Después de dedicar algunos días al ayuno de noticias eclesiales y luego de pasar un par de semanas sin escuchar ni leer nada sobre las correrías del papa Francisco y de su corte de imitadores, me ha llamado la atención la virulencia y una suerte de obsesividad con su figura que aparece en muchos comentarios, blogs y mails que recibo.
Y en lo primero que caigo en la cuenta, es que yo mismo he tenido durante años esa conducta que, por decir lo menos, tiene algunos peligros. Y quiero referirme a uno de ellos que no es, por cierto, el menor: es una conducta que nos lleva muy fácilmente a caer presa del pecado de la ira y a alimentar nuestra alma con él pensando que estamos luchando el buen combate cuando, en todo caso, lo estamos perdiendo.
Evagrio Póntico fue un monje del desierto egipcio que vivió en la segunda mitad del siglo IV. De todos los Padres del Desierto, fue el más instruido y el que dejó más escritos. Fue el primer sistematizador de la espiritualidad cristiana y en él abrevan los escritos de los grandes maestros como San Juan Casiano o San Juan de la Cruz. A él debemos, por ejemplo, la división de la vida espiritual en tres grandes etapas, según hemos aprendido por santos posteriores como Santa Teresa de Jesús, o por escritores contemporáneos como el P. Garrigou-Lagrange.
Uno de los aspectos menos conocidos de su enseñanza es su psicología. Considera que todo pecado se inicia por un pensamiento malvado detrás del cual se esconde un demonio, y enumera ocho pensamientos de este tipo (que, con el correr de los siglos, darán lugar a los siete pecados capitales). El mecanismo es el siguiente: el demonio de la fornicación o de la tristeza, por ejemplo, lanza contra el hombre un pensamiento malvado de ese vicio concreto. Si el hombre no está atento y lo deja entrar en su mente, el pensamiento moviliza las pasiones y, de eso modo, termina pecando. Y el pensamiento malvado que se ha colado, anida en el corazón y cuanto más tiempo pasa, más difícil será erradicarlo.
Enseña Evagrio que, de entre todos los pensamientos malvados, el más peligroso de todos es el de la ira, porque es el pensamiento propio de los demonios. Y su peligrosidad radica en que nubla el corazón y, además, engendra otros pensamientos malvados, sobre todo la tristeza.
Escribe en el Tratado práctico: “No te abandones al pensamiento de la cólera, debatiéndote interiormente contra el que te ha contristado [...] pues [este pensamiento] oscurece el alma...”. Y en otra de sus obras: “Los vapores de la niebla sobrecargan el aire, y el ímpetu de la ira a la mente del iracundo. Una nube que pasa oscurece el sol, y así oscurece al intelecto el recuerdo de un mal sufrido”.
Es notable que en todos estos casos, y en muchos otros ejemplos que podría incluir, el autor compara a la ira con un oscurecimiento, comparable al que provocan en un cielo límpido la niebla y las nubes. Más allá que se trate de fenómenos que consisten sólo en simples y sutiles partículas de agua flotando en la atmósfera, sin embargo son capaces de oscurecer el sol.
El hombre que comienza a “debatirse interiormente contra el que lo ha contristado” (por ejemplo, el papa Francisco), cae presa de este oscurecimiento. Las nieblas de la ira se introducen en su alma y el resultado es el que ya nos advierte Evagrio: no podrá pensar con claridad. Dicho de otra manera, será incapaz de ejercer su fin natural que es, justamente, el pensar.
¿No nos ocurre esto muchas veces, acaso, con los problemas de la Iglesia que debemos afrontar diariamente?
- No se trata aquí de adoptar una actitud “negacionista” o “pasotista”, y mucho menos de aplaudir lo que vemos con claridad que está mal.
- No se trata tampoco de aplazar el juicio crítico, lo cual sería también actuar contra nuestra propia naturaleza.
- Se trata de no permitir que los pensamientos de ira infecten nuestro corazón y nos nublen el pensamiento. Y es esto lo que ocurre con mucha frecuencia.
Y pongo un ejemplo para ilustrar lo que digo:
Algunos días antes de la Pascua, se difundió la tarjeta con la que el papa Francisco había saludado a los miembros de la Curia por la fiesta, y que es la que ilustra este post.
Edward Pentin alertó de este hecho al mundo a través de Tweeter e inmediatamente comenzó la histeria colectiva de quiene creían ver un Cristo demasiado humano, o la Ascensión y no la Resurrección; otros se burlaban diciendo que era Superman y no faltaron muchos, replicados incluso en blogs tradicionalistas, que identificaron la obra con algunas de las figuras filogay del fresco de la catedral de Terni pintado por el argentino Ricardo Cinalli bajo la supervisión del impresentable arzobispo Paglia.
Sin embargo, resultó ser que se trataba de la reproducción de un grabado del artista belga-argentino Víctor Delhez que, además de eximio grabadista, fue un católico devoto, ejemplar padre de familia y políticamente identificado con la derecha de la mejor línea. En breve, fue alguien “del palo”. El blog Info-caótica publicó algunos documentos interesantes al respecto.
Verdad es que ni Pentin ni ninguna otra persona está obligado a conocer a Delhez y a todos sus grabados, y mucho menos están obligados a gustar de ellos, pero también es verdad que a todos se nos exige un mínimo de prudencia antes de emitir un juicio público.
La ira que nos embarga contra Bergoglio nos puede nublar fácilmente la inteligencia y terminar viendo lo que no existe y cometiendo, consecuentemente, injusticias y zafarranchos injustificables. Y, lo peor de todo, es que terminando perdiendo la calma y la paz del alma que son un don de Dios y un signo de su presencia.
Decía el cardenal Newman: “En general, las personas, cuanto más religiosas son, más serenas. Y siempre, en principio, la religión es en sí misma serena, moderada y consciente” (Sermón 13).
Vale la pena prestarle atención. No sea que por defender la fe y desenmascarar a los falsos pastores, terminemos cayendo en las garras del demonio de la ira, cometiendo injusticias y perdiendo la serenidad que es signo del hombre verdaderamente religioso.
The Wanderer
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Nota: Un artículo muy importante, que debemos de tener muy en cuenta antes de emitir cualquier juicio: ¡serenidad! De lo contrario se daña incluso nuestra capacidad de pensar. No deberíamos olvidarlo ... y yo el primero.
José Martí