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Pero este oxímoron que celebramos en Navidad enseguida golpea nuestra credulidad. ¿En qué cabeza cabe que un Dios que hasta entonces había sido invisible e incorpóreo, omnipotente y glorioso, tome la apariencia (y no sólo la apariencia, sino también el cuerpo y el alma) de un niño? Semejante cosa sólo podría ocurrírsele a un Dios que estuviese loco de remate; pues no hay locura más rematada que la locura de amor. Al asumir Dios la fragilidad de la naturaleza humana, se inauguró una nueva era de la Humanidad, que desde entonces pudo entender mejor el sentido sagrado de la compasión; pues, desde el momento en que Dios se había hecho frágil como nosotros mismos, resultaba más fácil abrazar la fragilidad del prójimo, volviéndonos nosotros también locos de remate (y, en efecto, la caridad siempre ha parecido una forma insufrible de locura a quienes no la sienten). Por eso la Navidad puede considerarse una fiesta de locos rematados; y por eso, cuando falta el manantial originario de esa locura, se convierte en una fiesta indecente, puro sentimentalismo vacuo que revuelve las tripas y estraga el alma, por mucho que finjamos alegría y regocijo (o, sobre todo, cuando fingimos alegría y regocijo). Pues deja de ser verdadera fiesta, para convertirse en un aspaviento disfrazado de algarabía, atracón de turrones y vomitera nocturna; una sórdida orgía consumista, aderezada con unas dosis de humanitarismo de pacotilla.
Muchas personas sienten, en medio de los regocijos navideños, una suerte de dolor sordo o sentimiento de amputación, que a veces se identifica con una nostalgia de la inocencia perdida; pero que en realidad es conciencia dolorida de que el sentido originario de la fiesta les ha sido arrebatado, y con él la posibilidad de una genuina felicidad. El hombre contemporáneo persigue la felicidad como si de una fórmula química se tratase; pero esta búsqueda suele saldarse con un fracaso, pues en el mejor de los casos obtiene una sensación efímera de bienestar, o bien un placebo euforizante, apenas un analgésico que le distrae por unos pocos días el dolor en sordina que lo martiriza. Y este dolor (que a veces se presenta como hastío o tedio de vivir, a veces como indolencia y acedia, a veces como desesperación y angustia) es la consecuencia directa de una amputación. No hay felicidad sin una aceptación íntegra de nuestra naturaleza, que incluye una vocación religiosa; y tal vocación no se puede extirpar sin un grave menoscabo de nuestra propia naturaleza. El hombre contemporáneo, al negar su vocación religiosa, se ha convertido en un ser amputado y, por lo tanto, infeliz; y, como el manco que en los días que anuncian tormenta siente un dolor fantasmagórico en el brazo que le ha sido arrancado, el hombre contemporáneo siente más que nunca esa amputación en las fechas navideñas.
«Quitad lo sobrenatural y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural», nos enseña Chesterton.Quitadle a la Navidad su cataclismo sacro, ese trastorno del universo del que hablábamos más arriba, y no encontraréis la verdadera fiesta, sino su parodia grotesca y antinatural: consumismo bulímico, humanitarismo de pacotilla, torpe satisfacción de placeres primarios; correteos, en fin, de un gallo al que han arrancado la cabeza y que bate las alas desesperadamente, mientras se desangra y agoniza.
Juan Manuel de Prada