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Me faltan las palabras para expresar lo que ha suscitado en mí semejante pieza; de verdad, me cuesta verbalizar hasta qué punto me parece estúpido, deprimente, contraproducente, cobarde, indignante, triste y sintomático. Pero tengo que intentarlo, que para eso estoy aquí.
¿Conocen el Miserere de Allegri? Les aconsejo que lo oigan, aunque no es para escucharlo, idealmente, en el metro o haciendo ‘running’ con cascos.
Lo compuso en 1638 Gregorio Allegri, una pieza polifónica sobre el texto del Salmo 51, en el que el Rey David pide perdón a Dios por sus pecados. En un principio, se impuso una prohibición de ejecutar la obra fuera de la capilla Sixtina, incluso se amenazaba con la excomunión a quien la copiara.
Pertenecía a ese extensísimo periodo de nuestra historia en el que los artistas más geniales se inspiraban en la fe para crear las piezas más hermosas que ha conocido la humanidad. La Iglesia, muy a menudo, ejercía de patrona de las artes, encargaba las piezas, financiaba a los artistas. Pero, con ser muy importante en ese aspecto, lo era mucho más como fuente de inspiración. Era la fe vivida por el común, como atmósfera diaria, la que casi de forma natural se reflejaba en toda esa increíble belleza que trataba de elevar hacia su Autor: desde la Capilla Sixtina al Réquiem de Mozart, desde la Catedral de Reims a la Pietà de Miguel Ángel o La Divina Comedia.
No es que la Iglesia tuviera la creación artística como misión, ni siquiera como finalidad secundaria o adicional. En absoluto. Es, sencillamente, que “de la abundancia del corazón habla la boca”, que la Belleza es uno de los Transcendentales del Ser -junto al Bien y la Verdad- y que lo infinitamente bello sugiere una expresión tan bella como sea capaz el autor.
Era, también, una época en la que el Mundo (en un sentido teológico) copiaba a la Iglesia; en la que era la originalidad artística cristiana la que dictada los estilos y las maneras de la belleza, igual que inspiró códigos legales, instituciones políticas, teatro, ideas filosóficas.
Ahora, no sólo es la Iglesia la que copia servilmente al mundo, como vemos, sino que copia lo peor, lo menos adecuado a su propio mensaje, y siempre por detrás.
Decía Chesterton que el cristianismo es lo único que libera al hombre de la esclavitud de ser hijo de su tiempo. Pero hoy buena parte de nuestra jerarquía nada parece desear más intensamente que eso, precisamente: hacernos hijos de nuestro tiempo. Y ni siquiera el hijo innovador y original, sino ese un poco más torpe que solo sabe imitar lo peor de los otros, y hacerlo mal.
A eso me refiero con lo de ‘sintomático’. No es solo que se imite al mundo, que se sea incapaz de producir ya pieza alguna de valor estético -más bien al contrario, parece como si la jerarquía tuviera en todas sus manifestaciones una insólita sed de fealdad y vulgaridad- o que se vaya por detrás, como si quisiera parecer una patética antigualla tratando de mostrarse adaptada a los tiempos: es que ni siquiera ve necesario alguna correspondencia entre la forma y el fondo, entre lo que se quiere decir en la composición que se imita y el mensaje cristiano.
“¡La música ayuda a celebrar y rezar mejor!”, aparece escrito en el infame vídeo. Con Despacito. A ver, inspírense:
Despacito
Quiero desnudarte a besos despacito
Firmo en las paredes de tu laberinto
Y hacer de tu cuerpo todo un manuscrito
Déjame sobrepasar tus zonas de peligro
Hasta provocar tus gritos
Y que olvides tu apellido (Diridiri, dirididi Daddy)
Sabes que tu corazón conmigo te hace bom, bom
Sabes que esa beba está buscando de mi bom, bom
Ven prueba de mi boca para ver cómo te sabe
Quiero, quiero, quiero ver cuánto amor a ti te cabe
Yo no tengo prisa, yo me quiero dar el viaje
Empecemos lento, después salvaje
¿No se sienten francamente elevados?
Y dejo para el final lo de “estúpido” y lo de “contraproducente”. Porque esto forma parte de la estrategia más vieja, descerebrada y monumentalmente ineficaz de resultar “relevante” para el público joven que se arrastra como un zombi desde que el Vaticano II pasó de ser un concilio a convertirse en un “espíritu”.
En esto la Iglesia, hay que reconocer, imita a la perfección el espíritu (político) del siglo, cuya reacción al ver que fracasan sus remedios no es nunca cambiarlos, sino aumentar la dosis.
Desde que empezaron con esta estrategia, las iglesias se han vaciado como si hubiera un incendio. Porque lo último que quiere un joven normal es ese tipo de ‘relevancia’.
Se lo explico rápido: si a un chico le gusta Despacito -no entraré a juzgar ahora su criterio-, le gusta interpretada por Fonsi, en una discoteca y con determinadas disposiciones anímicas que no son exactamente las más adecuadas para la adoración o el recogimiento. A ese mismo chico, oírla interpretada por el coro de su parroquia en plena misa no le atrae por ‘relevante’, sino que le echa para atrás por ridículo e inadecuado.
Nadie quiere oír viejas canciones de los Beatles -¡los Beatles, por Dios, la Edad de Piedra!- o de Bob Dylan con letras grimosas en misa. En serio. Entre el original y la copia, la gente se queda, lógicamente, con el original. Y la copia la desprecia dos veces: por mala y por redundante.
Uno espera otra cosa de la liturgia católica. Para empezar, que le muestre algo distinto a lo que propone el Mundo, y que esto tenga, en consecuencia, una expresión adecuada a esa propuesta, distinta a la del Mundo.
Naturalmente, no es por ahí por donde hay que empezar. Pero, al menos, es un lugar fácil por el que empezar. Basta renunciar a ese patético intento de ‘relevancia’. Luego vendrá lo demás. Poco a poco. Despacito.
Carlos Esteban