Fuente: Adelante la Fe
La conmemoración “ecuménica”, con el Papa Francisco a la cabeza, del Quinto Centenario de la herejía luterana está llevando las cosas a un punto límite: ya no es posible, en recta conciencia católica, no oponer siquiera alguna resistencia a esta enorme marea de confusión y desconcierto, ni pasar por alto las palabras y los gestos del Santo Padre respecto de esta conmemoración. No queda, por tanto, sino repetir con todo dolor pero con firmeza: non possumus! No podemos seguir con este ecumenismo que nos está llevando a la negación misma de la Fe y del mandato del Señor de evangelizar a las naciones.
Es cierto que desde hace tiempo el ecumenismo viene enervando la vida de la Iglesia. No es menos cierto que los dos Papas anteriores a Francisco tuvieron gestos y palabras de proximidad al protestantismo; se insinuó, incluso, la posibilidad de una conmemoración conjunta de este quinto centenario, la que ahora se consuma. Pero lo que hemos visto y oído en estos días supera sustancialmente todo lo anterior. En efecto, una cosa es el dialogo entendido como salutis colloquium, al decir de Paulo VI, aún con todas las desviaciones que ha exhibido en los últimos cincuenta años, y otra muy distinta es la asunción lisa y llana por parte de un Papa de las premisas fundamentales de la herejía protestante, premisas que ya no sólo no se condenan sino que ahora se las asume como bienes y dones de Dios para la Iglesia.
Nos explicamos. En toda esta llevada y traída conmemoración de la Reforma el problema central no es ni la figura de Lutero (al que se lo quiere poco menos que canonizar), ni los propósitos que lo movieron (a los que, sin ningún fundamento, se los presume nobles y loables), ni las circunstancias históricas que acompañaron el surgimiento del protestantismo (que se tergiversan y exageran de manera escandalosa con desprecio absoluto por la verdad histórica). No, el problema central es lo que significó y significa el protestantismo, en sus múltiples formas y expresiones, como radical subversión de la Fe, como herida impía inferida al Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia y como fuente del inmenso caudal de males que provocó no sólo en el orden estrictamente religioso sino, además, filosófico, cultural y político. Es esta esencia del protestantismo la que ha sido plenamente asumida y ratificada por el Papa.
Para calibrar hasta qué punto es cierto lo que acabamos de decir, vamos a examinar unas declaraciones del Papa Francisco a la Revista jesuita sueca Signum, luego reproducidas por la Civiltà Cattolica, el pasado 24 de octubre, en vísperas de su viaje a Suecia. En un momento de la entrevista, el periodista pregunta: “En los diálogos ecuménicos las diferentes comunidades deberían intentar enriquecerse recíprocamente con lo mejor de sus tradiciones. ¿Qué podría aprender la Iglesia Católica de la tradición luterana?”. La pregunta, en sí misma, formulada por quien hemos de presumir es un periodista católico, no puede ser más insidiosamente opuesta a la Fe; en efecto, si, como todo católico ha de creer, y la Iglesia enseña, la plenitud del depósito de la Fe está en la única Iglesia verdadera, esto es, la Católica, y si ella ha sido constituida por el mismo Cristo como Maestra de todo el género humano, ¿cómo se puede suponer que Ella pueda o deba “aprender” algo de quienes se han apartado de la Fe verdadera? ¿Cómo puede el error enseñar a la Verdad? Va de suyo que nadie niega la posibilidad de que en las confesiones protestantes haya hombres virtuosos y aún santos que puedan ser ejemplos aún para los católicos; pero no se trata de eso: la pregunta apunta claramente a otra cosa: si una herejía (y esto y no otra cosa esconde el eufemismo “tradición luterana”) tiene algo que enseñar a la fe verdadera.
