Es de señalar que no son fariseos aquellos que se aferran a la ley de Jesucristo, que es la ley del Amor y la que es conforme a la verdad de las cosas, sino los que se aferran a unas leyes que ellos mismos se inventan y que pretenden imponer luego a todos, so capa de misericordia: la nueva misericordia, entendida al modo humano y no al modo divino, no como la entendió Jesucristo, que es el Único que nos puede dar lecciones en ese sentido, como en todos.
Todo intento de querer enmendarle la plana a Dios, manifestado en Cristo Jesús, está condenado al más rotundo de los fracasos, aun cuando pudiera parecer otra cosa a la mirada de aquella gente que razona de modo superficial.
El miedo a la cruz es lo que se esconde detrás de tanta palabrería. Y, sin embargo, es la cruz -como manifestación del máximo amor posible- la única que nos puede salvar. Y al decir cruz, estoy pensando en aquella que se lleva junto a Jesucristo y que tiene, por lo tanto, un valor redentor; siendo la máxima expresión de amor que puede darse en este mundo.
Y junto a la cruz va siempre de la mano la alegría, la alegría verdadera, que no la euforia, que es compatible con el dolor. Un cristiano puede sufrir, sufrirá de hecho, como cualquier persona que no lo sea, pero su dolor y su sufrimiento tendrán un sentido: el del amor. Si un hombre abandona a su mujer y se une a otra cuando aparecen las dificultades es señal de que falla entre ellos el amor. Y el remedio no se encuentra en buscar a otra persona que cubra ese vacío.
Sólo en la entrega amorosa hasta la muerte, en la cruz asumida, cada cual, de su situación concreta [y libremente elegida] podrán llegar los esposos a ser felices, en la medida en que esto es posible en este mundo; una felicidad que consiste, básicamente, en vivir conforme a la voluntad de Dios: "Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en practica" (Lc 11, 28). Y la palabra de Dios, para los esposos, es que : "Lo que Dios ha unido no lo puede separar el hombre" (Mc 10, 9)
Transcribo a continuación un artículo tomado de Adelante la Fe, en el que el autor "demuestra" la falacia que es atribuir el fariseísmo a aquellos que se agarran a la ley de Cristo. Contra lo que pudiera pensarse, no son éstos los legalistas y los fariseos, pues la ley de Cristo es la ley del amor. Y Dios no pide imposibles. Los partidarios de la "nueva" Iglesia, de la Iglesia modernista, "conforme" con los tiempos de hoy, ésos son los verdaderos fariseos y, además, hipócritas, pues pretenden hacer pasar por misericordia lo que no es sino un acto de cobardía y de complejo ante un mundo que se ha vuelto de espaldas a Dios y ha rechazado a Jesucristo.
Han olvidado pronto algo que constituye la vida de un cristiano, algo que un cristiano no puede olvidar jamás, a menos que haya dejado de serlo. Y son estas palabras de Jesús: "Si alguno se avergüenza de Mí y de mis palabras, en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del Hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre, con sus santos ángeles" (Mc 8, 38).
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Es frecuente leer hoy en día que entre los defensores de la indisolubilidad del matrimonio habría muchos fariseos, que adoptarían una postura rigorista porque, privados de misericordia, querrían afirmar su superioridad moral, cerrando de esa forma la puerta. Por consiguiente, una Iglesia abierta rechazaría el legalismo farisaico sancionando un nuevo concepto de misericordia y, en el caso del matrimonio, de la fidelidad y el adulterio.
Es indudable que entre los que profesan ser defensores de la verdad hay fariseos. Es más: la verdad puede convertirse en un ídolo, y hasta utilizarse como arma arrojadiza contra los adversarios. Pero no es así cuando quien la afirma lo hace con amor y con la convicción de que se dé testimonio de esa verdad y se la proclame con humildad y por el bien común (ni como un privilegio ni como motivo de orgullo). Ahora bien, aparte de los juicios, en muchos casos temerarios, sobre los motivos que impulsarían a numerosos padres sinodales a sostener la doctrina tradicional frente a la tesis de algunos episcopados de Europa del norte, es interesante echar un vistazo al Evangelio y observar cómo se comportaban en realidad los fariseos.
