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viernes, 22 de agosto de 2014

Misericordia y Verdad


"Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados. No condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados" (Lc 6, 36-37) "...Con la medida que midáis seréis medidos vosotros" (Lc 6, 38). Una misericordia que se extiende a todos, incluso a los enemigos: "Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos y pecadores" (Mt 5, 44-45).

Todo esto son palabras de Jesucristo, que no son cuestionables, pues son palabra de Dios. Escribo estas citas porque pienso que debe quedar muy claro que existe una enorme diferencia entre "juzgar" sobre determinados hechos y realidades y "juzgar" acerca de una persona concreta. Aunque se utilice la misma palabra, se trata de ideas diferentes. 


[Lo propio sería que a dos conceptos distintos les correspondieran dos palabras distintas, pero no es ése el caso en nuestro idioma. El contexto es el que nos dará el sentido en el que estamos usando esa palabra de juzgar].

Nadie puede "juzgar" a una persona (ya hemos oído lo que dice Jesús) pero sí se puede -y se debe- "juzgar" acerca de los hechos, para poder discernir lo que está bien de lo que está mal. Así es como actuaba Jesús. Por ejemplo, a los judíos que iban a lapidar a una mujer por haber cometido adulterio, les dijo: "Aquel que de vosotros esté sin pecado que le arroje la piedra el primero" (Jn 8,7). "Al oír estas palabras se fueron marchando uno tras otro, comenzando por los más ancianos, y se quedó solo con la mujer, que estaba delante (...). Jesús le dijo: "Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te condenó?" Ella contestó: "Ninguno, Señor". Jesús le dijo: "Tampoco Yo te condeno. Vete y no peques más" (Jn 8, 9-11). 



Jamás nadie en el mundo ha pronunciado (ni jamás podrá pronunciar) estas palabras que dijo Jesús a los fariseos: "¿Quién de vosotros puede acusarme de pecado?" (Jn 9,46). Y se callaron, porque sabían que decía verdad. Y es que Él es el Justo entre los justos y el Santo entre los santos: Él es Dios. Y, sin embargo, siendo Dios, como lo era, por puro Amor a nosotros, se hizo "semejante a los hombres; y, en su condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Fil 2,7-8), y "fue probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado" (Heb 4,15).


Jesús llama a las cosas por su nombre: "Yo soy la verdad" (Jn 14,6). "Todo el que es de la verdad escucha mi voz" (Jn 18, 37). "Si os digo la verdad, ¿por qué no me creéis?" (Jn 9,46b). En este caso, la verdad era que la mujer había pecado cometiendo adulterio; y Jesús, en quien no cabe la mentira, no excusa su pecado, sino que le dice: "no peques más" (Jn 8,11). 


El pecado nunca es justificable. Claro que Jesús va mucho más allá: Él ve el corazón de esta mujer; y conoce que está arrepentida (no necesita de sus palabras para saberlo). Jesús ama al pecador y no desea otra cosa que perdonarle. Pero odia el pecado, porque conoce la inmensa gravedad del pecado; sabe que es un "misterio de iniquidad" (2 Tes 2,7) y una tremenda ofensa a Dios; es algo cuya perversidad somos incapaces de imaginar. 


El pecado es la única causa de todos los males que hay en el mundo: hace mucho daño a las personas. Démosle importancia y mucha. No olvidemos que fue el pecado de Adán la causa de la venida de Dios al mundo en la Persona de su Hijo, para redimirnos y hacer posible nuestra entrada en el cielo, de modo que pudiéramos estar junto a Él. Hasta ese extremo llegó el amor que Dios nos tenía y nos tiene: un amor que sólo espera de nosotros -de cada uno- ser correspondido de la misma manera. 

