Mientras su pontificado se aproxima a su cuarto aniversario, el papa Francisco demuestra más que nunca una convicción megalomaníaca de que él puede hacer con la Iglesia y su enseñanza lo que a él le plazca.
Alabando su absurdamente titulada Exhortación “Apostólica” que abre la puerta de la sagrada comunión a los adúlteros públicos, Francisco dijo a la congregación general de jesuitas reunidos en Roma el octubre pasado que Amoris Laetitia representa nada más y nada menos que un cambio radical en la visión de la Iglesia sobre “toda la esfera moral,” que cuando él era seminarista “se restringía a ‘tú puedes,’ ‘tú no puedes,’ ‘hasta aquí sí, pero hasta allá no.’ Era una moral muy lejana al discernimiento.”
Como “moral muy lejana al discernimiento” Francisco describe la enseñanza moral de la Iglesia durante los 2.000 años antes de su llegada a Roma, incluyendo su tiempo como seminarista. Por “discernimiento” se refiere a la completa novedad en la teología moral que él mismo introdujo en el capítulo VIII de AL: una forma de ética casuística que hasta ahora aplicó sólo a la actividad sexual fuera del matrimonio. Él se atreve a atribuir su ética casuística sexual a Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura, quienes, según él, “afirman que el principio general vale para todos, pero — lo dicen explícitamente —, a medida que se baja a los particulares la cuestión se diversifica y se dan muchos matices sin que por eso cambie el principio.”
Como muchas otras cosas que dice el papa Bergoglio, esto es falso y engañoso. En la Summa Theologiae (I-II, Q. 94, Art. 4), Santo Tomás observa que mientras “la ley natural, en cuanto a los primeros principios universales, es la misma para todos los hombres, tanto en el contenido como en el grado de conocimiento. Mas en cuanto a ciertos preceptos particulares…pueden ocurrir algunas excepciones, ya sea en cuanto a la rectitud…ya sea en cuanto al grado del conocimiento, debido a que algunos tienen la razón oscurecida por una pasión, por una mala costumbre o por una torcida disposición natural. Y así cuenta Julio César en VI De bello gallico que entre los germanos no se consideraba ilícito el robo a pesar de que es expresamente contrario a la ley natural.”
Lo que Santo Tomás describe como una razón oscurecida que produce resultados inmorales surgidos de la pasión, de una mala costumbre o disposición, en “algunos casos”, Francisco eleva como nuevo estándar de responsabilidad moral en asuntos sexuales. Mientras que los antiguos germanos pensaban que el robo era moralmente permisible, Francisco nos quiere hacer creer ahora que el sexto mandamiento tiene una aplicación “diversificada” según las circunstancias del adulterio.
Como un río que se desborda y provoca la devastación del territorio aledaño, el desborde de la magalomanía Bergogliana amenaza con socavar no sólo la enseñanza inmutable de la Iglesia sobre la maldad intrínseca de las relaciones sexuales sino también la firme condena de la maldad intrínseca de la anticoncepción.
En la misma reunión con sus subversivos colegas jesuitas, Bergoglio declaró que el padre Bernard Häring, “teólogo” modernista de traje y corbata que de manera infame discrepó con Humanae Vitae, “fue el primero que empezó a buscar un nuevo camino para hacer reflorecer la teología moral.”
Es decir, con su novedad del “discernimiento,” Francisco se ve a sí mismo como un salvador de la teología moral católica en lo referente a la sexualidad. Para él, “el discernimiento es el elemento clave: la capacidad de discernimiento.” De otra manera, “corremos el riesgo de habituarnos al ‘blanco o negro’ y a lo que es legal.”
Entonces tenemos un Papa para quien no hay un nítido blanco o negro, bien o mal, cuando se trata del comportamiento sexual pero , sin embargo, nada, excepto blanco o negro, bien o mal, cuando se trata de asuntos contingentes y notablemente debatibles como la política inmigratoria nacional o el “cambio climático”.
Es más, Francisco insiste con que toda la Iglesia debe adecuarse a su nuevo estándar de moralidad sexual, comenzando con los sacerdotes en formación: “Una cosa es clara: hoy en una cierta cantidad de seminarios ha vuelto a reinstaurarse una rigidez que no es cercana a un discernimiento de las situaciones. Y eso es peligroso, porque nos puede llevar a una concepción de la moral que tiene un sentido casuístico.”
