Observo con mucha pena cómo, paulatinamente, pero sin pausa, el papa Francisco está llevando a cabo una auténtica "Revolución" en la Iglesia ... ¡que es aplaudida por el mundo!
Dicho de otro modo: no es la revolución de Cristo, por desgracia, la que el Papa nos está presentando, esa que ha producido tantos santos en la Iglesia a lo largo de sus dos mil años de existencia, siempre a contracorriente del mundo, como no podría ser de otra manera, en conformidad con las palabras de Jesucristo a sus discípulos: "!Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!" (Lc 6, 26).
La supervivencia de la Iglesia a lo largo de tanto tiempo ha sido debida a la proclamación fiel del mensaje de Jesucristo, sin trastocarlo, sino transmitiéndolo íntegramente y en su totalidad; sin añadir ni quitar nada de los escritos del Nuevo Testamento, cuyo autor es el Espíritu Santo (que inspiró a quienes los redactaron) para que la Verdad llegase a todos los hombres de todos los tiempos y lugares: "Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que Yo os he mandado" (Mt 28, 19-20).
La seguridad del cristiano proviene de que se fía de las palabras de su Maestro, al igual que lo hizo san Pablo cuando le dijo a Timoteo: "Sé muy bien de quién me he fiado" (2 Tim 1, 12). En la mente de todo cristiano están presentes las palabras de Jesús: "El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán" (Mt 24, 35). Y también aquellas otras que le dirigió a Pedro, confirmándolo como el primer Papa: "Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella" (Mt 16, 19) ... y pudo decir tal cosa porque Jesús, que era verdadero hombre, exactamente igual que nosotros (menos en el pecado) era también, igualmente, verdadero Dios. Su Persona divina tenía como suyas, en propiedad, tanto la divinidad (desde siempre) como la humanidad (a partir del momento en el que irrumpe en la Historia).
Desde los primeros momentos del nacimiento del cristianismo se mantuvieron, con absoluta fidelidad, tanto el contenido de los Evangelios como el resto de libros del Nuevo Testamento, transmitiéndolo íntegramente de generación en generación. En Jesucristo se cumplen todas las promesas contenidas en el Antiguo Testamento, que demuestran que Él era el Mesías esperado. Hubo muchas conversiones de judíos debido al testimonio de los Apóstoles, que adquirieron la fortaleza que necesitaban una vez que recibieron el Espíritu Santo que Jesús les había prometido.
San Pablo advierte a su discípulo Timoteo de la necesidad que tienen todos los cristianos de adherirse a los mandatos del Señor: "Si alguno enseña otra cosa y no se adhiere a las saludables palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la Doctrina que es conforme a la piedad, es un orgulloso que no sabe nada" (1 Tim 6, 3). Y le habla también de los peligros que tendrán que afrontar para mantenerse fieles, de las dificultades futuras: "Has de saber esto: que en los últimos días sobrevendrán tiempos difíciles. Pues los hombres serán egoístas, avaros, altivos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, criminales, desnaturalizados, calumniadores, salvajes, sin bondad, traidores, temerarios, hinchados, amantes del placer más que de Dios" (2 Tim 3, 1-4) ... Toda una descripción perfecta de los tiempos actuales.
Y continúa diciéndole: "... los cuales tendrán una apariencia de piedad, pero en realidad habrán renunciado a su espíritu. Apártate también de éstos" (2 Tim 3, 5). San Pablo habla con verdad a su discípulo Timoteo, aunque la verdad sea dura y difícil, a veces, de entender. Por eso le advierte también que tenga en cuenta que "todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones" (2 Tim 3, 12).
¡Esto es lo que está ocurriendo hoy en día y este movimiento de odio, este deseo de extirpar de la faz de la tierra a todos los cristianos fieles va "in crescendo", de un modo tal que no tiene explicación humana posible. Es un hecho innegable la apostasía generalizada que se ha producido en la actualidad; y esto a nivel mundial: "Vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana sino que, dejándose llevar de sus caprichos, reunirán en torno a sí maestros que halaguen sus oídos; y se apartarán de la verdad, volviéndose a las fábulas" (2 Tim 4, 3-4).
