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martes, 14 de octubre de 2014

Misericordia y Salvación (2)

De donde se deduce que, aunque Dios, como ser infinito y todopoderoso, no tiene, en cuanto tal, necesidad de nosotros, sin embargo, ha querido tenerla. Y desde ese momento tal necesidad es real. Dios nos necesita, necesita de nuestra colaboración para realizar su obra y necesita de nuestra respuesta amorosa como condición necesaria para hacer posible nuestra salvación. Cierto, como hemos dicho, que es Dios quien nos salva, pero no menos cierto que tal salvación no será posible si no ponemos de nuestra parte. Porque no podemos quedarnos cruzados de brazos. Dios no lo hizo. Su Amor por nosotros le llevó a hacerse hombre en Jesucristo y a dar su Vida para hacer posible el que pudiéramos salvarnos. Y, sobre todo, el que pudiéramos amarle, porque "Amor con amor se paga".

En el Apocalipsis, que es Revelación de Jesucristo, entre las palabras que pone san Juan en su boca están las siguientes:  "Yo soy el que escudriña los corazones y las entrañas y os daré a cada uno según vuestras obras" (Ap 2, 23). Y en otro lugar de la Biblia se lee que "lo que el hombre siembre, eso mismo cosechará" (Gal 6, 7b)


Así, pues, Él nunca salvará a nadie que no quiera ser salvado. El que rechaza a Dios y quiere ocupar el puesto de Dios, dejándose llevar de la soberbia -que es el peor de los pecados- si se mantiene durante toda su vida en esa actitud y no se arrepiente, Dios, aunque quiera y aun siendo Omnipotente, por respeto a su libertad, no podrá salvarlo. 

La razón es relativamente fácil de entender ... y es que, habiéndonos creado libres, nos ha creado realmente libres (la libertad que Dios nos ha dado no es una palabra vacía de contenido, sino una realidad). El porqué lo ha hecho así es un misterio y, como tal, incomprensible para nuestra mente. Pero el hecho de que no lo acabemos de comprender no significa que sea falso. Más bien es lo contrario. Si yo fuese capaz de comprender a Dios, que es infinito, estaría, de alguna manera, limitando a Dios: Dios dejaría de ser infinito; estaría limitado por mí, por mi mente. O lo que es igual, Dios no sería Dios. El hecho de que no acabemos de comprender, de un modo completo, el Mensaje de Jesucristo es, precisamente, una de las señales más claras de su veracidad ... 

En Jesucristo se encuentra el culmen de la Revelación de Dios a los hombres: una sola Palabra dijo Dios y esta Palabra es su propio Hijo Unigénito, que se hizo hombre: Jesucristo. "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10, 30). "Felipe, el que me ve a Mí, ve al Padre" (Jn 14, 9) -dice en otra ocasión y añade: "Creedme que Yo estoy en el Padre y el Padre en Mí; y si no, creed por las obras mismas" (Jn 14, 11). ¿Cuáles son estas obras? En realidad, de verdad, toda la vida de Jesucristo. Cuando los judíos le preguntaron a Jesús acerca de las obras de Dios, les respondió: "Ésta es la obra de Dios: que creáis en Aquél a quien Él ha enviado" (Jn 6,29).


Si la Vida y las obras de Jesús no avalaran sus Palabras, entonces todo aquello en lo que creemos los cristianos no dejaría de ser sino una falsedad. Esta Vida y estas obras de Jesús se encuentran en los Evangelios, cuya historicidad es indiscutible, a menos que se tenga mala voluntad. Cuando Juan el Bautista se encontraba encerrado  en la fortaleza de Maqueronte, antes de ser decapitado por Herodes, envió a dos de sus discípulos a Jesús para preguntarle: "¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?" (Lc 7, 20). [Tal era la oscuridad en la que se encontraba Juan que, incluso a él, que era su precursor, le asaltaron las dudas. Esto hace aún más atractiva la figura de Juan el Bautista, pues estaba sometido a tentaciones, como todos los seres humanos]. "Y Jesús, en aquel momento curó a muchos de sus enfermedades y dolencias y malos espíritus y dio vista a muchos ciegos" (Lc 7, 21) . Y les respondió:  "Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados" (Lc 7, 22). Y añade: "Bienaventurado quien no se escandalice de Mí" (Lc 7, 23). 


En la primera carta de San Juan se puede leer: "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplaron y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de Vida [se está refiriendo a Jesucristo] (...) lo que hemos visto y oído os lo anunciamos también a vosotros" (1 Jn 1, 1-3).  Pero los hombres somos muy tozudos para creer lo que no comprendemos. Y esto no es de ahora




Fijémonos en el pasaje evangélico de San Juan que hace referencia a Jesucristo resucitado: "Tomás, uno de los Doce, el apodado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Le dijeron los otros discípulos: '¡Hemos visto al Señor!'. Pero él les respondió: 'Si no veo en sus manos la señal de sus clavos, y no meto mi dedo en el lugar de los clavos, y no meto mi mano en su costado, no creeré" (Jn 20, 24-25). Posiblemente nosotros hubiéramos reaccionado de la misma manera ante un hecho tan extraordinario como éste. Ocho días más tarde se apareció Jesús, de nuevo, a sus discípulos, y Tomás estaba con ellos. Y le dijo: "Trae aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel" (Jn 20, 27).  Y sólo entonces creyó: "Respondió Tomás: '¡Señor mío y Dios mío!. Y Jesús le dice: 'Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que sin ver creyeron" (Jn 20, 28-29)


(Continuará)