Cardenales como Sarah y Burke, obispos como Luigi Negri o laicos como Gotti Tedeschi sufren permanentes ataques personales por parte de, casi siempre, los mismos, por defender la doctrina católica. Entre los agresores suelen estar los mismos: Spadaro, Tornielli, James Martin…
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Me refiero a cómo esa facción que se autodenomina progresista y que durante décadas ha clamado por la apertura y la flexibilidad, que ha demandado libertad de expresión y misericordia, que ha predicado la necesidad de cuestionar toda autoridad, al alcanzar el poder -y, no se engañen, son el poder, no importan las siglas-, cierran filas y buscan ahogar la más tímida disidencia, acallan toda voz crítica lanzándose sin piedad como una jauría contra el osado y hacen de la autoridad formal, que ahora es la suya, el criterio definitivo de verdad.
En el caso de la Iglesia, que es el que nos interesa aquí, los ejemplos abundan y arrecian en los últimos meses, demasiado numerosos para consignarlos todos, aun los de mayor peso. Hemos visto cómo, especialmente desde la publicación de la exhortación papal Amoris Laetitia, ha bastado que cuatro cardenales planteen a Su Santidad dudas razonables sobre el sentido de algunas partes del texto para que los teólogos de cámara salten a la palestra como movidos por un resorte para imponer silencio.
Más triste, quizá, ha sido la respuesta de los perros de presa de la nueva ortodoxia contra los firmantes de la ‘correctio filialis’, porque aquí no se ha cuidado ni ese ‘modicum’ de caridad o respeto reservado para los príncipes de la Iglesia. Curiosamente -o no-, la abrumadora mayoría de las críticas ha pasado por alto la sustancia de lo que allí se dice para centrarse en la supuesta insignificancia de quién lo dice y de su escaso número, como si alguno de los dos modos de combate fueran argumentos teológicos.
Son pocos, son de segunda fila, no cuentan, en suma.
¿Nombres de los atacantes? No faltan, pero no tenemos inconveniente en citar a algunos de los más denodados, desde el teólogo e historiador, vaticanista de la revista católica Commonweal Magazine, Massimo Faggioli, al redactor jefe de America, el órgano de los jesuitas en Estados Unidos, e incansable defensor de los derechos del colectivo LGTBI, padre James Martin, pasando por el director del jesuita Civiltà Cattolica, Antonio Spadaro, o el biógrafo de Francisco, Austen Ivereigh, sin olvidar al director de Vatican Insider Andrea Tornielli.
La paradoja en todos estos ataques y otros similares es que atacantes y atacados, críticos y defensores del status quo, parecen haberse intercambiado los papeles en una desconcertante comedia de las equivocaciones.
Quiero decir que quienes dan la voz de alarma ante innovaciones doctrinales que parecen aguar el mensaje lo hacen, no como disidentes o rebeldes, sino apoyados en la autoridad de una Tradición milenaria, mientras que quienes apelan a la autoridad del momento lo hacen en nombre de una ‘apertura’, de una ‘relativización’ del Depósito de la Fe en el que se basa, precisamente, la autoridad que esgrimen.
Pero los ataques no se circunscriben en absoluto a los firmantes de las Dubia o de la ‘correctio’, ni es la materia de la que se ocupa Amoris Laetitia el único campo de batalla en la aparente guerra sorda y no declarada para cambiar las prácticas eclesiales.
De hecho, uno de los personajes objeto de un gran número de críticas -el Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, ni es firmante de alguno de los textos en discordia ni puede decirse que sea, por temperamento o hábito, amigo de polémicas.
Y, sin embargo, se ha visto envuelto en una, a cuenta del motu proprio papal Magnum Principium, que deja en manos de los obispos locales la autoridad sobre las traducciones del canon de la misa. El texto es sorprendente, con independencia de su contenido, por el hecho de referirse a una cuestión litúrgica y prescindir en su redacción o supervisión del que podríamos llamar ‘ministro’ del ramo, el Cardenal Sarah.
Pero Sarah se ha sentido obligado, por razón de su cargo, a responder a las dudas que ha suscitado la enésima innovación papal, y ha escrito un comentario al motu proprio, interpretándolo en el sentido más acorde posible con la tradición, que ha sido rápida y tajantemente desautorizado por Su Santidad.
De hecho, el Pontífice ha ordenado a Sarah que escriba una rectificación y la envíe a las publicaciones que, como InfoVaticana, se habían hecho previamente eco de su comentario.
Otro de esos críticos que hoy es blanco de las críticas de los guardianes del nuevo poder -si se me excusa la vaga etiqueta- tiene el mérito de ser uno de los firmantes de la ‘correctio filialis’ sin ser clérigo, religioso o aun teólogo, Ettore Gotti-Tedeschi.
Gotti-Tedeschi, que fuera presidente del IOR, el banco vaticano, explicó en su momento a Infovaticana sus razones para firmar la ‘correctio filialis’, en la que una cuarentena de teólogos y pensadores exponían los graves errores que podían inferirse, sin una redacción más precisa, del texto de la exhortación papal.
Para Gotti-Tedeschi, la necesidad de aclaración era ineludible porque “preocuparse de las almas no es prerrogativa solamente de los curas, también de los laicos”. La necesidad era ahora especialmente acuciante porque “las verdades de la fe y los sacramentos son como un “dominó”: si cae uno, todo cae”, recordando que “en Amoris Laetitia tres sacramentos pueden vacilar”.
El banquero no quiere ver “enemigos” suyos en quienes atacan a los firmantes de la ‘correctio’, sino “enemigos del Papa”, que es exactamente de lo que ha sido acusado. En cualquier caso, añade, “temería más bien ser tomado por enemigo de la Iglesia de Cristo”.
Y si antes hablábamos de la paradoja de que sean tomados por disidentes y rebeldes quienes sólo quieren mantenerse fieles a la tradición, y por ortodoxos quienes se han complacido en jugar durante toda su carrera en la cuerda floja de la disidencia teológica, aún nos queda una nueva contradicción.
Así, estos mismos teólogos y clérigos progresistas que han hecho de cierto tercermundismo izquierdista una de sus banderas favoritas y que huyen como de la peste de la etiqueta de ‘eurocéntricos’, apenas logran disimular su desprecio intelectual por Sarah y otros prelados africanos… por ser africanos.
Es difícil interpretar de otro modo las palabras del cardenal alemán Walter Kasper, uno de los hombres de confianza de Francisco, en una entrevista concedida a la agencia católica de noticias Zenit.
Kasper empieza por decir que los católicos africanos “no deberían decirnos demasiado lo que tenemos que hacer”, y admite que no se les hizo el menor caso en el Sínodo sobre la Familia en materias como la homosexualidad, el divorcio y la vida de familia.
"África es totalmente diferente de Occidente", apunta Kasper. “También los países asiáticos y musulmanes, son muy distintos, especialmente sobre los gays. No se puede hablar de esto con los africanos o con la gente de países musulmanes. No es posible. Es un tabú”.
Repitiendo una pregunta que me hacía en un artículo anterior:
¿Es ‘conspiranoico’ ver en todas estas señales un intento deliberado por ‘relativizar’ la doctrina católica, apoyado por fuerzas muy poderosas en su seno? Y si fuera así, ¿con qué legitimidad se pueden aceptar cambios que, al relativizarlo todo, también hacen relativa la obligación de obedecer a los pastores?
“¡Nadie te escucha, Atanasio! El mundo entero está contra ti!”, dicen que le gritaban por las calles. Y el respondía: “Entonces, yo estoy contra el mundo”.
Carlos Esteban