¿Y qué es esta “rigidez que no es cercana a un discernimiento de las situaciones”? No es más que la enseñanza moral infalible de la Iglesia, contrapuesta al “discernimiento” Bergogliano. Sin dudas, es la misma enseñanza que Bergoglio encontró cuando era seminarista. Pero lo que la Iglesia siempre enseñó no debe estar permitido en los seminarios Bergoglianos, en los que el “discernimiento” debe ser ahora la palabra maestra para gobernar la teología moral. Dado que, como declaró Francisco unos días atrás: “en la Iglesia y en el mundo es el tiempo del discernimiento.” Francisco ve su llegada a Roma como un evento que marca el nacimiento de una nueva era moral.
Sin embargo, esta convicción megalomaníaca de que “puede hacer nuevas todas las cosas (Rev. 21:5)” difícilmente se limite a la esfera de la moralidad sexual. Recordemos el “sueño” Bergogliano enunciado en el manifiesto Evangelii Gaudium: “Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la auto-preservación.”
Observen la oposición megalomaníaca entre el sueño de Francisco y la auto-preservación de la Iglesia. Ahora parece que ni la enseñanza infalible en contra la ordenación de las mujeres está protegida de tal “sueño”. Francisco pareció defender dicha enseñanza durante una de sus conferencias de prensa aéreas: “sobre la ordenación de mujeres en la Iglesia Católica, la última palabra es clara y la dio San Juan Pablo II y esto permanece.” Evidentemente, sin embargo, “la última palabra es clara” no debe entenderse simplemente como “la última palabra.”
Hace unos días comenzó a asomarse un globo a modo de prueba, del tamaño de un zepelín, relacionado con la ordenación de mujeres sacerdotes. En un artículo de La Civiltà Cattolica, la revista jesuítica respaldada por la Santa Sede y editada por el “vocero” de Bergoglio, Antonio Spadaro, S.J., el editor adjunto Giancarlo Pani, otro jesuita modernista, desafió abiertamente la declaración infalible de Juan Pablo II en Ordinatio Sacerdotalis, que la Iglesia “no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia.” Pani declaró:
A juicio de ‘La Civiltà Cattolica’, no sólo se debe poner en duda la infalibilidad y el carácter definitivo del “no” de Juan Pablo II a las mujeres sacerdotes, y aún más importante que este “no” son los válidos desarrollos que en el siglo XXI han tenido en cuenta la presencia y el rol de la mujer en la familia y en la sociedad.
No se puede recurrir siempre al pasado, como si solamente en el pasado hubiera indicaciones del Espíritu. También hoy el Señor guía a la Iglesia y sugiere asumir con valentía perspectivas nuevas.
Seguramente fue Francisco quien lanzó el zepelín. Pani concluye que Francisco “no se limita a lo que ya se conoce, sino que quiere adentrarse en un campo complejo y actual, para que sea el Espíritu quien guíe a la Iglesia.”
Sin dejar lugar a dudas sobre su aprobación del golpe de Pani al dogma del sacerdocio sagrado, Francisco se dirigió a los empleados de La Civiltà Cattolica unos días más tarde, felicitándolos públicamente “por haber acompañado fielmente cada pasaje fundamental de mi pontificado.”
En la misma reunión, Francisco compartió con sus colegas jesuitas algo más de ese palabrerío modernista que caracteriza lo que se revela cada vez más como un pontificado radicalmente anticatólico, por increíble que parezca:
“¡Permanezcan mar adentro! El católico no debe tener miedo al mar abierto, no debe buscar reparo en puertos seguros….”
“Ustedes como jesuitas eviten aferrarse a certezas y seguridades. El Señor nos llama a salir en misión, a remar mar adentro y a no jubilarnos para conservar certezas.”
“Sólo la inquietud da paz al corazón de un jesuita…”
“Si quieren vivir en puentes y en fronteras vuestra mente y vuestro corazón deben ser inquietos.”
