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martes, 18 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (8 de 10)

El máximo amor posible que entendemos las personas es el enamoramiento. Pues ése es el Amor que Dios quiere tener con cada uno de nosotros, aunque no podrá ser llevado a cabo con todos, sino tan solo con aquellos que estén dispuestos a amarle de la manera que Dios entiende el amor, que es el único modo correcto de entenderlo, ya que todo amor procede de Él, que es  "el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin" (Ap 22, 13)

Un amor que sería imposible si Dios no nos hubiera creado libres, pues el amor -como tantas veces hemos dicho ya- nunca se impone ... ¡o no sería amor!. La libertad es una nota característica del verdadero amor. Esa es la razón por la que Dios se manifestó "en debilidad", y se hizo un niño que "crecía en sabiduría, en edad y en gracia, delante de Dios y de los hombres" (Lc 2, 52). Si Dios se nos hubiese manifestado en toda su Gloria y Esplendor no hubiésemos sido libres para amarlo; nos habríamos rendido, 
sin más, ante la evidencia de su Poder y de su Majestad. No hubiéramos podido hacer otra cosa sino admirarlo, adorarlo y bendecirlo, de modo necesario. Pero no podría hablarse aquí de amor, rigurosamente hablando; al menos no del amor tal y como ha querido Dios que sea entre Él y nosotros. Sólo procediendo como lo hizo es ahora posible que nosotros, haciendo un uso correcto de la libertad que hemos recibido de Él, podamos dar una respuesta auténticamente amorosa -y no impuesta- al amor que Él nos tiene. 

Aparece aquí también otra nota que es esencial al amor cual es la de la reciprocidad  entre los que se aman, aquella por la cual un yo y un tú se "dicen" mutuamente su amor, pues así ha querido ser el amor de Dios hacia cada uno de nosotros


Y en tercer lugar, es preciso tener en cuenta que el amor verdadero, para ser tal, o lo es en totalidad o no puede hablarse, en absoluto, de amor. Nada puede haber en nosotros que no le pertenezca a Él, porque libremente se lo hemos entregado todo al igual que, libremente, todo lo hemos recibido de Él, a quien no le ha quedado nada por dar: de la máxima riqueza (siendo Dios) pasó a la máxima pobreza"se anonadó a Sí mismo", haciéndose un hombre como nosotros, "y en su condición de hombre, se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz") (Fil 2, 7-8). Y lo hizo por amor"Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para que os enriquecierais con su pobreza" (2 Cor 8, 9).  


Si Él nos ha dado su Vida, ¿qué menos puede esperar de nosotros sino que le demos también la nuestra? En este mutuo dar-recibir, libremente y en totalidad, se resume la meta a la que estamos llamados a llegar con relación a Dios; y lo que constituye el sentido último de nuestra vida. Porque este amor, a su vez, se difundirá entre todos aquellos que nos rodean de modo que, también ellos, nos acompañen en este camino hacia Dios, hacia el que no vamos en solitario.



Ante el amor de Dios, manifestado en Jesucristo, no es posible permanecer pasivamente. Es preciso definirse, "mojarse", como se dice en lenguaje coloquial. Y esto debe concretarse en nuestra vida y no quedarse sólo en palabras.
Una vez que nos hemos decidido por Jesús ya no cabe la vuelta atrás. El amor es un sí total y definitivo, si es amor verdadero. De ahí la radicalidad de las palabras de Jesús: "Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios" (Lc 9, 62). Si le hemos entregado nuestra vida al Señor, ésta ya no nos pertenece. Le pertenece a Él que, por amor, nos dio la suya. No se puede nadar y guardar la ropa, de modo que -insiste Jesús- "quien quiera salvar su vida, la perderá; mas quien pierda su vida por Mí, la encontrará" (Mt 16, 25). Y no nos puede caber la más mínima duda de que salimos ganando en este intercambio de vidas en el que consiste el verdadero amor. 
(Continuará)