Ya conocemos la expresión "amor con amor se paga". Dios desea nuestro amor y por eso nos ha creado libres; sin libertad no puede haber amor. Y así, aunque salir del pecado sea, sin duda, lo mejor para nosotros, Dios no nos podrá perdonar si no ponemos de nuestra parte. No es que Él no pueda hacerlo (en principio claro que podría, puesto que Dios todo lo puede) ... pero una vez que nos ha creado del modo en que lo ha hecho, es decir, libres ... porque así lo ha querido ...  en cierto modo se ha hecho impotente. Y así resulta que requiere de nuestra colaboración, es decir, de nuestra respuesta amorosa a su Amor como condición necesaria para nuestra salvación.


El perdón supone la vuelta a Dios, que es Amor. Y como el amor no puede imponerse, Jesús pone sólo una condición para poder perdonarnos, y es ésta: el pecador debe reconocer su pecado como tal pecado, y arrepentirse de él, con el propósito firme de no volver a pecar más, por una parte; pero, sobre todo, con la confianza completamente puesta  en Dios, manifestado en Cristo Jesús, sabiendo que no debemos preocuparnos demasiado pues, como dice San Pablo "Dios no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación os dará la fuerza para que podáis superarla" (1 cor 10, 13). 


Es una verdad de fe, fundamental para nuestra existencia conocer que "Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, aunque estábamos muertos por el pecado, nos dio vida en Cristo" (Ef 2, 4-5). Sin embargo, Él mismo se ata las manos para darnos esa Vida que, libremente, debemos desear y pedírsela, con la seguridad -eso sí- de que nos la concederá si se la pedimos con fe. Es cierto que tener la Vida de Dios en nosotros es algo que nadie puede conseguir con sus solas fuerzas, es pura gracia: "Sin Mí nada podéis hacer" (Jn 15,5). Pero es igualmente cierto que si queremos (es decir, si queremos a Jesús) entonces con Él lo podemos todo: "Todo lo puedo en Aquél que me conforta" (Fil 4,13). 


[Podríamos decir que, con relación a nuestra salvación todo depende de Dios, pues todo es Gracia, pero también todo depende de nosotros, pues hemos sido creados libres para aceptar o rechazar esa Gracia que se nos ofrece y que no se nos puede imponer]


En fin, como digo, hasta tal punto esto es así que Dios no nos podría perdonar si nosotros no quisiéramos ser perdonados. Éstas son sus palabras: "Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada (...) ni en este mundo ni en el venidero" (Mt 12, 31-32). 


¿Qué significa esto? Pues ya lo hemos visto: Dios nos ha creado libres para que, haciendo uso de nuestra libertad, lo amemos con amor verdadero. El amor verdadero requiere de un yo y un tú que mutuamente "se dicen" su amor. Puesto que son notas esenciales del amor la libertad y la reciprocidad amorosa entre los que se aman, faltando alguna de ellas, tal amor no podría darse. 


La conclusión salta a la vista: El Espíritu Santo es Amor. Un pecado contra el Espíritu es un pecado contra el Amor, es el rechazo del Amor. El que peca contra el Espíritu Santo y peca, por lo tanto, contra el Amor, es aquél que no quiere saber absolutamente nada  del Amor que Dios le tiene. 


Dios insiste una y otra vez, continuamente, a cada instante, porque nada desea más que recuperar el amor de esta "oveja perdida", a la que dice: "Dame a ver tu rostro, hazme oír tu voz, que tu voz es suave y es amable tu rostro" (Cant 2,14b). Tenemos infinidad de oportunidades para volvernos a Él: cada día es una nueva oportunidad de volver a empezar. 


Nunca es demasiado tarde, mientras vivamos. Pero es preciso ser generosos y responder lo más pronto posible y sin condiciones. De lo contrario nuestro corazón se puede ir endureciendo con el paso del tiempo. Y aunque en teoría es posible la conversión, cada vez se hace más difícil ... y, en verdad, casi imposible, excepto si ocurre algún milagro de por medio, como sucedió en el caso de San Pablo... pero eso no es lo normal. 


De modo que es preciso hacer silencio en nuestro interior, para poder escucharle y darle una respuesta. Él está a la puerta de nuestro corazón, llamándonos de modo insistente y continuo: "He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y abre la puerta Yo entraré a él y cenaré con él y él cenará conmigo" (Ap 3,20)