"Las tres religiones tenemos nuestros grupos fundamentalistas, pequeños en relación con todo el resto. Pero un grupo fundamentalista, su estructura, aunque no mate a nadie, aunque no le pegue a nadie, ... , es violenta. La estructura mental del fundamentalismo es violencia en nombre de Dios. Es violenta. O sea, el saludo que judíos, islámicos y cristianos nos damos es un saludo de aliento, un saludo de cercanía. Ustedes dicen "shalom" [el periodista que lo entrevista es judío], los árabes dicen "salaam"; nosotros decimos, a veces, paz, ¿cómo te va? Buenos días ... cosas de cercanía. El saludo del fundamentalista es ... ¡a ver dónde te puedo pegar! ... al menos ideológicamente. No es un saludo que acerque. El fundamentalismo defiende. Y ya le digo ... Los cristianos tenemos grupos fundamentalistas también".
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Ya se ha visto y se ha demostrado hasta la saciedad que no tiene ningún sentido hablar de fundamentalismo cristiano:
Un cristiano que vive su fe, conforme al sentir de la Iglesia de siempre, es aquel que -entre otras cosas- ha meditado la Biblia, en particular los Evangelios y el Nuevo Testamento; y que intenta hacerlos realidad en su vida. El sentido de su vida no es otro que el de parecerse a Jesucristo que, siendo verdadero Dios -el Único-, sin dejar de serlo, se hizo hombre, verdadero hombre, uno de nosotros, porque así lo quiso, para enseñarnos lo que es el amor verdadero, para que pudiéramos amarle como Él nos ama y pudiéramos ser sus amigos. Y así seríamos también capaces de amar a nuestros semejantes de la misma manera con la que somos amados por Dios, ayudándoles a encontrarse con Él, que es el mayor bien que se les puede hacer.
Al hacer suya nuestra naturaleza humana, Jesús la ha dignificado: Él es la causa de la dignidad humana, de la que hoy tanto se habla, sin saber exactamente de dónde proviene tal dignidad. Jesús ha hecho posible que podamos verlo a Él en los demás, pues realmente está en ellos, no sólo de modo metafórico. Recordemos lo que nos dice san Mateo acerca del Juicio Final: "Serán congregadas ante Él todas las gentes, y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey (esto es, Jesucristo): "Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me distéis de beber, (...). Entonces los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber?" (...). Y el Rey les dirá: "En verdad os digo: cuanto hicisteis a uno de éstos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis". (Mt 25, 32-40).
Un amor en el que, hay que decirlo, es Dios quien tiene siempre la iniciativa. Al fin y al cabo, "Dios es Amor" (1 Jn 4, 8) y "nosotros amamos porque Él nos amó primero" (1 Jn 4,19) "En esto está el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4,10). Y continúa San Juan: "Si Dios así nos amó, también nosotros debemos amarnos unos a otros" (1 Jn 4, 11). Y esto hasta el punto de que "si alguno dice: 'amo a Dios' y aborrece a su hermano, es un embustero" (1 Jn 4, 20).
Ahora bien: es preciso recordar que el amor procede de Dios y en Él tiene su raíz y su origen: "En esto conocemos que amamos a los nacidos de Dios; si amamos a Dios y practicamos sus mandamientos. Pues éste es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos" (1 Jn 5, 2- 3a) "Y sus mandamientos no son pesados" (1 Jn 5, 3b). De modo que si no guardamos los mandamientos de Dios, no tendríamos en nosotros el amor de Dios y el amor que dijéramos tener a los demás sería un falso amor: no sería el amor tal y como Dios lo entiende, no sería el verdadero amor
El amor no es sólo vertical (entre Dios y cada uno de nosotros) pero tampoco es sólo horizontal (entre nosotros, olvidándonos de Dios), sino que es circular o envolvente, por decirlo de alguna manera. Tenemos un solo corazón; y con el mismo amor con que amamos a Dios amamos también a los hombres. El que dice amar a los hombres pero no ama a Dios, revelado en Jesucristo, cumpliendo sus mandamientos, es igualmente un embustero, porque vive centrado en sí mismo; amar a los demás sólo por ellos (sin estar, de algún modo, el amor de Dios por medio) no puede llamarse propiamente amor, pues en el fondo lo que se busca no es tanto el verdadero bien de los demás cuanto el utilizarlos para el propio interés o provecho.
[Puede ocurrir que ni siquiera el propio interesado se percate de esta realidad ... y es que ha llegado a una situación en la que actúa así de modo automático y prácticamente inconsciente ... lo cual redunda en una mayor eficiencia para engañar a los demás acerca del amor que dice tenerles, ya que él mismo vive en un autoengaño que forma parte, en cierto modo, de su personalidad, pues acaba realmente creyéndoselo]
De modo que no podemos decir que amamos a Dios si aborrecemos a los hombres [aunque aborreciéramos tan solo a un único hombre]; seríamos unos embusteros y unos hipócritas ... pero es igualmente imposible amar, de verdad, a los hombres, si rechazamos a Dios [siempre que la idea que tengamos de Dios sea la correcta, claro está; pues puede ocurrir que no haya un rechazo del Dios auténtico, a quien no se conoce, sino un rechazo -justificado- de la falsa idea sobre Dios que hay en la mente de quien así procede]. Esto es fácil de entender pues si el amor procede de Dios, manifestado en Jesucristo (como así es) y Dios mismo es Amor ... entonces todo alejamiento de Dios es un alejamiento del amor y, en definitiva, un alejamiento de la felicidad y de la alegría.
Otro punto importante, a tener en cuenta, es que si está en nosotros el Amor de Dios [es decir, el Espíritu Santo, que es Espíritu del Padre y Espíritu del Hijo] entonces podemos llamarnos, con propiedad y verdaderamente, hijos de Dios. "Ved qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, y que lo seamos" (1 Jn 3,1a). Esto es pura gracia, naturalmente, sin que haya merecimiento alguno de nuestra parte; y es algo que Dios da a quien quiere y si quiere: nadie puede reclamarlo de Dios como un derecho, pues no es algo que se nos deba en razón de nuestra naturaleza humana, sino que está por encima de ella: no es algo natural sino sobrenatural y completamente gratuito. Conviene recordar lo que decía Santo Tomás, a este respecto: "Lo sobrenatural supone lo natural; y no sólo no lo anula sino que lo perfecciona y lo lleva a plenitud".
En la historia de nuestra vida, comenzamos a ser cristianos cuando recibimos el sacramento del bautismo y fuimos así elevados, por pura gracia, a la categoría de hijos de Dios, verdaderos hijos, hechos partícipes, a través de Jesucristo, de la naturaleza divina, por obra del Espíritu Santo; y pasamos a formar parte de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, como uno más de sus miembros. Y es de aquí, precisamente, de donde proviene la dignidad de un cristiano, pues aunque sea por pura gracia y sea de modo participado, es realmente hijo de Dios. [Somos hijos en el Hijo, pero verdaderamente hijos]
Son muchas las dificultades y los problemas con los que tiene que enfrentarse un cristiano, pero dado que "el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5, 5), y dado que ese "Espíritu ayuda nuestra debilidad; pues no sabiendo pedir lo que conviene, el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rom 8, 26), aunque sabemos que por nosotros mismos, nada podemos: "Sin Mí nada podéis hacer" (Jn 15, 5), también sabemos que "¡todo es posible para el que cree!" (Mc 9, 23b). "Todo lo puedo en Aquél que me conforta" (Fil 4, 13) -decía san Pablo.
(Continuará)