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miércoles, 21 de octubre de 2015

¿Estamos llegando al final de los tiempos? (1 de 2)


Copiaba en el anterior post un  extraordinario artículo de Roberto de Mattei, artículo escrito con el rigor que caracteriza a este autor; y artículo francamente preocupante porque expresa la verdad del Sínodo de una manera tan clarividente y con tales argumentos, que queda patente que que lo que está en juego no es ya el matrimonio y la familia, que se convierten así en meras anécdotas, sino la supervivencia y la unidad de la propia Iglesia.


A este respecto puede releerse una entrada anterior de este blog, en la que el padre Juan Andrés de Jorge hacía referencia a dos charlas del padre Alfonso Gálvez, en las que se recogen los más profundos, aunque desapercibidos, problemas del Sínodo. Ha aparecido una nueva charla del padre Alfonso (del 18 de octubre) en la que sigue tratando sobre este mismo tema, una realidad eclesial tan lamentable que, por más que nos pese, no podemos seguir ignorando. 


Se quiera ver o no, lo cierto es que en esta nuestra querida Iglesia se está produciendo hoy una auténtica descomposición. Suena duro decirlo así, pero es lo que hay ... y éste es el resultado al que ha conducido, en mi opinión, la tan cacareada, orquestada y mal llamada "nueva Evangelización", de la que nos estamos ocupando (y seguiremos en ello) en algunos de los posts anteriores de este blog. 


En realidad, todo lo que está ocurriendo ya se veía venir. La Biblia sigue teniendo razón, una vez más (Mt 13, 14-15):  


"Con el oído oiréis, pero no entenderéis;
con la vista miraréis, pero no veréis.
Porque se ha embotado el corazón
de este pueblo,
han hecho duros sus oídos,
y han cerrado sus ojos;
no sea que vean con los ojos
y oigan con los oídos,
y entiendan con el corazón
y se conviertan, y Yo los sane"

Tremendo "misterio de iniquidad" (2 Tes 2, 7) éste del pecado que, como tal misterio que es, no acabamos de entender: Por una parte, Dios, que está a la puerta y nos llama (Ap 3, 20) y desea nuestra conversión, pues quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2, 4). Y, por otra parte, los hombres, que cerramos los oídos para no oír y los ojos para no ver, no vaya a ser que oigamos y escuchamos ... y que entonces Él nos sane. No necesitamos de nadie que nos sane, porque consideramos que ya estamos sanos. Hipocresía y soberbia van de la mano. A quienes así son Cristo, aun siendo Dios, no puede salvarlos, dada la naturaleza de reciprocidad que es necesaria para el amor y que, en este caso, no se daría, pues en efecto "no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos" (Mc 2, 17a). Y Jesucristo dijo con toda claridad y en repetidas ocasiones que "Él no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores" (Mc 2, 17b).  

El hombre de hoy, que ha apostatado de Dios, no se considera pecador, porque eso del pecado es un cuento de hadas, un mito del pasado. Por grande que sea la misericordia divina, queda ineficaz ante esta postura. A nadie puede salvar Dios que no quiera ser salvado. ¡Es increíble este deseo de autodestrucción del hombre, pero así es; sólo explicable por la maldad inconcebible del pecado ... un pecado cuya existencia se niega!

A la vista de lo que está ocurriendo [que no es sino el fruto producido por la mala semilla que se sembró en algunos puntos concretos de los documentos del Concilio Vaticano II] uno no puede menos que preguntarse si es que acaso no estaremos ya en los últimos tiempos. No puede realizarse tal afirmación de un modo taxativo, pero tampoco puede negarse, porque esos tiempos llegarán. De hecho, incluso, hay muchas señales que se están dando en la actualidad y que hacen referencia a lo que ocurrirá en los últimos tiempos.

"Vendrá un tiempo, le dice san Pablo a Timoteo, en que los hombres no soportarán la sana doctrina sino que, dejándose llevar de sus caprichos, reunirán en torno a sí maestros que halaguen sus oídos, y se apartarán de la verdad volviéndose a las fábulas" (2 Tim 4, 3-4).  Si hacemos caso de las palabras de san Pablo y de las palabras de Jesús, todo parece indicar que la respuesta a la anterior pregunta sería afirmativa. 




