Es imposible de concebir que Dios nos haya amado del modo en que lo hizo; le pertenecemos: "Habéis muerto y vuestra vida está escondida, con Cristo, en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con Él" (Col 3, 3-4). Una vez que, por la gracia de Dios, llegamos a descubrir esta realidad, ninguna otra cosa nos puede ya importar más que su Amor y el cumplimiento de su Voluntad. De modo que tenemos que hablar, sin miedo, aunque ello nos cueste la vida, no buscando nunca nuestro propio interés sino el de Jesucristo, y así el Padre será glorificado en el Hijo.
Ciertamente estamos ante un misterio y una realidad sobrenatural: Dios ha querido ser nuestro amigo, además de ser nuestro Señor ... Se trata de un misterio de Amor éste en el que estamos embarcados en el seno de la Iglesia; concedido por pura gracia, sin merecimiento alguno por nuestra parte. No nos podemos, pues, vanagloriar de nada, sino dar gracias a Dios por todo, en Jesucristo. Maravillosa y misteriosa realidad es ésta de que Dios nos ame como lo ha hecho y como, además, sigue haciéndolo.
Ante este amor tan grande nuestra actitud no puede ser otra que la gratitud y una disposición total a lo que Él quiera de nosotros, que siempre será lo mejor, sin ninguna duda. No nos debe extrañar, por lo tanto, la exclamación que hace San Pablo y, sobre todo, la seguridad con la que la hace, cuando escribe a los cristianos de Roma: "¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación o la angustia, la persecución o el hambre, la desnudez, el peligro o la espada?" (Rom 8,35), añadiendo, un poco más adelante: "Estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la profundidad, ni criatura alguna podrá separarnos del Amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro".(Rom 8, 38-39).
El Cristianismo se basa en los misterios. Si le quitamos los misterios al cristianismo y nos quedamos sólo con aquello que entendemos, si hacemos eso, entonces, aunque nos sigamos llamando cristianos, hemos dejado de serlo. Queremos una religión sin misterios, fabricada por nosotros mismos, una religión sin Dios, en definitiva, en donde lo comprendamos todo. No admitimos que hayan realidades que nos sobrepasen. Queremos eliminar todo lo sobrenatural del Cristianismo. Esto es un grave error, pues incurre en la mentira y niega la realidad de los hechos históricos, particularmente la divinidad de Jesucristo y todo lo que de ahí deriva. Deberíamos caer en la cuenta de aquello que dijo Santo Tomás y que sigue siendo cierto, y es que "lo sobrenatural no anula lo natural sino que lo supone y lo perfecciona"
El más grave problema, a mi entender, por el que atraviesa hoy la Iglesia es la influencia nefasta de la herejía modernista, en su propio seno, influencia que se ha dejado sentir, sobre todo, a partir del Concilio Vaticano II. Según el papa San Pío X -así lo dice en su encíclica Pascendi - esta herejía es la suma de todas las herejías. Por eso, es preciso abrir bien los ojos y estar vigilantes para saber distinguir entre los auténticos pastores y aquellos que son lobos con piel de oveja. La regla que nos da San Pablo, a este respecto, ya la conocemos: "Aunque nosotros mismos -dice- o un ángel del Cielo os anunciásemos un evangelio diferente del que os hemos predicado, ¡sea maldito!" (Gal 1, 8).
La predicación de San Pablo, era una réplica de lo que predicaba Jesús: "Los judíos piden milagros y los griegos buscan sabiduría; nosotros, en cambio, predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Cor 1, 22-24).
La regla para diferenciar, sin posibilidad de error, entre la fe verdadera y sus sucedáneos, es siempre la Cruz, el escándalo y la locura de la Cruz: "Entrad por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y estrecha la senda que lleva a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran! " (Mt 7, 13-14). Un cristianismo sin Cruz no es tal. Si nos quitaran el misterio de la Cruz nos estarían quitando a Jesucristo, Aquél que es nuestra Vida, nos lo estarían quitando todo y la vida dejaría de tener sentido ... Una vida sin amor, ¿qué vida es ésa? La Cruz es, en el fondo (se quiera confesar o no) el gran Misterio que no acabamos de entender y que, por lo tanto, queremos suprimir. ¡Es urgente que lo veamos, que caigamos en la cuenta de que esto es así ...! : la lucha contra la Cruz es la lucha contra el Amor y es la lucha contra Jesucristo. Es la lucha contra Dios y su Iglesia. No debemos olvidarlo.
Y es que no acabamos de darnos cuenta de la gravedad del pecado, del significado profundo del pecado como "misterio de iniquidad" (2 Tes 2, 7); hasta tal punto llega la gravedad del pecado que hizo "necesario", para librarnos de él y darnos la posibilidad de salvarnos, la manifestación de otro Misterio que arrasa con todo y que lo puede todo, cual es el misterio del Amor de Dios, amor que le llevó hasta el extremo de hacerse hombre, como uno de nosotros, en la Persona de su Hijo, posibilitando así nuestra salvación. (Salvación objetiva)
Sólo el Amor de Dios fue capaz de vencer el pecado y de anularlo: destruirlo. Pero para que esta destrucción del pecado se haga efectiva en cada uno de nosotros es preciso que, arrepentidos de todos nuestros pecados y haciendo uso del sacramento de la confesión, nos unamos a Jesucristo, pues en Él somos uno. Entonces -y sólo entonces- nuestro sacrificio, unido al Suyo, será agradable a los ojos del Padre. Y nuestra salvación será efectiva (Salvación subjetiva).
Dios ha dejado en nuestras manos nuestra propia salvación. Su gracia la tenemos asegurada, en el sentido de que nunca se la va a negar a todo Aquél que, arrepentido de corazón, se la pida, pues "Dios es rico en misericordia" (Ef 2, 4). De nosotros depende si queremos o no salvarnos. Si nos humillamos ante Él y reconocemos nuestros pecados como tales pecados y verdaderas ofensas a Dios; si lamentamos haberlos cometido, por la injusticia y la falta de amor que suponen para con Él. Y si, finalmente, nos confesamos de ellos ante un sacerdote, que actúa "in persona Christi", que no nos quepa la menor duda de que tales pecados quedarán completamente destruidos y eliminados, como si nunca hubiesen sido cometidos. Tal es el Amor que Dios nos tiene.
Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios (1 Cor 2, 12), el Espíritu de su Hijo, que Dios envió a nuestros corazones (Gal 4,6). Y por eso predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,23-24). De modo que si alguien os anuncia un evangelio distinto del que recibisteis, ¡sea anatema! (Gal 1,9).
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