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Quien es fiel en lo poco,
también es fiel en lo mucho; y quien es deshonesto en lo poco, también es
deshonesto en lo mucho. Estas palabras son de
Jesucristo, y están contenidas en el Evangelio de San Lucas, 16:10.
Los principios morales no pueden
ser cambiados por el hombre ni
en lo más mínimo. Cuando se empieza haciéndolo así --en lo pequeño--, se
termina haciéndolo en lo esencial o en el conjunto de ellos. Y entonces llega
la catástrofe.
La razón de que sea así es
porque están fundados y fijados por Dios en la misma naturaleza humana (su
Creador), la cual, a su vez, se fundamenta en la Ley Natural, que no es sino
una derivación de la Ley Eterna (divina) puesta en el hombre.
Y el hombre no puede enmendar la
plana a Dios, desplazándolo del primer plano para erigirse él mismo en su
propio Creador y Legislador. Al menos así lo había creído la Humanidad desde su
principio hasta ahora.
Hasta que llegó el Cardenal
Kasper, con su grupo de secuaces (arriba, colaterales y servidores) y dispuso que las cosas no iban a ser así.
Ahora --Kasper dixit-- ya no
existe la naturaleza humana ni, por lo tanto, la Ley Natural. La misma
Cristiandad, a lo largo de más de veinte siglos, ha estado viviendo en Babia,
que es lo mismo que decir absolutamente equivocada.
Y la horrible oscuridad duró hasta finales del siglo XVIII,
cuando aparecieron por fin los filósofos idealistas alemanes (Schelling,
Hegel), en el día de hoy secundados por sus epígonos modernistas (que
actualmente han sustituido al Espíritu Santo en el gobierno de la Iglesia),
para decir a la Humanidad que tales conceptos son un invento puramente humano,
hoy demostrado falso por la ciencia (freudismo, darwinismo, evolucionismo,
etc.). Por fin ha sabido la humanidad que es el hombre quien se hace a sí mismo.
¿Qué clase de demostraciones
existen que puedan asegurar como que son ciertas afirmaciones de tanta
importancia, las cuales suponen un cambio en la concepción del hombre? En
realidad ninguna que sea seria.
¿Entonces...? Lo que ustedes
quieran, pero es que así lo dicen Schelling, Hegel y demás idealistas. Seguidos
por toda la cohorte de discípulos que, pasando por toda la constelación de pensadores de la Ilustración, desembocaron en
Engels, Marx, y ahora, por fin, en el Modernismo. Y punto. Y a ver quién se
atreve a pasar por retrógrado y opositor al Progreso, a la Ciencia Moderna, y a
los únicos Pensadores y Salvadores de la Humanidad que hasta ahora había tenido el
mundo.
Claro que todo esto tiene sus
antecedentes, aunque la brevedad nos exige limitarnos aquí a unos pocos
ejemplos, los más próximos a nosotros en el tiempo.
Cuando se comienza cediendo un algo en los principios morales (porque así
lo exigen las nuevas necesidades, por adaptarse al mundo y no parecer
obsoletos, por la presión del ambiente..., y en realidad por cobardía), se
desemboca en catástrofe. Se empieza jugando con fuego y se acaba incendiando el
edificio.
El Papa Pablo VI, que cedió en tantas cosas (recuérdese lo
sucedido con la reforma litúrgica de la Misa: se empezó facilitando una mayor
participación del pueblo y se terminó en los shows circenses), consintió en considerar tema de estudio la licitud del uso de la píldora
anticonceptiva. Cuando al cabo de unos cuantos años apareció la Encíclica Humanae Vitae, diciendo que era
contraria a la Ley Natural, ya casi todos los matrimonios católicos --y los no
matrimonios-- la estaban usando. Y ahora, que vaya alguien a ponerle puertas al
campo. En la actualidad, la inmensa mayoría de los confesores católicos aconsejan o
justifican su uso (olvidando sin duda que existe una Justicia Divina y una
condenación eterna).
Dios dispuso que el fin
principal del matrimonio era el de la procreación y la educación de los hijos.
Y así fue creído en todo momento por toda la Humanidad, además de ser lo
predicado y sostenido siempre por la Iglesia. El número de hijos era dejado a
la libre determinación de la Providencia Divina (la que cuida de los lirios del
campo, de los pajaritos del cielo, etc.), los matrimonios numerosos eran
frecuentes y felices, los hijos se educaban en un ambiente cristiano en el que
el sacrificio primaba como una virtud principal. Las dificultades y problemas,
que siempre existían, eran sobrellevados por los esposos como una participación
en la Cruz de Jesucristo, y todo al fin funcionaba.