En concreto, lo que se avecina ahora, a raíz del Sínodo de la Familia, es tal vez una de las señales más graves sobre este fin; tal vez la más grave. Durante dos mil años de historia de la Iglesia jamás se había planteado la posibilidad de que se sometieran a votación - y ni siquiera a discusión- determinados temas, como los relativos a la licitud de la homosexualidad y la posibilidad de que un católico divorciado (y vuelto a casar) pudiera acercarse a recibir a Jesús en la Eucaristía, sin haberse primero arrepentido y haberse confesado: en estado de pecado mortal no se puede comulgar. Esta es doctrina de la Iglesia de siempre. 

Mucho se ha escrito sobre ello en este blog. Pinchar aquí, aquíaquí, aquí y aquí. También aquí, en relación con la encuesta universal que se realizó con vistas al Sínodo, etc. Todo ello ha sido y esta siendo motivo de gran confusión entre los católicos, con gran aplauso por parte de los poderes del mundo. No es normal que desde las más altas Jerarquías se cuestionen estas cosas que el sencillo pueblo cristiano siempre ha tenido muy claras. Hay temas en torno a los cuales no tiene ningún sentido realizar encuestas ni votaciones ni nada que se le parezca, como si la Iglesia fuese una especie de democracia, que no lo es en absoluto ... ni puede serlo. ¡Cuánto tiempo perdido que podía haberse dedicado a que la gente conociera más al Señor y lo quisiera más! Nada de ello se ha producido ni tiene visos de que se vaya a producir. Más bien lo contrario.


Pero aún no es el finalComo dice san Mateo: "Todo esto es sólo el comienzo de los dolores" (Mt 24, 8), pues "os entregarán a los tormentos y a la muerte, y seréis aborrecidos de todos los pueblos a causa de mi Nombre. Muchos se escandalizarán entonces; y se traicionarán unos a otros. Surgirán muchos falsos profetas que engañarán a muchos. Y, al crecer la maldad, se enfriará la caridad de muchos" (Mt 24, 9-12).


El panorama anunciado no puede ser menos alentador. Sin embargo, "quien perservere hasta el fin, ése se salvará" (Mt 24, 13). Dios no nos va a dejar solos. De eso podemos estar seguros ... pero los tiempos serán cada vez más difíciles para los cristianos"Habrá entonces una tribulación tan grande como no la hubo desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá" (Mt 24, 21). 


Estas citas se refieren, como ya habrá adivinado el lector, al final de los tiempos. Pero, ¿podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que estamos ya en esos momentos finales? No lo sabemos, pero si no estamos en ellos, desde luego todas las señales y los signos que van apareciendo, un día sí y otro también, apuntan a que no debemos de estar muy lejos de ese final. Para el que quiera verlas, claro está. 


Según afirma san Mateo (palabra de Dios, pues) "el Evangelio del Reino será predicado en todo el mundo, en testimonio para todas las naciones. Y entonces vendrá el fin". (Mt 24, 14). Es algo constatable que, debido al enorme avance de los medios de comunicación, el Evangelio puede ser conocido por todos los habitantes del planeta en un tiempo relativamente breve, lo que en otras épocas era impensable. De manera que, en cierto modo, esa condición de que, antes de que llegue el fin, el Mensaje tiene que llegar antes a todos los hombres, es prácticamente inminente. [Cierto que hay gente que aún no conoce este Mensaje, pero cada vez son menos, dado el nivel planetario de comunicación en el que nos movemos en la actualidad] 


Por otra parte, cada vez son mayores las masacres de cristianos que tienen lugar en las distintas partes del planeta. Este es un hecho conocido de todos (e ignorado también, en el sentido de que no se ponen los medios para cesar con esa barbarie). ¿Y Dios no va a intervenir? ¿Dios no se va a preocupar de sus hijos? Lo hará y, además, pronto (Charla del padre Alfonso del 5 de Julio de 2015).

Y debe de hacerlo pronto, pues la maldad va en aumento; y se dice expresamente que ésta llegará a ser tan grande que  "si no se acortasen esos días no se salvaría nadie; pero en atención a los elegidos esos días se acortarán"  (Mt 24, 22). Esto son palabras del Señor. Y el Señor no se equivoca nunca


No sólo el matrimonio: Aquí acaban la Iglesia, la Unidad y la Doctrina


Un excelente artículo de Roberto de Mattei, tomado de Adelante la Fe y que reproduzco también aquí, dado el enorme interés que tiene en la Iglesia actual.

