Artículo completo original aquí
Nota del Editor: Escribí esto el año pasado, y apareció solamente en la edición impresa de The Remnant. Dados los acontecimientos recientes, involucrando a un papa Francisco cada vez más agresivo, parece apropiado publicarlo aquí en nuestro sitio. MJM
La enseñanza inmutable de la Iglesia sobre el deber de los fieles católicos a resistir a la autoridad legítima en tiempos de crisis está fundada en la Escritura: “Mas cuando Cefas vino a Antioquía” -escribe san Pablo en Gálatas 2:11- “le resistí cara a cara, por ser digno de reprensión”.
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La enseñanza inmutable de la Iglesia sobre el deber de los fieles católicos a resistir a la autoridad legítima en tiempos de crisis está fundada en la Escritura: “Mas cuando Cefas vino a Antioquía” -escribe san Pablo en Gálatas 2:11- “le resistí cara a cara, por ser digno de reprensión”.
En las Escrituras, la exhortación más firme al respecto viene también de Gálatas: “Pero aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema!”(Gal 1, 8)
Como católico que llegó a la mayoría de edad durante la turbulenta era post-conciliar, era claro para mí, incluso de niño, que los Papas pueden fallar y causar un gran daño a la Iglesia. Pero siempre consideré que este potencial era más por ignorancia o debilidad humana, que por pura maldad. El mismo Pedro sentó el precedente. Antes de dejar su vida por Cristo, nuestro primer Papa lo negaría tres veces, excediéndose, por demás, en demostrar que los Papas están ciertamente sujetos a la debilidad humana. ¿Pero deseaba Pedro destruir la Iglesia? Definitivamente no. ¿Y Liberio? ¿Honorio? ¿Alejandro VI? Otra vez, parecería que no.
Los intentos papales proactivos para destruir la Iglesia son en verdad escasos, y de hecho parecen estar confinados casi exclusivamente a los pontificados de los más recientes ocupantes de la silla de Pedro. Pero incluso estos intentos no parecen descalificar como vicarios legítimos de Cristo en la tierra a los pontífices culpables. Así como Pedro negó a Cristo y se unió momentáneamente a quienes deseaban su sangre, los sucesores de Pedro, evidentemente, tampoco estarían impedidos de tomar parte en el misterio de iniquidad; cosa que no sorprende demasiado a quienes recuerdan la visión del papa León, la de Cristo permitiendo al mismo Satanás poner a prueba a su Iglesia durante cien años.
Pero dado que los sucesores de Pedro pueden—por temor, debilidad o desorientación diabólica—trabajar activamente para destruir la Iglesia, esto no significa que estén por encima de todo reproche o que no deban ser fuertemente resistidos.
“Así como es lícito resistir al Papa que ataca el cuerpo” -argumenta san Roberto Belarmino (De Romano Pontifice, Lib. II, Ch. 29)- “también es lícito resistir al que ataca a las almas, altera el orden civil o, sobre todo, al Papa que intenta destruir la Iglesia. Digo que es lícito resistirlo no haciendo aquello que ordena y evitando que se ejecute su voluntad.”
Hace cincuenta años, en la noche del 16 de noviembre de 1965, unos cuarenta obispos católicos se reunieron en las catacumbas de Santa Domitila para decir misa y, efectivamente, para hacer un juramento de renuncia eclesial cuando se trate del dogma que sostiene que la Iglesia católica es la única vía de salvación.
Bajo la apariencia de lo que la historia consideraría una nueva preocupación de la Iglesia por la condición humana, este cuadro de modernistas juró cambiar la Iglesia católica para siempre transformándola en una “Iglesia para los pobres” que levantaría la bandera blanca en relación a la dura doctrina y el compromiso de la Iglesia con proteger del mal, fomentar la santidad y trabajar para la salvación de las almas.
