Dado que lo que se avecina ahora es, de nuevo, el diálogo interreligioso, según lo que ha aparecido hoy mismo en la página web del Vaticano, con ocasión del 50 aniversario de la promulgación de la declaración conciliar "Nostra Aetate", se impone recordar y traer de nuevo a la mente una serie de consideraciones que son fundamentales para no dejarnos engañar y para saber discernir, con sabiduría, entre la verdad y el error, y esto independientemente de las personas que hablan, conforme a aquello que decía santo Tomás de Aquino: Lo que importa no es tanto conocer lo que han dicho los hombres sino conocer la verdad acerca de las cosas.
Y si hay alguna definición de verdad, ésta fue dada por Jesucristo quien afirmó de sí mismo: "Yo soy la Verdad" (Jn 14, 6). Todo lo que nos lleve a Jesucristo nos acerca a la verdad. Y todo lo que sea verdad nos debe de acercar necesariamente a Jesucristo. De no ser así, sería una señal clara y evidente de estar en la mentira: "¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es el Cristo? Este es el anticristo, que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo tampoco posee al Padre. Quien confiesa al Hijo, también posee al Padre" (1 Jn 2, 22-23).
De manera que aunque tratamos de asuntos que, en cierto modo, se repiten, eso no importa demasiado, desde el momento en que lo que está en juego es el amor a la verdad, un amor por el que debe regirse la vida de un cristiano que se precie de tal ... O no sería un buen cristiano. Es por eso que decía san Pablo: "Escribiros las mismas cosas a mí no me resulta molesto; y para vosotros es motivo de seguridad" ( Fil 3, 1b).
Y es que, por mucho que se insista en la Palabra de Dios nunca se dice todo lo que debe decirse, puesto que es una Palabra viva: "Mis palabras son Espíritu y son Vida" (Jn 6, 63). Las palabras contenidas en la Biblia y, sobre todo, en el Nuevo Testamento, siempre nos dicen algo nuevo, aunque sean las mismas palabras. Por eso son siempre actuales, aplicables a los hombres de todas las épocas y a todas las culturas.
Sobre el diálogo interreligioso puede verse todo lo que se ha escrito en este blog, acudiendo a la etiqueta correspondiente situada a la derecha, en donde aparece el número de entradas que versan, de un modo u otro, sobre el tema que se busca. De todos modos, sobre el asunto de la verdadera religión, que es la católica, pues no son iguales todas las religiones, puede pincharse en cualquiera de los siguientes enlaces: aquí, aquí, aquí, aquí y aquí
Por casualidad, ha llegado a mi vista un artículo que escribió Sandro Magister el 28 de octubre de 2014 (hace hoy un año exactamente) y que tituló la "Evangelii Gaudium" del papa emérito Benedicto XVI.
De dicho artículo me interesa destacar, en concreto, la referencia a la intervención del cardenal Ratzinger en una ceremonia que tuvo lugar el 21 de Octubre de 2014 en el aula magna de la Pontificia Universidad Urbaniana, institución académica que forma parte de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos.
Allí se dio lectura al mensaje escrito por Ratzinger, un mensaje que, curiosamente, no apareció en el sitio web de la Urbaniana ... y del que "L'Osservatore Romano" dio tan solo una breve noticia. Fue la agencia católica austríaca Kath.Net quien, con el permiso de su autor, Ratzinger, sacó a la luz el texto completo del mensaje en cuestión. Esto fue el 23 de octubre de 2014. Está escrito en italiano y lleva como título: "La verdad de la religión y la verdadera religión"
En lo que sigue, reproducimos, traducido al español, parte de ese mensaje. Como siempre hago en mis entradas, y he dicho ya algunas veces, el formato dado al texto (cursivas, negritas, color, etc...) es de mi cosecha personal. Pasamos ya al contenido del artículo en cuestión.