***

El papa Francisco ha anunciado cómo concluirá el Sínodo de la Familia. Cuando faltan pocos días para la conclusión de los trabajos, la asamblea de obispos ha llegado a un callejón sin salida, y la única forma de superarlo sería descentralizar la Iglesia.

Se ha llegado a este punto muerto a consecuencia de la división entre los padres sinodales que invocan con firmeza el Magisterio perenne sobre el matrimonio y los novatores que se proponen trastornar no sólo dos mil años de Doctrina de la Iglesia, sino sobre todo la Verdad del Evangelio. Es, de hecho, palabra de Cristo, ley divina y natural, que el matrimonio válido, rato y consumado, de los bautizados no se puede disolver por ninguna razón.

Una sola excepción bastaría para anular el valor absoluto y universal de esta ley, y una vez caída esta ley, se vendría abajo junto con ella todo el edificio moral de la Iglesia. El matrimonio, o es indisoluble o no lo es, y no se puede admitir una disociación entre el enunciado del principio y su aplicación en la práctica. La Iglesia exige una coherencia radical entre pensamiento y palabra y entre las palabras y los hechos. La misma coherencia de la que han dado testimonio los Mártires a lo largo de la historia.

El principio que sostiene que la doctrina no cambia sino su aplicación pastoral introduce una cuña entre dos dimensiones inseparables en el cristianismo: Verdad y Vida. La separación entre doctrina y práctica no procede de la doctrina católica, sino de la filosofía hegeliana y marxista, que trastorna el axioma tradicional según el cual agere sequitur esse, el obrar sigue al ser


Pero desde la perspectiva de los novatores, la acción precede al ser y lo condiciona; la experiencia no vive la verdad sino que la crea. Este es el sentido del discurso pronunciado por el cardenal Christoph Schönborn en la conmemoración del 50° aniversario de la institución del Sínodo, el mismo día en que habló el papa Francisco. “No es posible representar la fe, sólo se puede dar testimonio de ella”, ha afirmado el arzobispo de Viena, subrayando la primacía del testimonio sobre la doctrina. En griego, mártir significa testigo, pero para los mártires dar testimonio significaba vivir la verdad, mientras que para los innovadores significa traicionarla, reinventarla en la práctica.

La primacía de la praxis pastoral sobra la doctrina está abocada a unas consecuencias catastróficas:

(1) Como ya sucedió con el Concilio Vaticano II, el sínodo virtual está destinado a prevalecer sobre el real. El mensaje mediático que acompañará la conclusión de los trabajos es más importante que el contenido de los documentos. La relatio sobre la primera parte del Instrumentum Laboris del Circulus Anglicus C afirma rotundamente la necesidad de esta revolución semántica: “Al igual que el Concilio, este sínodo tiene que marcar un antes y un después en el lenguaje, que los cambios sean algo más que cosméticos”.

(2) El post-Sínodo es más importante que el Sínodo, porque representa la autorrealización del mismo. De hecho, el Sínodo confiará a la praxis pastoral la realización de sus objetivos. Si lo que se transforma no es la doctrina sino la pastoral, el cambio no puede provenir del Sínodo; tiene que darse en la vida del pueblo cristiano y, por consiguiente, fuera del Sínodo -después de éste- en la vida de las diócesis y de las parroquias.

(3) La autorrealización del Sínodo se convierte en bandera de la experiencia de las iglesias particulares, o sea, de la descentralización eclesiástica. La descentralización autoriza a las Iglesias locales a experimentar una pluralidad de experiencias pastorales. Y si no hay una praxis coherente con la doctrina única, eso quiere decir que hay muchas y que todas se pueden experimentar. Los protagonistas de esta revolución de la praxis serían por tanto los obispos, los párrocos, las conferencias episcopales, las comunidades locales, según la libertad y creatividad de cada uno.

Se prefigura la hipótesis de una Iglesia a dos velocidades o, para seguir con la jerga de los eurócratas de Bruselas, de “geometría variable”. Un mismo problema moral se resolverá de manera diversa, conforme a la ética situacional. A la Iglesia de los católicos adultos, de lengua germánica y pertenecientes al primer mundo se le permitirá la marcha rápida del testimonio misionero, mientras que a la de los católicos subdesarrollados, africanos o polacos, pertenecientes a iglesias del segundo o tercer mundo, se les concederá la marcha lenta del apego a las propias tradiciones.

