El entregarse de lleno a una tarea, aquí y ahora, con afán y con sosiego,
supone previamente (o simultáneamente) el estar a gusto con uno mismo, tal como
ha salido de las manos de Dios, conociéndose (sabiendo que cada persona es
diferente) y aceptándose, sin resignación (amándose rectamente a sí mismo).
La pregunta que ahora se plantea es: ¿Qué hago yo con lo que
he recibido?. Es decir: ¿Qué hago yo con mi vida, tal y como ésta me ha sido
dada por Dios? Yo he recibido unos talentos (cada uno ha recibido los suyos,
diferentes a los de los demás, y siempre buenos). Estos talentos debo hacerlos
producir, en primer lugar, y ponerlos luego al servicio de los demás.
Antes que nada es necesario conseguir estar centrado,
siendo uno mismo (bien entendida esta expresión), con una personalidad propia y responsable
ante Dios de la propia vida, la cual debe desarrollarse. Según
Aristóteles (o algún otro filósofo antiguo, que no recuerdo bien) el
sentido de la vida es cubrir la distancia que media entre nuestra existencia y
nuestra plenitud. En otras palabras: crecer, madurar. Llega a
ser el que eres -decía Píndaro. Y Jesús decía mucho más, y más profundo: "Sed
perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto" (Mt 5,48).
En el Nuevo Testamento se lee: "Os exhortamos, hermanos, a que
progreséis más"(1 Tes 4,10). Y también: "Ésta es la voluntad de
Dios: vuestra santificación" (1 Tes 4,3).
No debemos olvidar que si bien es verdad que el sentido de
la vida conlleva crecer, madurar y perfeccionarse, este crecer es siempre según
Dios. Y "Dios es Amor" ( 1 Jn 4,8). Nos desarrollamos y
crecemos, y somos realmente nosotros mismos, en la misma medida en
que amamos (según se entiende el amor en el Evangelio). Cuando un doctor de la
Ley le pregunto a Jesús: "Maestro, ¿qué puedo hacer para heredar la
vida eterna?, Él le contestó: ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees tú?. Y
éste le respondió: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con
toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo
como a tí mismo. Y le dijo Jesús: Has respondido bien: haz esto y
vivirás" (Lc 10, 25-28). Es el amor, en definitiva, lo único que nos
puede conducir a la vida eterna y lo único, por lo tanto, que hace que vivir
merezca la pena.
Si nos fijamos bien, en el Antiguo Testamento la referencia
que se toma para amar a los demás es el amor a uno mismo. En el Nuevo
Testamento se da un paso más. Dice Jesús a sus discípulos: "Amaos
unos a otros como Yo os he amado" (Jn 13,34). La referencia para
el amor a los demás es el Amor que el mismo Jesús nos tiene a nosotros (un amor
que es superior al que nosotros nos tenemos a nosotros mismos, pues ocurre que muchas veces no sabemos lo que queremos ni lo que, de veras, nos conviene).
El no amarse a uno mismo, el autodesprecio, es enfermizo
y va en contra de la Biblia y del Evangelio: "Hijo mío... hazte bien
a tí mismo" (Eclo 14,11). "El que para sí mismo es malo,
¿para quién será bueno? Ni él disfruta de sus tesoros" (Eclo 14,5). "No
hay peor hombre que el que se denigra a sí mismo" (Eclo 14,6). "No
tomes sobre tí peso superior a tus fuerzas" (Eclo 13,2), etc... El valor de la persona humana se señala ya en el Génesis, con toda claridad: "Y
dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gen
1,26). El Nuevo Testamento llega más lejos: "El Reino de Dios está
dentro de vosotros" (Lc 17,21). O también: "¿No sabéis que
vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido
de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido comprados mediante un precio.
Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo" (1 Cor 6, 19-20)
Somos realmente importantes porque Dios nos ama. Ésa
es la gran razón por la que debemos amarnos a nosotros mismos. No hacerlo sería
despreciar la más hermosa de las obras de Dios, que es el hombre; y sería, en
realidad, despreciar también a Dios, pues mora en nosotros y le pertenecemos. Se
equivocan de pleno todos aquellos que piensan, por una educación defectuosa u
otras razones, que la Religión Católica es algo negativo y que se opone a la
felicidad del ser humano. Es precisamente todo lo contrario, pues "Dios quiere que
todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1
Tim 2,4). Eso sí. No debemos olvidar nunca que nuestra salvación y nuestra felicidad está únicamente en Él: "En ningún otro está la salvación; pues no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el que podamos salvarnos" (Hech 4,12). "Porque
uno solo es Dios y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres,
Jesucristo hombre, que se entregó a sí mismo en redención por todos" (1
Tim 2,5-6), "para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los
cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es
el Señor!, para gloria de Dios Padre" (Fil 2, 10-11). Y, por más que nos empeñemos, no
hay otro camino: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn
14,6), nos ha dicho Jesús.
De ahí, si es que de verdad nos queremos a
nosotros mismos, la importancia de estar en gracia de Dios y de luchar con
todas nuestras fuerzas para que Jesucristo sea el todo de nuestra vida. Lo que se dice en la carta a los hebreos: "Aún no habéis resistido hasta la sangre
en vuestra lucha contra el pecado" (Heb 12,4), es aplicable también a nosotros.De modo que tendríamos que actuar como nos dice San Pedro: "Sed sobrios y
vigilad, porque vuestro adversario, el diablo, como un león rugiente, ronda
buscando a quien devorar" (1 Pet 5, 8).
Porque no todos se salvarán sino sólo aquellos que cumplan la voluntad de Dios, manifestada en Cristo Jesús, Señor
nuestro. Por lo tanto, no nos dejemos engañar, ya que "todo el que
comete pecado es esclavo del pecado" (Jn 8,34). Y "quien
peca, a sí mismo se perjudica" (Eclo 19, 4b). El apartamiento de Dios
nos conduce a la tristeza, a la desolación y a la esclavitud. El que peca
no se quiere a sí mismo, pues actúa contra su propio ser y se hace un
desgraciado. No deberíamos olvidarlo