La caída en esta tentación supone que Dios deja de ser el Supremo Bien para el hombre y es cambiado por otras cosas, a las que se da la máxima importancia. Y así, el mundo, con todos sus atractivos y riquezas, aparece ante el hombre como el "nuevo dios", como el único "dios", en realidad ... El auténtico Dios desaparece del horizonte del pensamiento del hombre, y todo queda reducido a este mundo, pues se considera que no hay otro. Y ya sólo queda, como la única realidad, el "comamos y bebamos que mañana moriremos" (1 Cor 15, 32). Todo lo demás son ilusiones. Y la muerte pone fin a todo. Es el final definitivo. ¿Qué sentido tiene pensar en lo sobrenatural? Ninguno.
Esta tercera tentación va directamente contra el primero y principal de los mandamientos de la Ley de Dios: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente" (Lc 10, 27). En lugar de colocar a Dios como el centro de la vida y de la existencia, el hombre es ahora el único que cuenta, el que decide todo, sin ningún tipo de sujeción o sometimiento a nadie. Y desde esa postura, pretende -incluso- cambiar las leyes de la naturaleza.
Al asumir el hombre el papel de dios -un papel que no le corresponde, puesto que es una criatura-, se sitúa en la mentira, la cual defiende a capa y espada, como si fuera la única verdad. A aquél que continúe creyendo en Dios se le perseguirá, porque estará actuando contra el Sistema, contra los valores del mundo, que son los únicos reales, a saber: la exaltación del propio yo, el poder, la riqueza, las cosas, la fama, la consideración de los demás, etc... El nuevo y único ídolo es ahora el "dios" dinero, ante el que todos tendrán que inclinarse. Porque este "dios" es el que proporcionará al hombre todas las satisfacciones que éste sea capaz de imaginar ... ¡Y si no fuera así, ..., y la realidad lo desmintiera, ..., pues peor para la realidad!, como diría Lenin.
¿Por qué será que ha aumentado de modo tan desorbitado el número de suicidios en el mundo y esto, además, tiene lugar de modo que el mayor número de suicidios se da, en general, cuanto más "civilizada" es la sociedad. La razón habría que buscarla, tal vez, en que en una sociedad hedonista, individualista y egoísta, como es la nuestra, caracterizada por su relativismo moral y su antropocentrismo (lo centra todo en el hombre y en su bienestar material), es lógico que aparezca pronto el vacío existencial y la carencia de sentido de la vida; lo cual pretende llenarse acudiendo a sucedáneos como el alcohol, el sexo y las drogas, entre otros, que -como sabemos- producen el efecto contrario al perseguido; es decir, se produce así en las personas un vacío aún mayor, un vacío que se hace insoportable; generándose, además, una dependencia tan grande de esos productos, que se convierte en esclavitud.
"Os lo aseguro: todo el que comete pecado es esclavo del pecado" (Jn 8, 34): esto son palabras de Jesucristo. Y se trata de una realidad que estamos viendo todas los días, en cualquier instante y lugar.
Ni siquiera cosas que -en sí mismas- tienen una connotación positiva, como puede ser la escucha de una buena música, la visión de alguna película fuera de lo común, el contacto con la naturaleza, etc ... son capaces de llenar el corazón del hombre; eso sí: sirven de entretenimiento y distracción; y, además, se pueden transformar en moralmente buenas si, al ejecutarlas, no nos quedamos sólo en ellas -como si fuesen la única realidad existente- sino que las referimos a Dios, a modo de agradecimiento. Así se pone de manifiesto el carácter referencial de las cosas, que hace honor a la verdad, y no su carácter de finalidad, que hace de ellas un todo, que se persigue por sí mismo.
Está claro que las cosas que son malas -en sí mismas- pues son "contra natura" (como en el caso del aborto y de la homosexualidad, por poner algún ejemplo); y que suponen una manifiesta perversidad, producen una penosa esclavitud en aquél que las pone por obra. Y no puede ser de otro modo, pues el hombre, por más que se empeñe, es incapaz de transformar en bueno lo que es intrínsecamente malo; tampoco puede conseguir fabricar la felicidad conforme a las reglas que él elija. La felicidad -la auténtica- está ligada a unas reglas que vienen dadas con la propia naturaleza.