Según el informe favorable del Washington Post sobre este acontecimiento, ‘El Pacto de las Catacumbas’—cuya descripción parece extraída de las páginas de una novela de Malachi Martin—se desarrolló a modo de drama:
La misa fue celebrada poco antes de terminado el concilio Vaticano II, la reunión histórica de todos los obispos del mundo que a lo largo de tres años puso a la Iglesia en el camino de la reforma y de un compromiso sin precedentes con el mundo moderno — lanzando el diálogo con otros cristianos y otras religiones, respaldando la libertad religiosa y cambiando la misa del latín a la lengua vernácula, entre otras cosas…
Y mientras la liturgia finalizaba bajo la tenue luz de la abovedada cámara del siglo IV, cada uno de los prelados se acercó al altar y adhirió su nombre al corto pero apasionado manifiesto que prometía que todos ellos "intentarían vivir de acuerdo a la manera ordinaria de su gente en todo lo referido a la vivienda, alimentos, medios de transporte y asuntos relacionados".
Los signatarios juraron renunciar a las posesiones personales, las vestimentas sofisticadas, y los “nombres y títulos que denoten prominencia y poder,” [por ejemplo, ‘Papa’, ‘monseñor’ etc.] y dijeron que abogar por los pobres y los débiles sería el foco de su ministerio. Para todo esto, dijeron, “buscaremos colaboradores en el ministerio para que podamos ser animadores según el espíritu en lugar de dominadores según el mundo; trataremos de ser lo más humanamente presentables y acogedores posible; y nos mostraremos abiertos a todos, sin importar sus creencias.”
El documento sería conocido como ‘El Pacto de las Catacumbas’, y los firmantes esperaban que marcara un punto de inflexión en la historia de la Iglesia. En cambio, el citado pacto de las catacumbas desapareció, para toda intención y propósito. Apenas se lo menciona en las exhaustivas historias del Vaticano II, y si bien hay copias del documento circulando, nadie sabe qué sucedió con el documento original. Además, el número exacto y los nombres de los firmantes originales está en discusión, si bien se cree que sólo uno sobrevive aún: Luigi Bettazzi, de casi 92 años, obispo emérito de la diócesis italiana de Ivrea.
Si bien jamás se menciona ‘El Pacto de las Catacumbas’, no es difícil observar que el papa Francisco sabe acerca de él. Y de acuerdo al Washington Post, el cardenal Kasper concuerda, admitiendo que el programa del papa Francisco “es en gran medida lo que era ‘el Pacto de las Catacumbas’. Ahora se habla en todos lados del ‘Pacto de las Catacumbas’.” Kasper incluso lo menciona en su libro Misericordia: Clave del Evangelio y de la Vida Cristiana.
El Post publica que este mes se llevará a cabo en Roma un seminario de jornada completa, marcando el aniversario de este acontecimiento: (...) Un reconocido historiador de la Universidad de Santo Tomás en Saint Paul [Minnesota], Massimo Faggioli, dijo al Post que el ‘Pacto de las Catacumbas’ es clave para comprender a Francisco: “con el papa Francisco no se puede ignorar el ‘Pacto de las Catacumbas’. Es una clave para entenderlo a él, por eso hoy no es un misterio que haya regresado a nosotros.”
“Tenía el olor del comunismo” dice fray Uwe Heisterhoff, miembro de la Sociedad del Verbo Divino, la comunidad misionera a cargo de las Catacumbas de Domitila: “Lo que las catacumbas representaban realmente,” dijo Heisterhoff, “era una Iglesia sin poder, una Iglesia que mostraba lo que Francisco alabó como ‘testigo convincente’ — una visión radical de simplicidad y servicio que dice el Papa que es necesaria para la Iglesia actual—.”
En otras palabras, una Iglesia que será neutralizada, marginada y eventualmente aplastada bajo el dominio del mundo moderno, dado que ella está esencialmente aceptando cambiar su mandato divino de bautizar a todas las naciones por una mezcolanza llamada hermandad del hombre.
No se confundan: el papa Francisco está tratando de destruir la Iglesia tal como existió por dos mil años. ¿Por qué? Por su compromiso personal de enrolar a la Iglesia en una guerra mundial para establecer un nuevo orden social, tal como prometió hacer el párrafo número 10 de Pacto de las Catacumbas:
Haremos todo lo posible para que los responsables de nuestro gobierno y de nuestros servicios públicos promulguen, y pongan en práctica, leyes, estructuras e instituciones sociales requeridas por la justicia y la caridad, la igualdad y el desarrollo armonioso y holístico de todos los hombres y mujeres y, de esta manera, dar lugar al advenimiento de otro orden social, digno de hijos e hijas de la humanidad y de Dios. También conocido como Nuevo Orden Mundial basado en la hermandad del hombre y el rechazo del reinado de Jesucristo.