¿Y qué tiene que hacer un cristiano ante estas adversidades? Pues lo mismo que el Apóstol le dijo a Timoteo: "Tú persevera en lo que has aprendido y creído, sabiendo de quiénes lo aprendiste, y que desde la infancia conoces las Sagradas Escrituras, que pueden instruirte, en orden a la salvación, por medio de la fe, que está en Cristo Jesús" (2 Tim 3, 14-15). Palabras de aliento y de esperanza: "Tú vigila en todo, afánate en el trabajo, haz labor de evangelista, desempeña bien tu ministerio" (2 Tim 4, 5). "Timoteo, guarda el depósito. Evita las novedades y las contradicciones de la falsa ciencia, pues algunos que la profesaban perdieron la fe" (1 Tim 6, 20, 21).
Esa es la clave: no avergonzarse de Jesucristo. Así procedieron todos los apóstoles y los santos. San Pablo, por ejemplo, dice: "Así como Dios nos ha juzgado dignos de confiarnos el Evangelio, así hablamos: no como buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que es quien juzga nuestros corazones" (1 Tes 2, 4). Y nos pone en guardia de nuevo, para que siempre estemos en actitud de vigilancia: "Mirad que nadie os atrape por medio de vanas filosofías y falacias, según las tradición de los hombres, conforme a los elementos del mundo, y no según Cristo" (Col 2, 8).
En la carta que dirige a los gálatas san Pablo les habla con una claridad meridiana, sorprendiéndose primero: "Me sorprende que abandonéis tan deprisa a quien os llamó por la gracia de Cristo, para ir a otro evangelio; no es que haya otro, sino que hay quienes os perturban y quieren trastocar el Evangelio de Cristo" (Gal 1, 6-7); y luego les exhorta para que no se dejen engañar: "Aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema!" (Gal 1, 8); e insiste en ello: "Como hemos dicho, y ahora vuelvo a decirlo, si alguien os anuncia un evangelio distinto del que recibisteis, ¡sea anatema!" (Gal 1, 9).
¿Y qué ocurre con respecto a lo que el mundo piensa? Pues dice lo siguiente: "¿Busco yo acaso el favor de los hombres o el de Dios? ¿O es que deseo agradar a los hombres? Si aún tratara de agradar a los hombres no sería siervo de Cristo" (Gal 1, 10).
Esta última idea es muy importante para un cristiano: no es Jesucristo quien debe de adaptarse al mundo; es el mundo el que está necesitado de conversión y de auténtica felicidad; y el que tiene que adaptarse a las enseñanzas y a la Persona de Jesucristo, pues sólo en Él pueden satisfacerse todas sus ansias. De ahí la necesidad de hacer llegar a la gente aquello que hemos recibido de Dios, sin mérito alguno por nuestra parte: "Gratis lo habéis recibido. Dadlo gratis" (Mt 10, 8).
Esta última idea es muy importante para un cristiano: no es Jesucristo quien debe de adaptarse al mundo; es el mundo el que está necesitado de conversión y de auténtica felicidad; y el que tiene que adaptarse a las enseñanzas y a la Persona de Jesucristo, pues sólo en Él pueden satisfacerse todas sus ansias. De ahí la necesidad de hacer llegar a la gente aquello que hemos recibido de Dios, sin mérito alguno por nuestra parte: "Gratis lo habéis recibido. Dadlo gratis" (Mt 10, 8).
Por todas estas razones -y otras por el estilo- creo que podemos entender este mandato de Pablo a Timoteo: "Te ordeno, en la presencia de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús, que dio el solemne testimonio ante Poncio Pilato, que conserves lo mandado, sin tacha ni culpa, hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que a su tiempo hará patente el bienaventurado y Único Soberano, el Rey de los reyes y el Señor de los señores, el único que es inmortal y que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver. A Él el honor y el imperio eterno. Amén" (1 Tim 6, 13-16).
A lo largo de dos mil años la Iglesia se ha mantenido fiel, en medio de grandes dificultades y problemas, contando siempre con la ayuda del Espíritu Santo, que "sopla donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni adónde va" (Jn 3, 8). Ha suscitado grandes santos que son los que han hecho posible esta supervivencia de la Iglesia Católica, a pesar de los errores de algunos de sus miembros, que no se comportaron como verdaderos discípulos de Jesucristo. Debido a ello, y con la asistencia del Espíritu Santo, en los diversos Concilios que han habido, se ha puesto de manifiesto la verdad ante las herejías que amenazaban la unidad y la identidad de la única Iglesia fundada por Jesucristo, que es la Iglesia católica.
La Iglesia, como cuerpo Místico de Cristo, cuerpo vivo que se desarrolla, ha ido cambiando a lo largo del tiempo, en el sentido de que ha ido creciendo en la profundidad del conocimiento y del amor a Jesús, manteniéndose siempre idéntica a sí misma en lo esencial. Cualquier otro tipo de cambio es impensable, pues dejaría de ser, entonces, la verdadera Iglesia: tal ocurrió, por ejemplo, con la Reforma protestante, que es la mayor catástrofe que ha sobrevenido a la Iglesia en toda su historia hasta hoy pues, a consecuencia de ella, la unidad de fe de la cristiandad quedó destruida.
