No deja de ser significativo que el Señor hablara -ya en su tiempo- de "esta generación adúltera y pecadora" (Mc 8, 38). Y lo hace, precisamente, cuando está refiriéndose a la obligación de los cristianos de no avergonzarnos de Jesucristo y de sus palabras si no queremos que Él también se avergüence de nosotros al final de los tiempos.
Llamar a las cosas por su nombre es esencial para todo cristiano que pretenda ser y comportarse como tal. Y hay un punto concreto -entre tantos otros- que pretende hacerse pasar hoy por pastoral, pero que, en realidad, trastoca el dogma de la Iglesia y la doctrina de Jesucristo. Es el que se refiere a la indisolubilidad del matrimonio, que se encuentra muy bien expresado en el Evangelio de san Marcos, haciendo referencia al Génesis: "Al principio de la creación Dios los hizo varón y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán dos en una sola carne; de modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido no lo separe el hombre" (Mc 10, 6-9). Y como de nuevo en casa los discípulos le preguntaron sobre esto, les dijo: "Cualquiera que repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, adultera" (Mc 10, 12).
Como vemos, el Señor no se anda con paños calientes cuando habla. Y no creo que nadie pretenda practicar la pastoral mejor de lo que lo hacía Jesucristo. La pastoral se refiere al modo de hacer llegar la doctrina de un modo más asequible a aquellos que nos escuchan, pero de ninguna de las maneras a cambiar la doctrina que se ha recibido.
Saco a relucir este tema de la indisolubilidad del matrimonio porque Jesucristo lo elevó a la categoría de sacramento. Luego no es un tema baladí éste de la unión que tiene lugar cuando se casan un hombre y una mujer. San Pablo compara esta unión entre los esposos a la que existe entre Cristo y la Iglesia. Y dice: "Los maridos deben amar a sus esposas como a su propio cuerpo. Quien ama a su esposa, a sí mismo se ama, pues nadie aborrece nunca su propia carne, sino que la alimenta y la cuida, como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su Cuerpo". (Ef 5, 28-30). Y, cita de nuevo el Génesis (Gen 2, 24), que es el libro más antiguo de la Biblia, al igual que lo hizo Jesús: "Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne" (Ef 5, 31) ... Y añade a continuación (y esto es muy importante): "Gran misterio es éste, pero yo lo digo referido a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5, 32).
Misterio, pues, también, éste de la unión que existe entre los esposos, equiparada a la que existe entre Cristo y la Iglesia. "Sois cuerpo de Cristo y miembros cada uno por su parte" (1 Cor 12, 27). "Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; si un miembro es honrado, todos los demás comparten su gozo" (1 Cor 12, 26). En este cuerpo misterioso de Cristo, o Cuerpo Místico, que es la Iglesia, "Cristo es la cabeza de la Iglesia" ( Ef 5, 23) "y nosotros somos miembros de su cuerpo" (Ef 5, 30).
Marido y mujer ya no son dos, sino "una sola carne" (Gen 2,24). Y la unión entre ellos es del mismo rango que la que se da entre Cristo y su Iglesia; unión a la que san Pablo se refiere como "gran misterio" (Ef 5, 32). Y esto es así hasta el extremo de que "lo que Dios ha unido no lo puede separar el hombre" (Mc 10, 9). Se está intentando cambiar esta doctrina, disfrazándola de pastoral. Sin embargo, las leyes divinas no pueden ser alteradas por los hombres; son leyes de naturaleza. Y los escritos o leyes que se dicten en sentido contrario, no pueden modificar esta realidad.
Las cosas son tal y como aparecen ante Dios, o sea, tal y como nos han sido reveladas por Jesucristo. Conclusión: Puesto que el adulterio, para Jesucristo, es un pecado, como tal debe ser reconocido y juzgado. Ahora bien, y de esto no cabe ninguna duda: Si el adúltero se arrepiente y vuelve con su mujer (o la adúltera se arrepiente y vuelve con su marido), "Dios, que es rico en misericordia" (Ef 2, 4) hará que ese pecado desaparezca como si nunca hubiera sido cometido, si los esposos hacen un uso adecuado del sacramento de la confesión que, a tal efecto, fue instituido también por Jesucristo.
Tal es el poder de Dios y el poder de su Amor frente a la malicia del pecado. Pero recordemos lo que dijo Jesús a la mujer adúltera, después de haberla perdonado: "Vete y no peques más" (Jn 8, 11)
Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios (1 Cor 2, 12), el Espíritu de su Hijo, que Dios envió a nuestros corazones (Gal 4,6). Y por eso predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,23-24). De modo que si alguien os anuncia un evangelio distinto del que recibisteis, ¡sea anatema! (Gal 1,9).
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domingo, 2 de noviembre de 2014
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