¿Los vemos empeñados en defender la indisolubilidad conyugal, tan claramente proclamada por Cristo, en nombre de la ley? No; todo lo contrario. Son precisamente los fariseos los que se oponen a la doctrina matrimonial que enseña el Evangelio. Son ellos los que se acercan a Jesús y tratan de menoscabar su claridad y le preguntan si es lícito repudiar a la esposa por un motivo cualquiera. (S. Mateo 19,3). Efectivamente, la ley de Moisés concedía al hombre el libelo de repudio, es decir, el divorcio, con la posibilidad relativa de contraer nuevas nupcias. Jesús no se mete en la casuística de los rabinos. No se pierde en casos particulares aunque en efecto los tenga presente en su misericordia; les recuerda, por el contrario, que al principio no fue así: «A causa de la dureza de vuestros corazones os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres», y les recuerda asimismo que el designio original de Dios es que los esposos sean «una carne».
«Lo que Dios juntó –afirma Jesús, consciente de que su palabra resultará dura y difícil de cumplir– el hombre no lo separe». Queda, por tanto, archivada la ley de Moisés, que había generado una compleja casuística (dejando al criterio de los rabinos las posibles causas de repudio) y promulga la nueva ley del amor. «Concluida la lección para los fariseos –escribe Giuseppe Ricciotti en su Vida de Jesús–, los discúpulos vuelven a la cuestión dolorosa de la mujer, e interrogan al Señor en privado en casa». En efecto, la indisolubilidad no les agrada tampoco a ellos, pero Jesús no recurre a otras palabras, menos claras y más acomodaticias, para evitar que alguno exclame: «Si tal es la condición del hombre con la mujer, no conviene casarse».
De ser cierto esto, al católico sólo le queda una posibilidad: reconocer que el adulterio y la casuística –está última tan del gusto de los fariseos– no tienen lugar en el contexto del Evangelio, del cual la doctrina tradicional no es sino una mera transcripción, porque pertenecen al ámbito de la ley, de la que siempre se han servido los fariseos para atacar a Jesús. En contraposición, la única ley de Cristo es el amor, tal como ha querido Dios desde el principio. Ese amor –y aquí está el escándalo para todos, incluso para los discípulos– prevé hasta la cruz: por esto les parece tan dura al mundo y a muchos hombres de la Iglesia la Buena Nueva y quieren introducir excepciones, la casuística, en una religión en la que Dios, con su fidelidad y su amor, se vuelca de lleno hasta el punto de hacerse crucificar porque dice cosas incomprensibles y no está dispuesto a suavizarlas.
Así manifiesta Cristo su misericordia: no es flexible a las pretensiones de los fariseos, ni a las de los apóstoles (algunos de los cuales están casados y no les hace gracia que les quiten la posibilidad del repudio), sean cuales sean, ni se aviene a hacer ajustes que reducirían el número de sus enemigos, sino que entrega todo el corazón a la humanidad (misericordia deriva de miseris cor dare: volcar el corazón a los que sufren) para que los hombres aprendan a entregarse a sus seres queridos, a sus hijos, a su mujer, a sus amigos. Si los cristianos proclaman que es posible un amor así, no proclaman la ley sino a Cristo.
Y a todos los que repiten que el amor indisoluble no es realista en el Occidente de hoy, se les puede recordar en primer lugar que tampoco parecía realista hace dos mil años; en el imperio romano el divorcio y el repudio eran cosa de todos los días. Y en segundo lugar, Cristo no es Maquiavelo ni ha venido a explicarnos la realidad como él la entiende, ni lo débil y frágil que es el hombre (nosotros mismos lo vemos), sino a indicarnos las cumbres de la santidad, el camino a la felicidad. Vino a decirnos: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (S. Mateo, 5,48). ¿Pedía demasiado? Todo mensaje que no recuerde al hombre su relación filial con Dios, esa posibilidad de grandeza y de amor total, es un mensaje humano, demasiado humano; no es la Buena Nueva.