A ello han contribuido todos los Concilios y la Tradición, manteniendo fija la auténtica doctrina enseñada por Jesucristo, conforme a su expreso mandato de "ir por todo el mundo enseñándole a la gente a guardar todo lo que Él había enseñado" (Mt 28,20). Y es que, cuando se ha descubierto la verdad, cuando se ve que hay tantísima gente infeliz por desconocerla, cuando se tiene verdadera fe en Jesucristo, se sabe con certeza absoluta [en contra de lo que dice el Papa; pinchar también aquí] que este tesoro que hemos recibido gratuitamente no lo podemos esconder, como si se tratase de algo privado. Es para que todo el mundo disfrute de Él.
De ahí la urgencia de la Evangelización para que a todos les llegue el Mensaje del Amor que Cristo tiene por cada uno de ellos. Se trata de anunciar la Verdad íntegra: la Persona de Jesucristo, como verdadero Dios y como verdadero hombre, que entregó su vida para salvarnos del pecado y de la condenación eterna. Esto no depende ni de los tiempos ni de las culturas. Y es, además, una obligación para todo cristiano y, de un modo especial, para los sacerdotes, obispos, cardenales y, sobre todo, para el Papa. [No se entiende que el papa Francisco haya dicho, en repetidas ocasiones, que el proselitismo es una solemne tontería, pues va en contra del mandato de Jesús].
El Papa ha recibido un depósito que debe transmitir íntegro y con fidelidad y no puede inventarse la doctrina católica. Ésta ya está inventada. Y se ha profundizado mucho en ella a lo largo de dos mil años de historia de la Iglesia. Nadie, ni siquiera el Papa (¡mucho menos el Papa!) puede arrogarse, aunque diga que lo hace con "humildad", el imponer su propia interpretación y visión del catolicismo, sobre todo cuando se ve que ésta está en clara contradicción con la Tradición constante de la Iglesia, desde su Fundador.
La Iglesia, como cuerpo Místico de Cristo, cuerpo vivo que se desarrolla, ha ido cambiando a lo largo del tiempo, en el sentido de que ha ido creciendo en la profundidad del conocimiento y del amor a Jesús, manteniéndose siempre idéntica a sí misma en lo esencial. Cualquier otro tipo de cambio es impensable, pues dejaría de ser, entonces, la verdadera Iglesia: tal ocurrió, por ejemplo, con la Reforma protestante, que es la mayor catástrofe que ha sobrevenido a la Iglesia en toda su historia hasta hoy pues, a consecuencia de ella, la unidad de fe de la cristiandad quedó destruida.
A ello han contribuido todos los Concilios y la Tradición, manteniendo fija la auténtica doctrina enseñada por Jesucristo, conforme a su expreso mandato de "ir por todo el mundo enseñándole a la gente a guardar todo lo que Él había enseñado" (Mt 28,20). Y es que, cuando se ha descubierto la verdad, cuando se ve que hay tantísima gente infeliz por desconocerla, cuando se tiene verdadera fe en Jesucristo, se sabe con certeza absoluta [en contra de lo que dice el Papa; pinchar también aquí] que este tesoro que hemos recibido gratuitamente no lo podemos esconder, como si se tratase de algo privado. Es para que todo el mundo disfrute de Él.
De ahí la urgencia de la Evangelización para que a todos les llegue el Mensaje del Amor que Cristo tiene por cada uno de ellos. Se trata de anunciar la Verdad íntegra: la Persona de Jesucristo, como verdadero Dios y como verdadero hombre, que entregó su vida para salvarnos del pecado y de la condenación eterna. Esto no depende ni de los tiempos ni de las culturas. Y es, además, una obligación para todo cristiano y, de un modo especial, para los sacerdotes, obispos, cardenales y, sobre todo, para el Papa. [No se entiende que el papa Francisco haya dicho, en repetidas ocasiones, que el proselitismo es una solemne tontería, pues va en contra del mandato de Jesús].
