La palabra homosexualidad es el término genérico que se aplica a las personas homosexuales, que son aquellas que satisfacen su apetito sexual con las de su mismo sexo. Más específicamente, el vocablo gay apunta por lo general a los varones (aunque no exclusivamente), mientras que el de lesbianismo se reserva para el género femenino.
Durante siglos el Cristianismo ha venido condenando esta tendencia como un vicio aberrante, contrario a las Leyes divinas y a la misma naturaleza humana. El Judaísmo hizo lo mismo desde mucho antes, aunque en general todo parece indicar que como tal depravación ha sido considerado siempre por la Humanidad desde sus mismos comienzos.
Pero en los tiempos modernos las ideas sobre la homosexualidad han dado un vuelco. Lo que siempre ha sido considerado como vicio repugnante ahora es visto como una gloriosa conquista de la Humanidad, y hasta como un timbre de gloria del que preciarse: El Orgullo Gay.
La explicación del fenómeno es tan fácil de exponer como difícil de explicar. En realidad no puede considerarse como algo extraño que los hechos hayan ocurrido así, desde el momento en que han sido rechazadas, rotundamente y sin paliativos, tanto las Leyes divinas como las leyes de una naturaleza humana cuya existencia como tal ahora se niega. Si ya no existen ni las unas ni las otras, solamente puede considerarse como que algo es válido o inválido según los casos y tal como lo decida la voluntad del hombre.
Y efectivamente las cosas son muy sencillas mientras no se trate de explicarlas, y aun más complicadas si se trata de justificarlas. Por eso la Humanidad vive al día y no intenta explicar ni justificar nada. Por otra parte, ¿qué sentido tendría buscar explicaciones transcendentes cuando ha sido rechazado todo lo transcendente?
El problema surge con el mismo problema, el cual se empeña en no querer desaparecer pese a quien pese. El hecho de que el hombre niegue la existencia de los problemas no significa que los problemas no estén ahí. Es algo parecido a la fábula del avestruz, que se niega a ver al cazador pensando así conjurar el peligro, aunque la evocación de este símil sufra del inconveniente de que el hombre moderno odia que se le recuerde la fábula del avestruz.
Como es lógico de suponer y de entender, la repulsa de las Leyes divinas y naturales humanas es cosa del ateísmo. Tanto el ateo como el agnóstico (en realidad vienen a ser la misma cosa) rechazan la existencia de todo lo sobrenatural y transcendente, admitiendo únicamente lo que es perceptible por la experiencia. Tal rechazo es sumamente fácil y sólo depende de un acto de voluntad que no admite más planteamientos.
La dificultad surge cuando se considera que rechazar la existencia de Dios es un acto humano, por lo que no puede prescindir de alguna explicación que necesariamente habrá de ser racional (incluso por aquellos que rechazan la posible certeza de toda racionalidad). La verdad es que ni el ateísmo ni el agnosticismo puedan escapar a la necesidad de dar explicaciones a su postura.
Si se pregunta a cualquier ateo (hablando en términos genéricos) acerca de la razón de su rechazo a las Leyes divinas y naturales dirá que porque él no cree en Dios ni en la creación del Universo. Es evidente que para él son términos sinónimos la no creencia en Dios y la no existencia de Dios; con lo que la existencia o la no existencia de Dios depende de que el hombre decida creer o no creer en ella.
Y de nuevo la necesidad de dar una explicación racional de tal postura. El ateo la proporcionará diciendo que no existen pruebas admisibles de la existencia de Dios. Cosa a la que los cristianos se apresurarán a rechazar alegando que existe todo un cúmulo de pruebas, tanto en el orden natural como en el sobrenatural, además de que la sola razón es perfectamente capaz de probar la existencia de Dios.
Una contra argumentación que de nuevo es rechazada por el ateo. ¿La razón? Porque ninguna de esas pruebas es apodíctica o segura. No aporta razones seguras de que tales pruebas no sean seguras, pero es su decisión personal y es suficiente. En definitiva, es la regla de todos los subjetivismos, para los cuales nada de las afirmaciones de la razón gozan de certeza absoluta, salvo la afirmación de la razón de que nada goza de certeza absoluta.
Es de notar que así como el ateísmo rechaza toda pretensión científica de mostrar pruebas acerca de la existencia de Dios (de sentido común, en el orden científico natural o en el filosófico o teológico), sin embargo está dispuesto a demostrar científicamente su no existencia.
Para lo cual acude a la aparición del Universo surgiendo de la nada, de un lado, y al evolucionismo darwiniano que se funda sobre todo en las leyes de la selección y, sobre todo, de la casualidad.
Pero el problema de los problemas aparece de nuevo cuando se trata de explicar la posibilidad de la aparición de un Universo desde la nada. ¿Cómo una cosa que no existe puede crearse a sí misma...? ¿Y la cosa que surgía de la nada, ¿dónde se instaló si nada existía?... Y aquí es necesario reconocer que todavía no se ha dado alguna explicación pertinente acerca del tema.
En cuanto a la teoría de la casualidad, todavía espera el mundo a alguien que la explique: qué es, en qué consiste, cómo funciona, cómo encaja en el factor darwiniano del tiempo, cómo se refutan las pruebas que existen y que hablan en sentido contrario, etc.
En último término, no hay sino reconocer que para explicar la aparición del Universo desde la nada todavía no existe nada convincente.
Pero hágase un acto de fe (porque necesariamente ha de ser de fe), y dése por buena la doctrina del ateísmo (ya es mucho conceder). Acéptese el darwinismo y que el Universo surgió de la nada, con lo cual ya puede ser aceptada la homosexualidad.
Aunque aún falta un escollo por salvar. Es evidente que todo lo que los cristianos engloban bajo el término de pecado, cuya base es siempre el rechazo de la Ley Divina y de la Ley Natural, además del aspecto de maldad intrínseca (peculiaridad inventada por los cristianos), posee también otro innegable de ridículo (así aparece ante el sentido común humano).
Es evidente que esta última peculiaridad de lo que los cristianos llaman pecado —el ridículo— pasa desapercibida o innominada para unos y para otros. Y sin embargo no es menos evidente, además de que en ninguno de los actos que los cristianos reprueban aparece tan claramente como en la homosexualidad. Es imposible imaginar la imagen de un hombre besando a otro hombre o la de un coito anal, sin que surja la idea, aún más que de repudio, la de un rechazo que conduce inevitablemente a la risa. Difícil encontrar algo más ajeno a lo natural o a lo cómico. Pues lo cómico no es otra cosa que el sentimiento ante lo que parece una mamarrachada, o una actitud intermedia entre la imbecilidad y la estupidez, que es precisamente lo que provoca la risa de las actuaciones de los payasos en el circo.
Según las nuevas leyes de libertad religiosa, de libertad de pensamiento y de libertad de expresión, debe ser respetado todo lo concerniente a lo que se llama El Orgullo Gay. A pesar de que a la homosexualidad le falta todavía despejar definitivamente la idea del ridículo que suscita en muchos su filosofía, cosa que es posible que consiga. Pero habrá de hacerlo al mismo tiempo que respeta también la libertad de expresión de quienes con ligereza y exceso de humor se permiten reírse de cualquier cosa.