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jueves, 7 de julio de 2016

CIUDADES HERMANADAS: SODOMA - MADRID (2 de 4) ( Padre Alfonso Gálvez)



Sin embargo, por lo que hace concretamente al silencio, no dejan de aparecer algunos problemas que quizá convenga solucionar. Ante todo hay que tener en cuenta que el silencio, que parece ser una realidad en los espacios siderales, no existe como tal en la convivencia humana. Se suele decir, por ejemplo y no sin cierta razón, que el silencio es un suceso que tiene por virtud quedar roto en el momento mismo en el que se habla de él. Y en efecto, puesto que es enteramente cierto que entre los humanos el silencio habla por sí solo, ya que siempre es expresivo de una manera o de otra. Por poner un caso concreto a considerar, es un hecho que ante los actos celebrados con motivo del Orgullo Gay ha parecido bastante elocuente el silencio de las Autoridades eclesiásticas diocesanas y, sobre todo, el de la Conferencia Episcopal. En cuanto a las primeras, algunos han querido ver una explicación de la actitud silenciosa adoptada por el Arzobispo. Pues después de haber afirmado el Prelado, a propósito de unas declaraciones del Cardenal de Valencia en contra de los homosexuales, que el Cardenal tenía derecho a sostener lo que él piensa con respecto a su Diócesis, algunos se han sentido movidos a decir, de modo enteramente injustificado, que tales declaraciones respondían a que el Arzobispo pensaba otra cosa con respecto a la suya.

Lo que prueba que el silencio como tal tropieza con el hecho indiscutible de que siempre es interpretado, de una forma o de otra. Los antiguos filósofos y moralistas solían utilizar un adagio, valedero tanto en Derecho como en Moral, según el cual qui tacet consentire videtur. Que significa algo así como quien calla parece estar de acuerdo, y que el lenguaje popular expresa en forma más llana diciendo que quien calla otorga. El mismo Derecho moderno concede valor a lo que llama el silencio administrativo; y así sucesivamente.

Una prueba de que el silencio como tal no existe en la convivencia humana lo tenemos en la misma actitud de la Iglesia ante la doctrina de los homosexuales. A una primera y tradicional actitud de repulsa contra la homosexualidad, que era un rechazo que se decía conforme con la Ley divina, las corrientes progresistas introdujeron la nueva actitud del silencio..., a la cual ha seguido, ya en la actualidad, la del arrodillamiento y la petición de perdón. Los antiguos católicos se hubieran escandalizado, o mejor no lo hubieran creído en modo alguno, que la Iglesia llegara a pedir perdón por haber combatido a la homosexualidad, e incluso a perseguir a sus propios ministros que se oponen a ella. Sin embargo tales son los hechos.[2]

Y es que, como prueban la sociología y la psicología, el silencio en el trato entre los hombres no es sino otra forma de expresión que incluso a veces es más elocuente que el habla. De ahí el fenómeno actual de la postura de arrodillamiento, puesto que el ser humano está obligado, lo quiera o no, a permanecer en actitud genuflexa como criatura que es: cuando se niega a estarlo ante Dios, acaba necesariamente postrándose ante el Diablo. Como puede verse probado en el quehacer diario de la vida humana, en la que los hombres que renegaron de Dios terminaron siempre adorando a otros dioses baales. Incluso dentro de la misma Iglesia puede observarse el fenómeno: la Iglesia del culto al hombre, que es la que ha suplantado a la Iglesia del culto a Dios, después de haber perdido la fe en la Presencia real eucarística se niega a arrodillarse ante la Eucaristía en las funciones del culto, como puede comprobarse tanto en las actitudes de las Altas Jerarquías como en las de los mismos fieles en la Misa. Lo que viene a ser en último término, se diga o no se diga, una postura de postración ante el Diablo.

El triunfalismo del Orgullo Gay tropieza sin embargo todavía con otros importantes problemas. Las personas homosexuales tienen derecho a sentirse orgullosas, tanto de sus sentimientos como de su comportamiento. Aunque conviene tener en cuenta, sin embargo, que el orgullo —entendido el término en su mejor acepción— significa en todo caso la legítima satisfacción por actos que se consideran meritorios, laudables dignos de elogio, de aprobación y de aplauso, que son cualidades que los homosexuales no dudan en otorgar a su conducta. Y desde un punto de vista pagano no pueden ponerse objeciones a tal argumentación. Sin embargo, aun manteniéndose dentro de ese campo de pensamiento, es necesario reconocer que a tales cualidades aún les falta otra a la que es imposible dar de lado: la ausencia de connotaciones negativas; como sucede en el deporte, en el que todos los méritos son anulados cuando se demuestra la existencia del dopaje. Y es en este sentido en el que la homosexualidad tiene todavía la necesidad de desterrar de sus actos un sentimiento anejo bastante difícil de borrar: el ridículo. El cual es casi imposible de evitar ante la contemplación —o la simple imaginación— de dos hombres besándose o practicando el coito anal. Cualquiera que se vea ante la imagen de dos hombres practicando la sodomía —uno en actitud activa y, lo que es todavía peor, otro en actitud pasiva—, puede sentirse inclinado a ser víctima de la risa provocada por la contemplación de lo que puede parecer ridículo (el mismo sentimiento que se produce al contemplar las evoluciones de los payasos en el circo).

El Orgullo Gay defiende legítimamente su postura y apela a las leyes de libertad de pensamiento y de expresión. Claro está que por la misma razón, y en atención a las mismas leyes, está obligado a respetar a quienes piensan que la homosexualidad les suscita los mismos sentimientos que producen el ridículo o la risa, cuando no además el de la compasión. Y con esto hemos llegado al punto álgido de las objeciones que pueden ser esgrimidas contra el Orgullo y que están todavía por resolver.

Todo el mundo conoce el tremendo poder de presión desplegado por el Lobby Gay contra quienes son contrarios a sus ideas. El cual es ejercido de muchos modos y desde todos los ámbitos de Poder, pero que incluso se convierte a menudo en verdadera persecución contra todos los que el Lobby considera que no comparten sus doctrinas. 

Pero ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que desde hace mucho tiempo se ha venido acusando a la Iglesia, incluso sin vacilar en aportar falsedades históricas de todo tipo, de actuaciones de ese orden por parte de la llamada Inquisición. Por más que nadie las haya demostrado con suficiencia y seriedad histórica hasta ahora, y puesto que los procedimientos de la Inquisición, a poco que se examine la Historia sin apasionamiento, se convierten en nimiedades comparados con los del Lobby. El cual goza de unos poderes de difusión y de coacción ante la Sociedad —amparado como está por todos los Poderes Públicos, por todas las Instituciones (incluida la Iglesia) y por todos los llamados mass media— tal como jamás hubieran podido soñar los frailes inquisidores españoles de los siglos XVI y XVII —aun en el caso inimaginable de que hubieran querido utilizarlos—. Con lo cual el Lobby Gay, tal vez sin pretenderlo, lleva a cabo un increíble alarde y una patente demostración de ser enemigo de la Libertad. La misma que predica a los cuatro vientos pero que él tiene buen cuidado de no practicar. Como decía el coronel Wainwright Purdy III de La Casa de Te de la Luna de Agosto cuando clamaba: ¡El Ejército Americano ha venido a Okinawa a implantar la democracia, no a practicarla![3]

(Continúa)