El Papa ha recibido un depósito que debe transmitir íntegro y con fidelidad y no puede inventarse la doctrina católica. Ésta ya está inventada. Y se ha profundizado mucho en ella a lo largo de dos mil años de historia de la Iglesia. Nadie, ni siquiera el Papa (¡mucho menos el Papa!) puede arrogarse, aunque diga que lo hace con "humildad", el imponer su propia interpretación y visión del catolicismo, sobre todo cuando se ve que ésta está en clara contradicción con la Tradición constante de la Iglesia, desde su Fundador.
Muy bien lo expresó el papa Benedicto XVI cuando dijo en la misa de la toma de posesión de su Cátedra, en la Basílica de san Juan de Letrán el 7 de mayo de 2005:
«El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Al contrario: el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y a su Palabra. No debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente a sí mismo y la Iglesia a la obediencia a la Palabra de Dios, frente a todos los intentos de adaptación y alteración, así como frente a todo oportunismo.»
Este dicho sí que revela una auténtica y verdadera humildad y un apasionado amor a la verdad y a Jesucristo, cuyo conocimiento nos ha llegado -intangible, pero profundizado- a través de la Tradición y a lo largo de la historia de la Iglesia.
Frente a esas palabras tenemos estas otras del papa Francisco en una entrevista al diario argentino La Razón:
«Y una cosa que me dije desde el primer momento fue: “Jorge no cambies, seguí siendo el mismo, porque cambiar a tu edad es hacer el ridículo”. Por eso he mantenido siempre lo que hacía en Buenos Aires, con los errores, por ahí, que eso puede suponer. Pero prefiero andar así como soy. Evidentemente, eso produjo algunos cambios en los protocolos, no en los protocolos oficiales porque esos los observo bien. Pero mi modo de ser aun en los protocolos es el mismo que en Buenos Aires, o sea que ese “no cambies” me cuadró bien la vida.»
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«Los padres conciliares sabían que abrirse a la cultura moderna significaba ecumenismo religioso y diálogo con los no creyentes. Después de entonces, se hizo muy poco en esa dirección. Yo tengo la humildad y la ambición de querer hacerlo.» [1 de octubre de 2013; diálogo con Scalfari]
«Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación.» (EG num 27)
«Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos.» (EG num 49)
«Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres.» (EG num 198)
Para el Papa Bergoglio, el papado es un vehículo para lograr aquello con lo que él sueña, lo que él quiere o lo que él prefiere, en oposición a lo que le ha sido transmitido para su custodia. Él tiene la intención de dejar su sello personal en la Iglesia de una manera que sea “irreversible”, al menos en la medida en que el Espíritu Santo se lo permita, -evidentemente está decidido a probar los límites exteriores con “reformas” que ningún Papa antes que él se había atrevido a llevar a cabo, y que pasarán como intervenciones de “el Dios de las sorpresas”.
Porque él se ha pasado los últimos tres años haciendo exactamente como a él le gusta, lo que le ha valido un sinfín de aplausos por parte del mundo, en lugar de lo que debería haber hecho para el bien de la Iglesia, lo que le conllevaría la enemistad eterna del mundo que obtuvo su predecesor. El papado no es una carga para el Papa Bergoglio, tal y como lo fue para Benedicto, quien no la pudo soportar. Más bien, es una ocupación inmensamente placentera. Así, cuando su amigo, el nuevo Arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Mario Poli. le pidió a Francisco que le explicase tal transformación, recibió esta respuesta: “Es muy entretenido ser papa.”
El actual Vicario de Cristo no tiene intención de seguir por el triste camino de su predecesor, quien fue acosado fuera de su cargo por los lobos a los que temía, y mucho menos del camino del Varón de Dolores. Somos testigos de la alegría por la propia realización personal, a expensas de todo el Cuerpo Místico de Cristo. Y el mundo se une a un feliz Obispo de Roma amando cada minuto de su alegría.
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¡Es muy doloroso escribir estas cosas, pero es que es la verdad! De manera que nos conviene, a todos los cristianos, por nuestro propio bien y nuestra salvación eterna, hacer todo lo que esté en nuestras manos para adquirir una formación católica ortodoxa y darla a conocer a nuestros hijos y a nuestros nietos. Sólo de ese modo podrá cambiar la sociedad, mediante la vuelta a Dios, en Jesucristo, a la luz de las verdades de la Iglesia de siempre. Y no de las ocurrencias del Papa, del obispo o del sacerdote de turno. De ellos debemos de tomar lo mejor, como decía san Pablo que hiciéramos: "Omnia autem probate, quod bonum est tenete", es decir: "Probadlo todo y quedaos con lo bueno" (1 Tes 5, 21), porque al final "cada uno de nosotros dará cuenta a Dios de sí mismo" (Rom 14, 12)
José Martí