El domingo pasado fui a Misa a una de esas parroquias que tienen libritos en los bancos con las lecturas de cada domingo. Los libritos resultan útiles, ciertamente, sobre todo cuando los lectores tienen lo que yo llamo el carisma antipentecostal, es decir, la asombrosa cualidad de resultar incomprensibles para los habitantes de todas las naciones de la tierra, incluida la propia.
El caso es que, merced al libro, además de poder enterarme de lo que se estaba leyendo, me di cuenta de algo muy curioso sobre la lectura del Evangelio de ese día.
Como sabrán los lectores, hay veces en que el Evangelio del día es muy largo y el leccionario litúrgico da al sacerdote la opción de abreviarlo un poco, poniendo una parte entre paréntesis que puede leerse o no, a juicio del celebrante. Por ejemplo, el quinto domingo de cuaresma (en el ciclo A) se lee la resurrección de Lázaro. La lectura completa abarca casi todo el capítulo 11 del Evangelio de San Juan, los versículos 1 a 45. Para que no se haga muy larga, el leccionario ofrece la posibilidad de suprimir todo lo “accesorio” y menos importante, como la conversación anterior con los discípulos y su miedo a ir a Judea, y dejar la lectura en los versículos 3 a 7, 17, 20 a 27 y 33 a 45. Es decir, se pasa de 45 versículos a 27, algo más de la mitad del original.
Esto de acortar las lecturas siempre me ha parecido una posibilidad algo absurda, porque la diferencia puede ser de un par de minutos, pero haciendo un esfuerzo se puede comprender. Lo que resulta mucho más difícil de comprender es lo del domingo pasado.
El domingo, que era el decimoséptimo del tiempo ordinario, el leccionario ofrecía también la opción de acortar el Evangelio (en varios países, no sé si en todos). ¿Por qué se daba esa opción en este caso? No era por la longitud, porque la versión “larga” era de solo 8 versículos, es decir, una lectura muy breve (la versión “corta” no tiene más que tres versículos). La gran mayoría de los Evangelios que se leen en las Misas dominicales son más largos que la versión “larga” del pasado domingo y no se acortan. ¿Por qué entonces esta lectura tan breve sí que se acortaba?
La única explicación imaginable es que a los que compusieron el leccionario les pareció que quizá no conviniese leer la parte que habla del juicio final y el infierno. Los redactores decidieron que siempre había que hablar de que el reino de los cielos era como un tesoro escondido o una perla preciosa y de la alegría de encontrarlos. Sin embargo, creyeron que no era necesario recordar que el reino de los cielos es como una red que recoge toda clase de peces y que, cuando está llena, la arrastran a la orilla para guardar los peces buenos en cestos y tirar los malos. Consideraron que no hacía falta repetir que lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
Es decir, dos de las verdades más olvidadas y rechazadas de nuestra fe y alguien decide que es mejor que no se lean mucho. Precisamente una de las partes del Evangelio que más necesitan escucharse se puede omitir, quizá porque no es tan “positiva” y feliz como el resto. Justamente lo que el mundo ridiculiza, nosotros lo callamos hasta en las iglesias, de modo que los cristianos nunca puedan estar preparados para defenderlo. El mundo camina hacia el abismo y nosotros preferimos no hablar de ese abismo, no sea que alguien se libre de caer en él.
No hay nada de raro en que, por ejemplo, José Antonio Pagola no mencione nunca en sus comentarios las verdades difíciles de nuestra fe, porque con ello no hace más que seguir el ejemplo que ha recibido. Basta leer su comentario al Evangelio de ese domingo para ver que Pagola da por sentado que no se va a leer más que lo de la perla y el tesoro escondido. ¿Cómo no va a concluir, de forma netamente pelagiana, que el “gran proyecto” de Dios es “hacer un mundo más humano”?
¿Cómo nos va a extrañar que una serie de predicadores no hablen nunca del Juicio Final, si el mismo leccionario se lo facilita? ¿Cómo no va a haber multitud de fieles que no crean en el infierno si puede que ni siquiera hayan oído nunca las partes de la Escritura que hablan de ello?
A muchos en la Iglesia les avergüenza una buena parte de la fe y hacen como si no existiera. El problema está en que, no pocas veces, se trata de los encargados de enseñar esa fe a los fieles. El enemigo está dentro y el resultado está a la vista: descristianización, apostasías por millones y aún más millones que permanecen teóricamente en la Iglesia aunque su mente y su corazón hace tiempo que ya están lejos de ella. ¿Qué más necesitamos para despertar de este sueño? Así no podemos seguir.
Bruno Moreno