“Tienen que ser escritores y periodistas del pensamiento ‘incompleto’, es decir abierto y no cerrado ni rígido. La certeza de la fe sea más bien el motor de vuestra búsqueda. Déjense guiar por el espíritu profético del Evangelio para tener una visión original, vital, dinámica, no obvia. [!]”
“El pensamiento rígido no es divino porque Jesús asumió nuestra carne que no es rígida, si no en el momento de la muerte.”
¿Qué podemos decir sobre un Papa teológicamente amateur que menosprecia públicamente la teología “obvia”, hace un serio llamado al “pensamiento incompleto”, compara la ortodoxia intransigente con el rigor mortis de un cadáver, y no siente remordimiento al socavar la enseñanza infalible de la Iglesia sobre la fe y la moral? ¿Cómo debemos enfrentar esta burla de papado que no deja de empeorar?
No hay duda que tenemos el deber de dar nuestra opinión en contra de este pontificado destructivo, y más y más católicos lo están haciendo pública e incluso severamente. Y a estas alturas, estamos tentados de pensar que la burla es la única forma efectiva de oponerse a un Papa que ignoró todas las tratativas respetuosas, incluso de cardenales. Quizás burlarse de su burla es todo lo que nos queda. Por eso recientemente vimos carteles burlones de Francisco por toda Roma y una parodia de L’Osservatore Romano enviada por correo electrónico a cardenales, obispos y personal del Vaticano, en la que Francisco finalmente responde la dubia de los cuatro cardenales por “Sí y No” a cada pregunta.
Pero, dejando de lado la prestigiosa dignidad del oficio papal, al que difícilmente le corresponde la burla, no creo que la burla resulte en algo bueno, a pesar de aliviar nuestra angustia a nivel emocional. Porque me parece que la explicación más caritativa de este pontificado—no, la única explicación caritativa—es que José Mario Bergoglio sufre de un trastorno delirante que lo hace inmune a cualquier forma de crítica.
Por esto me refiero a “uno o más delirios de pensamiento para nada extraños” del “tipo de grandiosidad” que supone “una relación especial con Dios”—en este caso, el “Dios de las sorpresas” que no es más que el alter ego de Francisco, actuando en un circuito ilusorio de retroalimentación que produce un estado de certeza subjetiva e incluso calma.
Tal delirio de grandeza no sería incompatible con los violentas estallidos temperamentales que Bergoglio ha demostrado, dado que con los trastornos delirantes “los episodios del estado de ánimo son relativamente breves comparados con la duración total de los períodos de delirio.”
Y de eso se trata, creo yo. Sólo un trastorno delirante podría explicar cómo un hombre que provoca desacuerdos, desorden y división en la Iglesia como ningún otro Papa en la historia, mientras trama y planea la neutralización sistemática de sus críticos ortodoxos, puede (tal como reveló recientemente) dormir tranquilamente cada noche, escribir a San José cartas piadosas sobre sus problemas, y mantener “una sana actitud ‘despreocupada’” mientras experimenta “una profunda sensación de paz, que nunca se ha ido.”
¿Entonces cómo enfrentamos esta burla de papado?
Con oraciones constantes por el Papa y la Iglesia, por supuesto, pero también con la constante defensa pública de la verdad contra los muchos errores del falso Magisterium Bergogliano de comentarios informales, guiños y asentimientos, y documentos escritos deliberadamente para decir que Sí y que No al mismo tiempo mientras su autor mantiene el silencio sepulcral en respuesta a preguntas respetuosas sobre lo que realmente quiso decir—¡como si no lo supiéramos!
Pero que nadie piense que Francisco pueda avergonzarse y cambiar su curso debido a burlas u otras formas de crítica. Los delirios no conocen la vergüenza. “Estoy en paz. No sé cómo explicarlo,” dice el hombre de Argentina. Tampoco nosotros, salvo por la explicación de que delira profundamente.
Es eso, o los católicos ortodoxos deliran por pensar que las doctrinas de la fe reveladas por Jesucristo y los Apóstoles, y preservadas intactas por dos mil años en el Magisterio de la Iglesia y su disciplina, son verdades inmutables que ni siquiera un Papa puede alterar.
¿Qué alternativa le parece más probable a usted, querido lector?
Christopher A. Ferrara
[Traducido por Marilina Manteiga. Artículo original.]