Roma quedaría en segundo plano, privada de verdadera autoridad, y con la única función de proporcionar un impulso carismático. La Iglesia quedaría desvaticanizada, o más bien desromanizada. Se quiere sustituir la Iglesia romanocéntrica por otra policéntrica o poliédrica. La imagen del poliedro la ha aplicado Francisco con frecuencia. “El poliedro –ha afirmado– es una unidad, pero con todas sus partes distintas; cada una tiene su peculiaridad, su carisma. Esta es la unidad en la diversidad. Es por este camino que los cristianos realizamos lo que llamamos con el nombre teológico de ecumenismo: tratamos de que esa diversidad esté más armonizada por el Espíritu Santo y se se convierta en unidad” (Discurso a la Iglesia Pentecostal de Caserta, 28 de julio de 2014). 

La transferencia de poder a las conferencias episcopales ya estaba prevista en un pasaje de Evangelii Gaudium que las concibe como «sujetos de atribuciones concretas, incluyendo también alguna auténtica autoridad doctrinal. Una excesiva centralización, más que ayudar, complica la vida de la Iglesia y su dinámica misionera» (n. 32). 

Ahora Francisco proclama este “principio de sinodalidad” como resultado final de la asamblea que se está celebrando.

Las antiguas herejías del galicanismo y el nacionalismo eclesiástico vuelven a asomar por el horizonte. Es, de hecho dogma de fe, promulgado por el Concilio Vaticano I, el primado de jurisdicción del Sumo Pontífice, en el cual reside la autoridad suprema de la Iglesia, sobre todos los pastores y todos los fieles de éstos, independientemente de cualquier otro poder. Este principio constituye la garantía de la unidad de la Iglesia: unidad de gobierno, unidad de fe, unidad de sacramentos

La descentralización supone una pérdida de unidad que conduce irremediablemente al cisma. Y el cisma es, sin duda alguna, la quiebra que se produce inexorablemente cuando falta un punto central de referencia, un criterio común, ya sea en el plano de la doctrina o en el de la disciplina y la pastoral. Las iglesias particulares, divididas en cuanto a la praxis, así como en cuanto a la doctrina de la cual deriva la praxis, están fatalmente destinadas a entrar en conflicto y dar lugar a fracturas, cismas y herejías.

La descentralización no sólo niega el primado romano, sino que niega el principio de no contradicción, según el cual “un mismo ser no puede, al mismo tiempo y en el mismo sentido, ser lo que es y no serlo”. Únicamente apoyados en este fundamental principio lógico y metafísico podemos emplear la razón y conocer la realidad que nos rodea.

¿Qué pasaría si el Romano Pontífice renunciara, aunque sólo fuera parcialmente, a ejercer su autoridad delegándola en las conferencias episcopales o los obispos particulares? Evidentemente surgiría una diversidad de doctrinas y de praxis entre las diversas conferencias episcopales y de una diócesis a otra. Lo que en una diócesis estaría prohibido estaría admitido en otra, y viceversa. Quien conviva more uxorio con otra persona sin haberse casado podrá recibir el sacramento de la Eucaristía en una diócesis sí y en otra no. Pero lo que es pecado es pecado

La ley moral es igual para todos o no es tal ley moral. Una de dos: o el Papa tiene primado de jurisdicción y lo ejerce, o en la práctica gobierna cualquiera prescindiendo de él. El Papa admite la existencia de un sensus fidei, pero es más bien el sensus fidei de los obispos, sacerdotes y simples laicos el que hoy en día se escandaliza de las extravagancias que se dicen en el aula del Sínodo. Extravagancias que ofenden el sentido común antes incluso que el sensus Ecclesiae de los fieles. 

Francisco tiene razón cuando afirma que el Espíritu Santo no asiste sólo al Papa y a los obispos, sino a todos los fieles (cfr. sobre este punto Melchor Cano, De locis Theologicis (Lib. IV, cap. 3, 117I). Sin embargo, el Espíritu Santo no es espíritu de novedad; guía a la Iglesia, asistiéndola de modo infalible en su Tradición. Mediante la fidelidad a la Tradición, el Espíritu Santo habla todavía a los oídos de los fieles. Y hoy, como en los tiempos del arrianismo, podemos decir con San Hilario: «Sanctiores aures plebis quam corda sacerdotum» “, es decir, son más santos los oídos del pueblo que el corazón de sus sacerdotes. (Contra Arianos, vel Auxentium, nº 6, en PL, 10, col. 613).

Roberto de Mattei

En Il Foglio del 20 de octubre de 2015