El pecado es un "misterio de iniquidad" (2 Tes 2, 7), que se opone al Amor de Dios, y como tal debe ser castigado. Las palabras de San Pablo que vienen a continuación son muy fuertes, y difíciles de entender, pero son verdad, pues son palabras de las Sagradas Escrituras cuyo autor principal es el Espíritu Santo. Dice así: "A Aquél que no conoció pecado [esto es, a Jesucristo], le hizo pecado [también se puede decir, sin faltar a la verdad, que el Hijo se hizo pecado, pues en Dios, que es Uno, hay una sola Voluntad] por nosotros, para que [nosotros] nos hiciéramos justicia de Dios en Él" (2 Cor 5, 21).
Dios Padre descargó su Justicia contra su Hijo, que era el Justo entre los justos, Aquél que no conocía pecado y a quien nadie podía acusarle de pecado (Jn 8, 46) ... porque "le hizo pecado". Jesús tomó sobre sí -e hizo suyos, realmente suyos- todos los pecados de todos los hombres de todos los tiempos y lugares, desde Adán y Eva hasta el final de los tiempos: "se hizo pecado por nosotros". Dios castigó el pecado en su propio Hijo, quien hizo así posible que "nos hiciéramos justicia de Dios en Él". Dio su Vida por nosotros: hizo suyos, realmente suyos, nuestros pecados; apareció como realmente pecador -sin serlo- ante su propio Padre; y padeció en Sí mismo el castigo que merecían nuestros pecados, como si Él los hubiera cometido. Hasta ese extremo nos amó Dios. No cabe amor mayor que éste.
La muerte de Jesús en la cruz fue la máxima expresión posible de su amor por nosotros: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13) [un amor ciertamente incomprensible e inmerecido]; y lo hizo para que nosotros pudiéramos tener vida en Él, ya que sólo "Él es la Vida" (Jn 14, 6). "Yo he venido -dice Jesús, refiriéndose a las ovejas que lo siguen- para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10).
"En resumen -dice san Pablo- igual que por el pecado de uno solo vino la condenación sobre todos los hombres, así también por la justicia de uno solo viene sobre todos la justificación que da la vida" (Rom 5, 18).
Es fundamental, por lo tanto, que los pecados sean reconocidos y confesados como tales pecados, y no negarlos: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1 Jn 1, 8). Es de justicia reconocer la verdad. En el episodio de la mujer adúltera se ponen de manifiesto la justicia y la misericordia del Señor. Cuando los escribas y fariseos llevaron a esta mujer ante Jesús y le preguntaron, para tentarle, si debía de ser lapidada o no, Jesús les respondió: "Aquel de vosotros que esté sin pecado que le arroje la piedra el primero" (Jn 8, 7). Entonces se fueron yendo todos, comenzando por los más ancianos, y se quedó solo con la mujer, que estaba delante: "Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?" Ella contesto: "Ninguno, Señor". Jesús le dijo: Tampoco Yo te condeno.[Misericordia y perdón] Vete y no peques más [Verdad y justicia] " (Jn 8, 10-11)
¿Acaso no ha practicado la Iglesia la comprensión y la misericordia hacia los pecadores, que lo somos todos, durante veinte siglos? ¡Por supuesto que lo ha hecho! ... pero nunca los ha engañado ni les ha ocultado la verdad: era necesario que se arrepintieran de sus pecados para poder alcanzar el perdón; era necesario que reconocieran la verdad y que al pecado le llamaran pecado; y una vez confesado el pecado y arrepentidos por haberlo cometido, entonces -y sólo entonces- actuaba la misericordia y el perdón por parte de Dios. Al unirse a Jesucristo y recobrar la gracia, el pecado desaparecía, como si nunca se hubiera cometido, porque en Jesucristo, mediante su muerte en la Cruz por Amor, la justicia de Dios fue satisfecha, de una vez por todas y para siempre. La Cruz fue el triunfo del Bien sobre el Mal. Allí se manifestó el Amor de Dios, allí Dios se reconcilió con el hombre, en Jesucristo.
"¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?. El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley. Pero gracias a Dios, que nos ha dado la victoria por nuestro Señor Jesucristo" (1 cor 15, 55-57)
Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios (1 Cor 2, 12), el Espíritu de su Hijo, que Dios envió a nuestros corazones (Gal 4,6). Y por eso predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,23-24). De modo que si alguien os anuncia un evangelio distinto del que recibisteis, ¡sea anatema! (Gal 1,9).
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