámpara para ponerla en un sitio
oculto, ni debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que los que entren
vean la luz" (Lc 11,33)
Y no debemos preocuparnos demasiado por el fruto que podamos
producir. Es suficiente tener siempre "in mente" y, sobre todo, en el
corazón, las palabras del Señor. Eso es lo único que importa. Y el fruto es
seguro: "El que permanece en Mí y Yo en él, ése da
mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5). Y con la
seguridad que nos dan estas palabras de Jesús, podemos atrevernos a hablar,
cada uno en función del puesto que desempeñe en la sociedad, puesto que la
misión de predicar es sólo para los que han sido enviados, es decir, los
sacerdotes.
¿Y qué tenemos que hacer, entonces, los demás cristianos?
¿Acaso nosotros no podemos hablar? Por supuesto que sí: podemos y debemos. Pero
de otra manera. Conscientes de que "llevamos este tesoro en vasos de barro, para que se
reconozca que la sobreabundancia del
poder es de Dios, y no proviene de nosotros" (2 Cor 4,7),
prestemos también mucha atención a aquello a lo que el apóstol Pedro nos
exhorta, cuando dice: "Glorificad a Cristo Jesús en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo
el que os pida razón de nuestra esperanza" (1 Pet 3, 15).
En consecuencia: ¿qué
podemos hacer para dar testimonio de nuestra fe, conforme a las enseñanzas del
Señor? Podríamos decir aquí bastantes cosas. Me limitaré a consignar
algunas que considero fundamentales:
Lo primero de todo, conocer muy bien esas
enseñanzas, mediante la lectura asidua y atenta del Evangelio y del resto
del Nuevo Testamento, sobre todo; y luego, no
cesar de pedir al Señor,
insistentemente, que aumente nuestra fe.
Más cosas: participación frecuente en la Santa
Misa, al menos los domingos y fiestas de precepto, tal como lo manda
nuestra Santa Madre la Iglesia; práctica frecuente de los sacramentos, en
particular el sacramento de la Penitencia, con la confesión de nuestros pecados (¡un sacramento que
está tan olvidado y del que tan poco se habla, siendo, como es, tan
importante!) y, por supuesto, el sacramento de la Eucaristía, es decir, la
comunión, siempre que se tengan las debidas disposiciones y se esté en
estado de gracia, con la alegría de estar recibiendo a Jesús, realmente
presente en dicho Sacramento, oculto bajo las especies del pan y del vino.
Por
supuesto, el cumplimiento esmerado de los mandamientos de la Ley de Dios,
etc... Si hiciéramos todas estas cosas, eso se reflejaría en nuestra vida,
porque se vería que Jesucristo es el centro de toda nuestra existencia; de
alguna manera, Él estaría presente en nosotros, hablándole al mundo de aquello
que le conviene para su felicidad auténtica, ya en esta vida, y para su
salvación eterna.
En cualquier caso, no hay que apurarse, porque Dios no va a
pedir lo mismo a todos sino a cada uno en función de aquellos dones que haya
recibido y de sus circunstancias particulares, que sólo Él conoce
perfectamente, mucho mejor que nosotros mismos. No es bueno, por lo tanto, compararse con los demás. Pero eso sí: debemos procurar amar a Dios, como el que más, puesto que "cada uno recibirá su recompensa conforme a su
trabajo" (1 Cor 3,8), o lo que es igual, conforme a su amor, al amor que ponga en
aquello que haga, que no otra cosa es el trabajo bien hecho.
Sigamos, por lo
tanto, el consejo que daba el apóstol Pablo a los colosenses: "Todo cuanto hagáis hacedlo de corazón, como
hecho para el Señor y no para los hombres, sabiendo que recibiréis del Señor el
premio de la herencia" (Col 3, 23-24)
(Continuará)