Pero si la pregunta es, ella misma, radicalmente contraria a la verdad católica, no menos desconcertante es la respuesta. Vamos a trascribirla íntegra sin alterar una sola letra:
“Me vienen a la mente dos palabras: «reforma» y «Escritura». Trataré de explicarme. La primera es la palabra «reforma». Al inicio el de Lutero fue un gesto de reforma en un momento difícil para la Iglesia. Lutero quería proponer un remedio a la situación complicada. Después este gesto -también a causa de situaciones políticas, pensemos también en el cuius regio eius religio– se transformó en un «estado» de separación, y no en un «proceso» de reforma de toda la Iglesia, que sin embargo es fundamental, porque la Iglesia es semper reformanda (está en permanente reforma).
La segunda palabra es «Escritura», la Palabra de Dios. Lutero ha dado un gran paso para poner la Palabra de Dios en las manos del pueblo. Reforma y Escritura son las dos cosas fundamentales que en las que podemos profundizar mirando la tradición luterana.
Me vienen a la mente ahora las Congregaciones Generales antes del Cónclave y cómo se pidió vivamente una reforma y cómo estuvo presente en nuestras discusiones.”
Es decir, el Papa no sólo asiente a la pregunta y lo que ella supone, esto es, que la herejía puede enseñar algo a la verdad, sino que va mucho más allá todavía que la misma pregunta: aquello del luteranismo a lo que la Iglesia Católica ha de mirar es, nada menos, que el corazón mismo de la herejía protestante, esto es, la ruptura de la unidad de la Iglesia mediante la destitución de su misma Cabeza visible, es decir, la Cátedra de la Unidad establecida por el mismo Cristo (ese y no otro es el sentido de la “reforma” emprendida por Lutero y sus secuaces) y el deletéreo y nefasto principio del libre examen en la interpretación de la Palabra de Dios (“poner la palabra de Dios en manos del pueblo”). Estas dos cosas constituyen la esencia y el alma de la herejía protestante; cualquier otra consideración que se quiera hacer resultará siempre adventicia, accidental y secundaria.
En realidad estas dos cosas son una sola y responden al mismo espíritu que está en la base de la rebelión protestante que es el inicio de todas las rebeliones que se han venido sucediendo a través del proceso de la Revolución Anticristiana a partir de la Modernidad. Ese espíritu no es otro que el de la crítica revolucionaria, radicalmente subversiva, que iniciado por Lutero irá irradiando, en sucesivas etapas históricas, todos los errores y horrores de la Modernidad: de la Reforma Protestante a los Filósofos de la Ilustración, de éstos a la Revolución Francesa, de ésta al Comunismo ateo, de éste al Nuevo Orden Mundial el mayor y siniestro intento de implantar la Civitas Homini enemiga irreconciliable del Reino de Cristo. Se trata, en definitiva, de ese espíritu que cristaliza en el hombre nuevo, pero no en el sentido paulino sino en el de todas las utopías revolucionarias que desde hace cinco siglos vienen destruyendo todo cuanto, en esta tierra, lleva el nombre de Cristo y de Su Iglesia.
En 1960 se publicó en Argentina un libro profético: Libre examen y Comunismo; su autor, Jordán B. Genta quien catorce años después rubricaría su enseñanza con su sangre mártir. La tesis de este libro la expone el mismo autor en estos términos: “Este libro se propone demostrar que el Comunismo, y en particular, el Comunismo marxista, se reduce a una cuestión religiosa fundamental […] El Comunismo tiene su principio en la negación de la Verdad y en la posición del Libre Examen, que ha sustituido la teología de Cristo por una seudofilosofía de la Libertad y el Progreso Indefinido”[1] Más adelante, Genta abunda en razones. Refiriéndose a la Reforma Protestante (no sólo la de Lutero sino la de otros “reformadores” como Münzer y los anabaptistas) afirma: “Después de mil quinientos años de acción redentora y civilizadora de la Iglesia de Cristo, hubo cristianos que la desconocieron, rechazaron e intentaron destruirla. Las gentes y las naciones apartadas del Divino Reformador comenzaron a seguir a los reformadores improvisados que brotaban como hongos de todas las clases sociales, particularmente de las menos distinguidas y cultivadas; otros tantos “Cristos” demasiado humanos, nivelados en la vulgaridad, que osaron confundirse con el único Cristo, verdadero Dios y Hombre verdadero[2]”. La mirada de Genta es, esencialmente teológica y cristocéntrica; por eso advierte que en el principio del libre examen se contiene, in nuce, todas las demás revoluciones y confusiones: “Consumada la máxima subversión, confundida la Palabra de Dios con la de un hombre cualquiera que se cree iluminado de lo alto, todas las otras subversiones y confusiones que están comprendidas en la primera se van a seguir inexorablemente”[3].
