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lunes, 16 de noviembre de 2015

Discurso de Clausura del Sínodo - 4 (Análisis crítico)



Jesucristo era misericordioso. Esto es una realidad que nadie puede poner en duda ... pero no admitió en ningún caso el adulterio, no admitió excepciones. ¿Cabe pensar, entonces, que Jesucristo era un piedra muerta? ... Va a ser que no. Como hemos visto sí que era piedra y piedra de escándalo. Toda su vida lo fue. Pero era una piedra viva. El escándalo al que alude la Biblia cuando habla de Jesús se refiere al escándalo de la cruz: "Cristo crucificado es escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Cor 1, 23-24).

Tenemos miedo del sufrimiento y de la cruz. Eso no debe de sorprendernos. Forma parte de nuestra naturaleza. Nadie desea sufrir. Ese deseo sería patológico. Y a Jesús le ocurre igual que a nosotros, pues era realmente hombre: "Padre, si es posible, aparta de Mí este cáliz" (Lc 22, 42a). Jesucristo no era un masoquista, sino que era un hombre normal, era uno de nosotros "en todo semejante a nosotros menos en el pecado" (Heb 4, 15). 


Éste, el pecado, fue la causa que motivó lo que hizo Jesús, movido por su amor a nosotros. El "misterio de iniquidad" (2 Tes 2, 7) que es el pecado sólo podía vencerse mediante otro misterio: el misterio del Amor de Dios: "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rom 5, 20) ... con la particularidad de que tal amor, en esta vida, va unido siempre al sacrificio de la propia vida: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Así nos amó Jesús, con el mayor amor posible, un amor que le llevó a dar su vida "literalmente" por nosotros, para hacer posible nuestra salvación: "Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13, 1). 


Jesús nos enseñó a amar, nos enseñó aquello en lo que consiste el verdadero amor, y nos lo enseñó haciéndolo realidad en su propia vida. Para ello "se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2, 8). Jesús dio su vida por nosotros y la dio porque quiso: "Nadie me la quita [mi vida], sino que Yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla. Éste es el mandato que de mi Padre he recibido" (Jn 10, 18). 


Es cierto que esa era la voluntad de su Padre: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra" (Jn 4, 34), pero era también su propia voluntad: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10, 30). "Felipe, el que me ve a Mí ve al Padre" (Jn 14, 9). Las citas pueden multiplicarse. 


Sólo así es posible entender, en la medida en la que esto es posible aquí en este mundo, esas misteriosas palabras que pronunció Jesús: "Con un bautismo he de ser bautizado, ¡y cómo me siento urgido hasta que se realice" (Lc 12, 50). 


El bautismo era su muerte en la cruz, a la que alude en la noche del huerto de los olivos en su conversación con su Padre. Dice el evangelista san Lucas que Jesús "sudó como gotas de sangre que caían en tierra" (Lc 22, 40). Pero lo definitivo, en realidad, pese a lo horroroso de su sufrimiento (pues realmente sufrió al ser verdaderamente un hombre como nosotros) fue su firme resolución, más allá de toda duda, cuando le dice a su Padre: "Que no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42 b). 


La Voluntad del Padre y la del Hijo eran una sola, pues ambos eran Uno. Y esa Voluntad amorosa y recíproca del Hijo para con el Padre y del Padre para con el Hijo, era también una Persona: la Persona del Espíritu Santo, que es el Corazón mismo de Dios. 


El Amor Trinitario de Dios hecho realidad viviente en Jesucristo en su Diálogo amoroso con el Padre. Un amor que, a su vez, espera ser correspondido por nosotros de igual manera. Y una correspondencia que, de darse, hará posible nuestra salvación, pues ésta, aunque sólo en Jesús puede tener lugar requiere de nuestra colaboración, como ocurre en todo amor verdadero entre dos personas.


Y así resulta que, si queremos salvarnos, esto será posible sólo en la medida en la que nos unamos a la cruz de Cristo (esa unión es la que da la medida de nuestro amor). Actuando así alcanzaremos la felicidad, ya en esta vida (en la medida en la que eso es posible) y luego -y sobre todo-, de modo defintivo, en el Cielo, junto al Señor.

El pecado es una realidad introducida en el mundo por el pecado de Adán (pecado original): "En Adán todos pecamos" (1 Cor 15, 22). Nuestra naturaleza es una naturaleza caída. Pero ahora, con la venida de Jesús al mundo y con su muerte en la cruz, el pecado ha sido destruido. Unidos a Él por el bautismo, que nos abre el camino a la gracia, somos hechos capaces de vencer el pecado. 


Pero esa unión con Jesús debe de ir desarrollándose a lo largo de nuestra existencia. Y este desarrollo, que es manifestación de amor, conlleva el compartir su propia vida ... o sea, conlleva el compartir su cruz, como una realidad viva que debe de ser asumida si es que de veras queremos al Señor. Y esto no es triste pues "su yugo es suave y su carga es ligera" (Mt 11, 30)


Definitivamente los cristianos que imitando a Jesús, saben que ello sólo es posible en el misterio de la Cruz -digo-, todos los que así procedan no son, en absoluto esas piedras muertas a las que alude el papa Francisco... 


Un caso particular de Cruz es el que se refiere a la vida matrimonial:  "Serán dos una sola carne;  de modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto lo que Dios ha unido no lo separe el hombre" (Mc 10, 8-9). 


Las dificultades que, antes o después, siempre surgen en el seno de todos los matrimonios, deben de ir superándose. En ellas es donde el amor entre los esposos se purifica y se hace más fuerte y menos interesado. Y los pastores (los sacerdotes) deben de ayudar a los fieles en ese proceso amoroso. Así lo hicieron los primeros cristianos y así ha procedido siempre la Iglesia, a lo largo de su historia milenaria. 


Bajo capa de misericordia no se puede engañar al creyente: ¿Qué misericordia es ésta que, diciendo que ayuda, lo que hace, en realidad, es condenar a las personas? "Os lo aseguro: todo el que comete pecado es esclavo del pecado" (Jn 8, 34). Estas palabras son de Jesucristo. Y Él es la Verdad. No se puede engañar a la gente diciéndole que su conducta es buena cuando no lo es. Eso es una falsa misericordia; o sea, no es misericordia ... al menos no lo es tal y como Dios entiende esa palabra, que es el único modo correcto de entenderla, pues las cosas son lo que Dios piensa acerca de ellas, no lo que nosotros pensamos. 


El que ha pecado debe de reconocer su pecado como tal pecado y entonces, arrepentido de corazón, poner todos los medios a su alcance, con la seguridad de que Dios lo quiere y lo va a perdonar, sin ningún género de duda. Dios no desea otra cosa que nuestra salvación. Pero ésta no se alcanza si no se actúa conforme a la verdad de las cosas. La misericordia, como venimos diciendo ya tantas veces, sólo es posible en la verdad ... o no es misericordia.


(Continuará)