En primer lugar, querría expresar mi más cordial agradecimiento al Rector Magnífico y a las autoridades académicas de la Pontificia Universidad Urbaniana, a los funcionarios principales y a los representantes de los estudiantes, por su propuesta de titular con mi nombre el Aula Magna reestructurada. Querría agradecer en modo absolutamente particular al Gran Canciller de la universidad, cardenal Fernando Filoni, por haber aceptado esta iniciativa. Para mí es motivo de gran alegría poder estar así siempre presente en la labor de la Pontificia Universidad Urbaniana.
En el transcurso de las distintas visitas que pude hacer como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe he quedado siempre impresionado por la atmósfera de universalidad que se respira en esta universidad, en la que jóvenes provenientes prácticamente de todos los países del mundo se preparan para servir al Evangelio en el mundo de hoy. También hoy veo interiormente, ante mí, en esta aula, una comunidad formada por numerosos jóvenes que nos hacen percibir en un modo vivo la estupenda realidad de la Iglesia Católica.
“Católica”: esta definición de la Iglesia, que pertenece a la profesión de fe desde los tiempos más antiguos, lleva en sí algo de Pentecostés. Nos recuerda que la Iglesia de Jesucristo jamás se ha limitado a un solo pueblo o a una sola cultura, sino que desde el comienzo estaba destinada a la humanidad. Las últimas palabras que Jesús dijo a sus discípulos fueron: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos” (Mt 28, 19). Y en el momento de Pentecostés los apóstoles hablaron en todas las lenguas, pudiendo manifestar así, por la fuerza del Espíritu Santo, toda la amplitud de su fe.
Desde entonces la Iglesia ha crecido realmente en todos los continentes. Vuestra presencia, queridas y queridos estudiantes, refleja el rostro universal de la Iglesia. El profeta Zacarías había anunciado un reino mesiánico que habría de ir de un mar a otro y que habría de ser un reino de paz (Zac 9, 9 y ss.). Y efectivamente, en todo lugar que se celebra la Eucaristía y los hombres, a partir del Señor, forman entre ellos un solo cuerpo, está presente algo de esa paz que Jesucristo prometió dar a sus discípulos. Ustedes, queridos amigos, sean cooperadores de esta paz que, en un mundo desgarrado y violento, se torna cada vez más urgente edificar y custodiar. Por eso es tan importante el trabajo de vuestra universidad, en la que ustedes quieren aprender a conocer más íntimamente a Jesucristo, para poder convertirse en sus testigos.
El Señor Resucitado encargó a sus apóstoles, y mediante ellos a los discípulos de todos los tiempos, que llevaran su palabra hasta los confines de la tierra y que convirtieran a los hombres en sus discípulos. El Concilio Vaticano II, retomando en el decreto “Ad gentes” una tradición constante, sacó a la luz las profundas razones de esta tarea misionera y lo ha asignado así con fuerza renovada a la Iglesia de hoy.
¿Pero esto es válido realmente todavía? se preguntan muchos hoy, dentro y fuera de la Iglesia. ¿La misión es realmente actual todavía? ¿No sería más apropiado encontrarse en el diálogo entre las religiones y servir juntas a la causa de la paz en el mundo? La contra-pregunta es: ¿el diálogo puede sustituir a la misión?
Hoy, efectivamente, muchos son de la idea de que las religiones deberían de respetarse y, en el diálogo entre ellas, convertirse en una fuerza común de paz. En este modo de pensar, la mayoría de las veces se da por supuesto que las diferentes religiones son variantes de una única y misma realidad; que la “religión” es el género común que asume formas diferentes según las diferentes culturas, pero que expresa de todos modos una misma realidad.
La cuestión de la verdad, la que en el origen motivó a los cristianos más que todo lo demás, aquí es puesta entre paréntesis. Se supone que la auténtica verdad sobre Dios, en última instancia, es inalcanzable y que a lo sumo se puede hacer presente lo que es inefable sólo con una variedad de símbolos. Esta renuncia a la verdad parece realista y útil a la paz entre las religiones del mundo. Pero esto es letal para la fe.
En efecto, la fe pierde su carácter vinculante y su seriedad si todo se reduce a símbolos, en el fondo intercambiables, capaces de referirse sólo de lejos al misterio inaccesible de lo divino.