Hasta que llegó Juan Pablo II y
descubrió que aquello iba mal y que había que arreglarlo.
Dios fue desplazado como
Providente y sustituido por el mismo hombre. Ahora serían los padres quienes
decidirían el número de hijos que habrían de tener, según su criterio propio y responsable. El fin principal
del matrimonio quedaba relegado a un segundo lugar o, por lo menos, a nivel de
igualdad (en realidad, arrinconado y finalmente olvidado).
¿Con qué autoridad y bajo qué
criterios se introducía un cambio tan radical? La respuesta es sencilla: el
Papa Juan Pablo II dixit. El hombre llevaría a cabo el ejercicio de la
paternidad de un modo responsable (hasta ahora se había creído que
cualesquiera acciones realizadas por el hombre habían de ser hechas de un modo
responsable).
La discutida (por decir lo
menos) teología del cuerpode
Juan Pablo II desembocó en la Planificación Familiar y en el uso de la unión
conyugal solamente en los días no fértiles (había que guardar los preceptos de
la Ley Divina).
Pero la naturaleza humana, pese
a lo que digan Kasper and Cia., tiene sus leyes inmutables que jamás perdonan.
El fracaso ineludible de los métodos naturales dieron lugar a los métodos artificiales.
Y el lógico y consiguiente
fracaso e insuficiencia de los métodos artificiales dieron lugar al aborto.
Una vez más, las leyes
inflexibles de la Naturaleza (entre las que entra el comportamiento de la raza
humana) dejaban por mentirosos a Kasper (con su cohorte de instigadores y
seguidores).
Y para abreviar. Durante siglos,
la Iglesia defendió rotundamente la inviolabilidad e indisolubilidad del
vínculo matrimonial. Pese a toda clase de presiones exteriores, jamás admitió
el divorcio. Y así fue hasta el Concilio Vaticano II. En Roma existía un
Tribunal de la Rota para los casos excepcionales y que, si por algo se distinguía, era
por sus extraordinarias seriedad y rigidez.
Desgraciadamente llegó el aggiornamento y la apertura al mundo. No se podía continuar
así pero tampoco se podía admitir el divorcio. Pero el hombre siempre ha
encontrado el recurso de los trucos y la manera de sacar un conejito de la
chistera. Fue cuando llegó la nulidad
del vínculo. Que no era divorcio, sino disolución del matrimonio (que no es
lo mismo, aunque a alguien pueda parecerle lo contrario). Al principio
concedida con cuentagotas, de manera difícil y exigiendo fuertes pagos (por lo
general se reservaba a gente importante). Luego se fue abriendo la mano y al
fin, para resumir: en la actualidad cualquier matrimonio puede ir a la
parroquia de la esquina (ya no hace falta ni recurrir al Obispado) para
conseguir un certificado de nulidad.
Y ya pueden contraer segundas y legítimas nupcias. O terceras. O las que
quieran.
Nadie hubiera creído hace
sesenta años que la Iglesia pudiera llegar a tal grado de cobardía y de bajeza.
Y siguiendo las leyes de la
Lógica, que son también las de la Naturaleza Humana (tal como hemos dicho),
¿quién podrá extrañarse que ahora se quieran legitimar las uniones adúlteras,
las de homosexuales y hasta lo que venga después...? E incluso atreverse a
profanar la Sagrada Eucaristía, bajo el pretexto blasfemo de misericordia,
y administrarles el Cuerpo del Señor. San Pablo puede decir lo que quiera,
acerca de que quien come o bebe el Cuerpo y la Sangre del Señor se come y se
traga su propia condenación (1 Cor 11). Pero, ¿quién va a parar ahora mientes
en San Pablo?
Ahora a esperar la poligamia.
Según tribus africanas, y otras menos africanas y más civilizadas, si es que se
pueden tener varias mujeres en tiempo sucesivo, ¿por qué no se van a poder
tener a la vez?
¿Y acaso duda alguien de que
esto también llegará y será legitimado?
Cuando alguien deja correr en su casa una vía de agua y no la arregla, ya puede
esperar con seguridad una inundación. Y que vaya pensando en llamar a todo un
equipo de fontaneros.
Padre Alfonso Gálvez