El hombre ha sido creado para amar y para ser amado. Y en la medida en la que actúe así será feliz. Y dejará de serlo en tanto en cuanto se aparte de esa regla fundamental, que es principio y fin de toda su existencia. Por eso, las personas que están más cerca de Dios, como es el caso de los santos, son las más felices. Al fin y al cabo, el hombre fue creado "a imagen y semejanza de Dios" (Gen 1, 26) ... y "Dios es Amor" (1 Jn 4, 8).
Tengamos presente, por otra parte, que la Creación es cosa de Dios y no del Diablo; éste no es ningún "dios" sino que es también una criatura de Dios; una criatura creada libre (un ángel) pero que usó de su libertad para rebelarse contra Dios (y se transformó en demonio; éste es, pues, un ángel caído). Relata la Biblia que después de crear Dios el mundo "vio que todo era muy bueno" (Gen 1,31). Pues bien: en ese "todo" estamos incluidos, de una manera especial, las personas humanas que, para Dios tenemos un valor infinito; y lo tenemos, no por nosotros mismos -lo que sería imposible- sino porque Él nos lo ha dado. Y nos lo ha dado porque así lo ha querido, libérrimamente.
Nuestro valor se debe a la íntima unión que tenemos con Jesucristo, conforme a la petición que Él hizo a su Padre en la oración sacerdotal de la Última Cena: "Que todos sean uno: como Tú, Padre, en Mí y Yo en Tí, que también ellos sean uno en Nosotros" (Jn 17, 21). En otro lugar del Nuevo Testamento también leemos: "¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?" (1Cor 6, 19).
Porque así es: en Él somos uno: Él es la Cabeza y nosotros los miembros de ese Cuerpo Místico de Jesucristo, que es la Iglesia: "Vosotros sois Cuerpo de Cristo y miembros cada uno por su parte" (1 Cor 12, 27). "Somos para Dios el buen olor de Cristo" (2 Cor 2, 15). ¿A qué más podemos aspirar? Nuestro valor infinito ante Dios procede del hecho de estar unidos íntimamente, por la gracia, con Jesucristo, Nuestro Señor: "Ved qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, y que lo seamos" (1 Jn 3, 1). Somos verdaderamente hijos de Dios, hijos en el Hijo, pero realmente hijos. Y esto es pura gracia y puro Don, aunque sólo se da a aquellos que optan por Jesucristo, pues el Amor es algo a lo que nadie puede ser obligado. Dignidad infinita, pues, la del hombre, a la cual ha sido elevado por Puro Amor de Dios, sin mérito alguno de nuestra parte.
De ahí la respuesta de Jesús al Diablo: "Adorarás al Señor tu Dios y a Él sólo servirás" (Lc 4, 5-8). Frente a la dignidad infinita que Dios nos ha concedido, hay muchos hombres que prefieren rebajarse a sí mismos a niveles peores que los de las bestias quienes, al fin y al cabo, son seres irracionales. Se prefieren a sí mismos y a las cosas, en lugar de optar por Dios. La soberbia les lleva a la desobediencia y a la maldad; e instalándose en la mentira y en la esclavitud consideran que están en la verdad y que son libres (engañándose a sí mismos). Las consecuencias de esta actitud del hombre con relación a Dios las estamos viendo: basta mirar el mundo en el que vivimos ...; y esto no ha hecho más que empezar. El rechazo y el alejamiento de Dios, la sustitución de la Religión de Dios por la "religión del hombre" está conduciendo a éste a su autodestrucción como persona.
Si Dios no existe todo está permitido, decía Fédor Dostoiesky; la única ley que impera es la ley del más fuerte. (¡Estamos volviendo atrás!). Todos desean tener más y más, y cada vez más; y no por ello son más felices (¡y lo saben!); al contrario, cada día que pasa están más vacíos y más desesperanzados. Y todo ello porque han hecho su opción por la mentira, han hecho del dinero, de las cosas y de las riquezas (del "tener", en definitiva) lo único importante; lo cual los sitúa en la mayor de las falsedades.
Es el "ser" y no el "tener" lo que nos puede dar la felicidad. Y nosotros "somos" (somos realmente nosotros mismos) sólo en Dios. Si algo "tenemos", lo primero de todo es ser conscientes de que lo hemos recibido; y lo segundo, ser conscientes -también- de que lo recibido no es para que nos lo quedemos nosotros de modo egoísta sino para ofrecérselo a Él, por amor: un dar-recibir entre Dios y cada uno de nosotros que puede hacer de la vida una maravillosa aventura. En expresión de san Agustín "nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Dios", pues hemos sido creados con ansias de infinitud. Ninguna cosa puede colmarnos que no sea Jesús.
(Continuará)