Queridos amigos, vean que la cuestión de la misión nos pone no sólo frente a las preguntas fundamentales de la fe, sino también frente a la pregunta de lo que es el hombre. En el ámbito de un breve discurso de bienvenida, evidentemente no puedo intentar analizar, en modo exhaustivo, esta problemática que hoy nos interesa profundamente a todos nosotros. De todos modos querría, al menos, señalar la dirección que debería tomar nuestro pensamiento (...)
1. La opinión común es que las religiones están, por así decirlo, una junto a la otra, como los continentes y los países individuales en el mapa. Pero esto no es exactamente así. A nivel histórico, las religiones están en movimiento, de la misma manera que están en movimiento los pueblos y las culturas. Hay religiones que están en actitud de espera. Las religiones tribales son de este tipo: tienen su momento histórico y sin embargo están a la espera de un encuentro más grande que las lleve a su plenitud.
Nosotros, como cristianos, estamos convencidos de que, en el silencio, ellas esperan el encuentro con Jesucristo, la Luz que viene de Él, la única que puede conducirlas completamente a su verdad. Y Cristo las espera. El encuentro con Él no es la irrupción de un extraño que destruye su propia cultura y su propia historia. Por el contrario, es el ingreso en algo más grande, hacia lo cual ellas están en camino. Por eso este encuentro es siempre, a la vez, purificación y maduración (...)
Hoy vemos cada vez más nítidamente también otro aspecto: mientras que en los países de gran historia el cristianismo, en varios sentidos, se ha cansado y algunas ramas del gran árbol crecido de la semilla de mostaza del Evangelio se han secado y caen a tierra, del encuentro con Cristo por parte de las religiones en espera brota una nueva vida. Donde antes sólo había cansancio se manifiestan y llevan alegría nuevas dimensiones de la fe.
(...) En nuestro tiempo se torna cada vez más fuerte la voz de los que quieren convencernos que la religión como tal está superada.
(...) Estas reflexiones, quizás un poco difíciles, deberían mostrar que también hoy, en un mundo profundamente mutado, sigue siendo razonable la tarea de comunicar a los otros el Evangelio de Jesucristo.
Pero hay un segundo modo, más simple, para justificar hoy esta tarea. La alegría exige ser comunicada. El amor exige ser comunicado. La verdad exige ser comunicada. El que ha recibido una gran alegría no puede tenerla simplemente para sí, debe transmitirla. Lo mismo vale para el don del amor, para el don del reconocimiento de la verdad que se manifiesta.
Cuando Andrés encontró a Cristo, no puede hacer otra cosa que decir a su hermano: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 41). Y Felipe, a quien le había sido donado el mismo encuentro, no pudo hacer otra cosa que decir a Natanael que había encontrado a Aquél de quien habían escrito Moisés y los profetas (Jn 1, 45).
Anunciamos a Jesucristo (...) y hablamos de Él porque sentimos que debemos transmitir esa alegría que nos ha sido regalada.
Seremos anunciadores creíbles de Jesucristo cuando lo hayamos encontrado verdaderamente en lo profundo de nuestra existencia, cuando mediante el encuentro con Él nos sea regalada la gran experiencia de la verdad, del amor y de la alegría.
Forma parte de la naturaleza de la religión la profunda tensión entre la ofrenda mística a Dios, en la que nos entregamos totalmente a Él, y la responsabilidad por el prójimo y por el mundo creado por Él. Marta y María son siempre inseparables aunque, de vez en cuando, el acento puede caer sobre la una o sobre la otra. El punto de encuentro entre los dos polos es el amor en el que tocamos al mismo tiempo a Dios y a sus creaturas. “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él” (1 Jn 4, 16): esta frase expresa la naturaleza auténtica del cristianismo. El amor que se realiza y se refleja, en modo multiforme, en los santos de todos los tiempos es la prueba auténtica de la verdad del cristianismo.
Benedicto XVI
21 de octubre de 2014