Acabo de regresar del Sínodo de la Familia en Roma, el cual, debo decirlo, se trató más que nada del surgimiento de la nueva Iglesia de la hermandad del hombre concebida hace cincuenta años en esa catacumba romana. He regresado de la Ciudad Eterna convencido sin sombra de duda que hemos entrado en la siguiente fase de la auto-demolición de la Iglesia de Pablo VI.
Como miembros de la prensa, nos reunimos en la sala de prensa del Vaticano a escuchar al Papa y a los padres sinodales elegidos a dedo explicar por qué las palabras de Nuestro Señor y las enseñanzas tradicionales e infalibles de la Iglesia ya no están a la altura para lidiar con los problemas de una sociedad iluminada y moderna como la nuestra.
Fuimos instruidos en lecciones de misericordia (como si la Iglesia del pasado no supiera nada de ello) y la importancia de la escucha porque, verán, esta nueva Iglesia trata de ser complaciente con quienes en el último medio siglo recibieron piedras en lugar de pan, no fueron catequizados, y ahora están en familias destruidas que han estado bebido demasiado de las fuentes venenosas del Vaticano II y de la nueva misa. Dado que ahora los católicos se divorcian y toman anticonceptivos al mismo ritmo que el resto del mundo, es hora de que los obispos y los Papas los escuchen, aprendan de ellos y basen la política pastoral futura en las mismas políticas fracasadas que los condujeron a la ruina.
¡Sí, es así de estúpido!
La entera pesadilla sinodal es como un extraño experimento de la era soviética que primero lava los cerebros de la gente y luego les pide que expresen lo que el Gran Hermano necesita escuchar para justificar la revolución que él hará creer al mundo que es voluntad del pueblo.
Sorprendentemente, la Iglesia post-conciliar que ya ni puede llenar los bancos, igualmente llevó a cabo un sínodo complejo cuyo propósito era apuntar los dedos acusadores a la Iglesia de hace 2000 años que construyó la majestuosa cristiandad y bautizó a medio planeta.
En una de las conferencias de prensa del sínodo, observé con abatida incredulidad al arzobispo Leonard de Bélgica asegurar a la prensa que este sínodo lo oficializa: “No somos una Iglesia que juzga. Somos una Iglesia acogedora, que escucha a la gente y le habla en términos claros. La ternura es la palabra de este sínodo. Este es el comienzo de una nueva Iglesia.”
Presuntamente, en oposición a la vieja Iglesia, que juzgaba a las personas y no las hacía sentirse bienvenidas. ¡Dios, ayúdanos, qué blasfemia!
Pero el cardenal de Ghana Peter Turkson coincidió alegremente: “Sí, este sínodo es un emblema de la nueva Iglesia.”
Al menos en esto nos dicen la verdad: han salido de la catacumba y admiten públicamente lo que se traen entre manos. El Sínodo de la Familia fue debido a la promesa de Francisco de cambiar la Iglesia de manera tal que ningún Papa futuro pudiera volverla a lo que era … al menos ése es el deseo.
El Sínodo refleja el espíritu de una nueva era, la del Concilio y de lo que pasó hace 50 años en aquella catacumba bajo las calles de Roma, donde los clérigos se rindieron al mundo en la boca de una catacumba de 10 millas con tumbas de 100.000 cristianos convertidos en tontos testigos de la segunda traición de Pedro—esta vez la del Cuerpo Místico de Cristo.
¿Puede un Papa destruir la Iglesia? ¡No! ¿Puede un Papa intentar destruir la Iglesia? Bueno, eso es exactamente lo que está haciendo Pedro, quien se encuentra una vez más en el patio del sumo sacerdote, y el Cuerpo Místico de Cristo está frente a Pilato, azotado y coronado con espinas. La pregunta es, ¿cuándo comenzará Pedro a llorar?
Michael Matt
Traducido por Marilina Manteiga. Artículo original.
Nota: “Un «Pacto de las Catacumbas» hasta ahora secreto, surge después de cincuenta años y Francisco le da nueva vida”, por David Gibson