Sin embargo, por lo que hace concretamente al
silencio, no dejan de aparecer algunos problemas que quizá convenga solucionar.
Ante todo hay que tener en cuenta que el silencio, que parece ser una realidad
en los espacios siderales, no existe como
tal en la convivencia humana. Se suele decir, por ejemplo y no sin cierta
razón, que el silencio es un suceso que tiene por virtud quedar roto en el
momento mismo en el que se habla de él. Y en efecto, puesto que es enteramente
cierto que entre los humanos el silencio
habla por sí solo, ya que siempre es expresivo de una manera o de otra. Por
poner un caso concreto a considerar, es un hecho que ante los actos celebrados
con motivo del Orgullo Gay ha
parecido bastante elocuente el silencio de las Autoridades eclesiásticas
diocesanas y, sobre todo, el de la Conferencia Episcopal. En cuanto a las
primeras, algunos han querido ver una explicación de la actitud silenciosa
adoptada por el Arzobispo. Pues después de haber afirmado el Prelado, a propósito de unas declaraciones del
Cardenal de Valencia en contra de los homosexuales, que el Cardenal tenía
derecho a sostener lo que él piensa con respecto a su Diócesis, algunos se han sentido movidos a decir,
de modo enteramente injustificado, que
tales declaraciones respondían a que el Arzobispo pensaba otra cosa con
respecto a la suya.
Lo que prueba que el silencio como tal tropieza con
el hecho indiscutible de que siempre es interpretado, de una forma o de otra.
Los antiguos filósofos y moralistas solían utilizar un adagio, valedero tanto
en Derecho como en Moral, según el cual qui tacet consentire videtur.
Que significa algo así como quien calla
parece estar de acuerdo, y que el lenguaje popular expresa en forma más
llana diciendo que quien calla otorga.
El mismo Derecho moderno concede valor a lo que llama el silencio
administrativo; y así sucesivamente.
Una prueba de que el silencio como tal no existe en
la convivencia humana lo tenemos en la misma actitud de la Iglesia ante la
doctrina de los homosexuales. A una primera y tradicional actitud de repulsa contra la homosexualidad, que
era un rechazo que se decía conforme con la Ley divina, las corrientes
progresistas introdujeron la nueva actitud del silencio..., a la cual ha seguido, ya en la actualidad, la del arrodillamiento y la petición de perdón. Los antiguos
católicos se hubieran escandalizado, o mejor no lo hubieran creído en modo
alguno, que la Iglesia llegara a pedir perdón por haber combatido a la
homosexualidad, e incluso a perseguir a sus propios ministros que se oponen a
ella. Sin embargo tales son los hechos.[2]
Y es que, como prueban la sociología y la
psicología, el silencio en el trato entre los hombres no es sino otra forma de
expresión que incluso a veces es más elocuente que el habla. De ahí el fenómeno
actual de la postura de arrodillamiento, puesto que el ser humano está
obligado, lo quiera o no, a permanecer en actitud genuflexa como criatura que
es: cuando se niega a estarlo ante Dios, acaba
necesariamente postrándose ante el Diablo. Como puede verse probado en el
quehacer diario de la vida humana, en la que los hombres que renegaron de Dios
terminaron siempre adorando a otros dioses baales. Incluso dentro de la misma
Iglesia puede observarse el fenómeno: la Iglesia del culto al hombre, que es la
que ha suplantado a la Iglesia del culto a Dios, después de haber perdido la fe
en la Presencia real eucarística se
niega a arrodillarse ante la Eucaristía en las funciones del culto, como
puede comprobarse tanto en las actitudes de las Altas Jerarquías como en las de
los mismos fieles en la Misa. Lo que viene a ser en último término, se diga o
no se diga, una postura de postración ante el Diablo.
El triunfalismo del Orgullo Gay tropieza sin embargo todavía con otros importantes
problemas. Las personas homosexuales tienen derecho a sentirse orgullosas, tanto de sus sentimientos
como de su comportamiento. Aunque conviene tener en cuenta, sin embargo, que el
orgullo —entendido el término en su mejor acepción— significa en todo caso la
legítima satisfacción por actos que se consideran meritorios, laudables dignos
de elogio, de aprobación y de aplauso, que son cualidades que los homosexuales
no dudan en otorgar a su conducta. Y desde un punto de vista pagano no pueden
ponerse objeciones a tal argumentación. Sin embargo, aun manteniéndose dentro
de ese campo de pensamiento, es necesario reconocer que a tales cualidades aún
les falta otra a la que es imposible dar de lado: la ausencia de connotaciones negativas; como sucede en el deporte, en
el que todos los méritos son anulados cuando se demuestra la existencia del
dopaje. Y es en este sentido en el que la homosexualidad tiene todavía la
necesidad de desterrar de sus actos un sentimiento
anejo bastante difícil de borrar: el ridículo. El cual es casi imposible de
evitar ante la contemplación —o la simple imaginación— de dos hombres besándose
o practicando el coito anal. Cualquiera que se vea ante la imagen de dos
hombres practicando la sodomía —uno en actitud activa y, lo que es todavía
peor, otro en actitud pasiva—, puede sentirse inclinado a ser víctima de la
risa provocada por la contemplación de lo que puede parecer ridículo (el mismo
sentimiento que se produce al contemplar las evoluciones de los payasos en el
circo).
El Orgullo
Gay defiende legítimamente su postura y apela a las leyes de libertad de
pensamiento y de expresión. Claro está que por la misma razón, y en atención a
las mismas leyes, está obligado a respetar a quienes piensan que la
homosexualidad les suscita los mismos sentimientos que producen el ridículo o
la risa, cuando no además el de la compasión. Y con esto hemos llegado al punto
álgido de las objeciones que pueden ser esgrimidas contra el Orgullo y que
están todavía por resolver.
Todo el mundo conoce el tremendo poder de presión
desplegado por el Lobby Gay contra
quienes son contrarios a sus ideas. El cual es ejercido de muchos modos y desde
todos los ámbitos de Poder, pero que incluso se convierte a menudo en verdadera persecución contra todos los que
el Lobby considera que no comparten sus doctrinas.
Pero ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que
desde hace mucho tiempo se ha venido acusando a la Iglesia, incluso sin vacilar
en aportar falsedades históricas de todo tipo, de actuaciones de ese orden por
parte de la llamada Inquisición. Por
más que nadie las haya demostrado con suficiencia y seriedad histórica hasta
ahora, y puesto que los procedimientos de la Inquisición, a poco que se examine
la Historia sin apasionamiento, se convierten en nimiedades comparados con los
del Lobby. El cual goza de unos poderes de difusión y de coacción
ante la Sociedad —amparado como está por todos los Poderes Públicos, por todas
las Instituciones (incluida la Iglesia) y por todos los llamados mass media— tal como jamás hubieran
podido soñar los frailes inquisidores españoles de los siglos XVI y XVII —aun
en el caso inimaginable de que hubieran querido utilizarlos—. Con lo cual el Lobby
Gay, tal vez sin pretenderlo, lleva
a cabo un increíble alarde y una patente demostración de ser enemigo de la
Libertad. La misma que predica a los cuatro vientos pero que él tiene buen
cuidado de no practicar. Como decía el coronel Wainwright Purdy III de La Casa
de Te de la Luna de Agosto cuando clamaba: ¡El Ejército Americano ha venido a
Okinawa a implantar la democracia, no a practicarla![3]
(Continúa)