Genta escribía en 1960 cuando el Comunismo, en el apogeo de su dominio y expansión mundial, representaba la última etapa del proceso de subversión y destrucción iniciado por el libre examen. Pero sus palabras tienen hoy más vigencia que nunca porque lo que ha sucedido a la implosión del Comunismo, al menos de aquel Comunismo de los sesenta y setenta, es la cristalización del más radical secularismo que es el Nuevo Orden Mundial, como hemos dicho. Lo fundamental es esto: el libre examen de Lutero no significó poner las Escrituras “en manos del pueblo” sino sustraerlas del Magisterio de la Iglesia. La Escritura se lee en la Iglesia y con la Iglesia. Bajo su guía y su magisterio infalible, la lectura de la Palabra de Dios, la lectio divina, fue elaborando a través de los siglos un corpus de sabiduría, divina y humana, que fue el fundamento de la Civilización Cristiana. El libre examen luterano significó una radical inversión: la Palabra de Dios, arrebatada a la Iglesia, fue puesta en el individuo lo que supuso la suficiencia del juicio individual, principio de la exaltación de la autonomía del hombre frente a Dios; supuso, también, la bondad natural y la rectitud del instinto sobre las que Rousseau construirá, siglos después, su Contrato Social con su secuela de igualitarismo y progreso indefinido. En el libre examen luterano tienen su origen el mundo moderno y esta posmodernidad que nos abruma. “El Libre Examen -concluía Genta- es avaricia intelectual, subjetivismo de la Verdad teológica, metafísica y moral, suficiencia del propio juicio con desprecio de toda autoridad […] el fraile triste arrebatado por Satanás, se instituyó a sí mismo en la Cátedra de Dios y creyó que su juicio era más, mucho más que el de los Papas y Obispos, que el de los teólogos y filósofos”.[4]
Maritain, en sus buenos tiempos, sostenía que el mundo moderno nació, entre otras cosas, en la celda en la que Lutero discutía con el Demonio. Es muy probable que sea así. Pero el mundo moderno, o mejor dicho, lo que este mundo representa paradigmáticamente, la rebelión del hombre endiosado contra Cristo y su Iglesia, nació y vuelve a nacer no sólo en el alma de aquel triste reformador (que sería piadoso encomendar a Dios antes que cubrir de loas su figura) sino en el alma de todos los reformadores, de todos los negadores de la grandeza y gloria de la Iglesia, de todos los destructores del orden cristiano, de los renegados del Nombre de Cristo aun cuando lo invoquen, de todos los desertores de la Verdad que no pasa, servidores de las utopías precarias y terribles.
Por todo eso, no podemos callar ni permanecer indiferentes frente a esta aventura ecuménica. No podemos. Non possumus.
Escribimos estas líneas en la Festividad de Todos los Santos. Hemos implorado al Señor, siguiendo las Letanías de los Santos: Ut omnes errantes ad unitatem Ecclesiae revocare, et infideles universos ad Evangelii lumen perducere digneris. Te rogamus, audi nos.
Mar del Plata, 1 de noviembre de 2016
Mario Caponnetto
[1] Jordán B. Genta, Libre Examen y Comunismo, en Jordán B. Genta, Biblioteca del Pensamiento nacionalista Argentino, Tomo VII, Buenos Aires, 1973, página 175.
[2] Jordán B. Genta, Libre examen y comunismo, o. c., páginas 177, 178.
[3] Ibidem.
[4] Jordán B. Genta, Libre examen y comunismo, o. c., páginas 183, 184.