Cuando se hace oración, es necesario comenzar siempre invocando la ayuda del Espíritu Santo, porque es su voz la que necesitamos oir. Se suele usar esta plegaria: "Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu Amor. Envía tu Espíritu, Señor y serán creados. Y se renovará la faz de la Tierra." [Lo escrito entre cursivas y en negrita es del Salmo 104, versículo 30].
Sólo el Espíritu de Jesús puede renovar la faz de la Tierra. Pero ese Espíritu debemos pedirlo y pedirlo insistentemente y con confianza: "Si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? (Lc 11, 13). A veces pedimos y no recibimos. Y es que no pedimos como debemos: "Pedís y no recibís porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones" (Sant 4,3). Y es que nuestra oración debería ser como la de Jesucristo quien "en los días de su vida en la tierra, ofreció con gran clamor y lágrimas, oraciones y súplicas al que podía salvarle de la muerte, y fue escuchado por su piedad filial; y aun siendo Hijo, aprendió por los padecimientos la obediencia" (Heb 5, 7-8). Así pues, hemos de pedir al Señor con insistencia que nos conceda su Espíritu, con confianza en que nos lo dará, y poniendo en nuestra súplica todo nuestro ser y todo nuestro corazón, porque está en juego la propia salvación y también, en cierto modo, la salvación del mundo, pues Dios cuenta con nosotros para renovarlo.
Renovar algo significa "volver a hacerlo nuevo". El mundo de hoy está envejecido y triste. ¿Tiene solución su enfermedad?. ¿Puede rejuvenecer? En la conversación con Nicodemo, éste le dijo a Jesús: "¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?" (Jn 3,4). Y Jesús le contestó diciendo que "si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios" (Jn 3,5), explicándole que se trataba de un verdadero re-nacer, pero en el Espíritu (Jn 3,6); de ahí que luego le diga: "No te sorprendas de que te haya dicho que es preciso nacer de nuevo" (Jn 3,7).
Tan importante es esto que cuando le presentaban unos niños a Jesús para que los tomara en sus brazos y los discípulos reñían a la gente, Jesús al verlo se enfadó y les dijo: "Dejad que los niños vengan conmigo y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos" (Mc 10, 14). Y añade: "En verdad os digo que quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él" (Mc 10,15). "Y abrazándolos, los bendecía imponiéndoles las manos" (Mc 10,16). De modo que renacer y hacerse como niños viene a ser lo mismo. La renovación radical, en lo más profundo de nuestro corazón, equivale a hacerse realmente como niños: sencillos, humildes, con mirada pura, confiados completamente en Dios, que es nuestro Padre, y en Jesucristo, que es nuestro hermano mayor.
Pues bien: esa renovación a la que estamos llamados, y que necesitamos con urgencia, sólo es posible en el Espíritu (escrito con mayúsculas, es decir, el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesucristo). Y aquí es preciso ser muy prudentes: "Queridísimos: no creáis a cualquier espíritu, sino averiguad si los espíritus son de Dios, porque han aparecido muchos falsos profetas en el mundo" (1 Jn 4,1). ¿ Y cómo podemos discernir entre un espíritu que venga de Dios y otro que venga del diablo? Aquí viene la explicación de San Juan: "En esto conocéis el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiese a Jesucristo venido en carne, es de Dios" (1 Jn 4,2).
Esta advertencia es enormemente importante y es hoy más actual todavía que entonces, cuando fue dicha por el apóstol: son muchos los que hoy han renegado de Jesucristo, o bien negando su divinidad o bien su humanidad, siendo así que Jesucristo es Dios, verdadero Dios, pero también ha venido en carne, y es hombre, verdadero hombre. Ambas cosas son ciertas en lo que se refiere a Jesús. Y quien así no lo crea incurre en un pecado grave de herejía.
Y continúa diciendo San Juan: "todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios. Ése es el espíritu del Anticristo, de quien habéis oído que va a venir, y ya está en el mundo" (1 Jn 4,3). San Juan dice las cosas con una claridad meridiana. Hoy, más que nunca, el mundo odia a Jesucristo; y si hacemos caso de lo que dice San Juan, podemos concluir diciendo que el mundo de hoy está dominado por el Anticristo, que ya está en el mundo. Estas palabras proceden de la Sagrada Escritura, son Palabra del mismo Dios, que no engaña. Y puesto que son verdad, deberíamos de tomarlas muy en serio.
Jesucristo hablaba ya del demonio como "el príncipe de este mundo" (Jn 12,31), " homicida desde el principio... mentiroso y padre de la mentira" (Jn 8,44). ¿Debemos tener miedo, entonces? Sí, pero sólo en parte, y siguiendo siempre la recomendación del Señor: "No tengáis miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno" (Mt 10,28).
¿Existe algún remedio para poder librarnos de todas estas calamidades que nos rodean y que se respiran en el ambiente pagano y anticatólico en el que estamos inmersos? San Pablo nos da una solución que, en realidad, es la única posible: "Revestíos -nos dice- con la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo, porque no es nuestra lucha contra la sangre o la carne, sino contra los principados, las dominaciones de este mundo de tinieblas y contra los espíritus malignos que están en los aires. Por eso, poneos la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo y, tras vencer en todo, permanezcáis firmes" (Ef 6, 11-12).
Necesitamos la armadura de Dios. No hay armas humanas que nos puedan ayudar a vencer en esta contienda. San Pablo, a renglón seguido, nos va señalando cuáles son esas armas que necesitamos para no caer derrotados en la lucha contra el diablo (ver Ef 6, 13-18). Cada una de ellas tendría que ser meditada en la presencia de Dios, rogándole, con insistencia, que nos las hiciera entender y que nos ayudara a ponerlas en práctica. Entre esas armas (todas ellas fundamentales) la más importante es la que se refiere al Espíritu: "Recibid ... la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios, mediante oraciones y súplicas, orando en todo tiempo movidos por el Espíritu" (Ef 6, 17). No debemos olvidar que se está hablando aquí del Espíritu Santo, es decir, del Espíritu de Jesús (y no de cualquier espíritu). Este Espíritu, que aunque "sopla donde quiere, y oyes su voz, no sabes ni de dónde viene ni adónde va" (Jn 3,8) puede llegar, en principio, a todos los hombres de cualquier clase y condición y en las circunstancias más impensables, pero no es eso lo ordinario.
Hay algo aquí que es sumamente importante y trascendental y es lo siguiente: Dios nos ha hablado por medio de su Hijo. Pero las palabras del Hijo, contenidas en la Escritura y en la Tradición y custodiadas e interpretadas por la Iglesia, tienen que ser luego oídas por cada hombre y escuchadas en la intimidad personal. Sin olvidar que esta escucha y esta intelección, para que sean auténticas y no aparten de la verdad, tienen que ser hechas en la Iglesia y con la Iglesia. Es aquí donde interviene el Espíritu, sin cuya labor la revelación llamada oficial nunca terminaría de hacerse efectiva en nosotros: "El Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que Yo os he dicho" (Jn 14,26) [del libro La oración, del padre Alfonso Gálvez]
Necesitamos de la palabra de Dios, revelado en Jesucristo, Palabra que sólo puede ser hecha realidad en nuestra vida mediante la acción del Espíritu Santo. Para lo cual, ciertamente, debemos responder con generosidad a las insinuaciones de amor que Dios nos dirige. Así es la palabra de Dios: "viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay ante ella criatura invisible, sino que todo está desnudo y patente a los ojos de Aquél a quien hemos de rendir cuentas" (Heb 4, 12-13).
Finalmente, es bueno traer a la memoria que "los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia. Contra estos frutos no hay ley" (Gal 5,22-23)