La crisis planteada en el seno de la Iglesia, esa misma que tantas publicaciones eclesiales se obstinan en pretender que no existe, es ya lo bastante obvia como para llegar, y a lo grande, a las páginas de The Guardian, el diario de esos progresistas británicos que no rompen escaparates; El País de las islas, para entendernos.
No hay que decirlo, la crónica que dedican al asunto es sesgada a más no poder, y plantea el debate como un ataque a –y una defensa de- Francisco: ‘La guerra contra el Papa Francisco’, es el esperable titular, con el siguiente sumario: “Su modestia y humildad le han convertido en un figura popular en todo el mundo. Pero dentro de la Iglesia, sus reformas han enfurecido a los conservadores y desatado la revuelta”.
Aplicar etiquetas que, a efectos históricos, son muy recientes –conservador y progresista- a una institución dos veces milenarias es tratar de encasillar lo eterno en lo efímero, juzgar lo permanente por la moda pasajera, pero no deja de ser un socorrido expediente para llevarse el agua al propio molino, porque no es difícil saber cuál de los dos términos tiene peor fama para el pensamiento único.
Es de justicia reconocer que el periodista hace sus intentos de superar una dicotomía tan evidentemente simplista en el interior del artículo, señalando que se trata más bien de una disputa “entre aquellos católicos que creen que la Iglesia debería marcar la agenda para el mundo, y aquellos que creen que el mundo debería marcar la agenda para la Iglesia”.
Es un modo curioso de plantearlo, típicamente moderno, es decir, partiendo de que todo se reduce a luchas de poder, a política, con esa expresión, tan ajena a la concepción cristiana, de “marcar la agenda”. Como en las palabras de Humpty Dumpty, lo importante sería saber quién manda aquí. La lucha de las investiduras, pero para un mundo que ha dejado de creer en la transcendencia.
Más ominoso es lo que viene a continuación, donde el autor, podría decirse, mezcla el marco político con el comercial, con el mercado, y nos advierte que la estrategia del Vaticano hoy es la ganadora porque se limita, sencillamente, a adecuar el contenido de la doctrina a la realidad, a lo que hay.
Así, por ejemplo, en la crucial y debatida cuestión doctrinal que se desprende de la exhortación papal Amoris Laetitia –para la que, curiosamente, el autor solo concibe una interpretación posible, la ‘liberal’-, la novedad sería la única solución ‘pragmática’ porque “en la práctica, en buena parte del mundo, a las parejas divorciadas y vueltas a casar ya se les ofrece la comunión”, añadiendo que nada de esto hay que verlo como revolucionario, sino como “el reconocimiento burocrático de un sistema que ya existe, y quizás puede ser esencial a la supervivencia de la Iglesia”.
Dicho de otra manera: o se le da a la ‘clientela’ lo que quiere, o se irá a comprar a otra ‘tienda’. La oferta y la demanda, ya saben, la ley implacable del mercado. De hecho, el artículo avisa que, de no abrir la mano en las cuestiones de cintura para abajo, “las iglesias pueden vaciarse rápidamente”.
La pregunta que surge en cualquiera inmediatamente es: ¿¿más?? Quizá el periodista no ha estado atento a estos últimos cincuenta años. Tal vez no se ha percatado de que esa desbandada que teme ya se ha producido, y no como consecuencia de un férreo endurecimiento de normas que, por lo demás, son inalterables, sino por los denodados esfuerzos de nuestra jerarquía universal por hacer ‘relevante’ el cristianismo a base, precisamente, de contemporizar, pasar por alto, ponerlo fácil e ignorar, siempre que sea posible, las “duras palabras” del Evangelio y la doctrina.
Pero, sí, el periodista hace mención a esta fuga masiva coincidente con el llamado “espíritu” del concilio pero, como estamos sobradamente acostumbrados, sugiere la interpretación contraria a la que dicta el sentido común: los fieles vaciaron las iglesias, no porque prelados y clérigos aguaran la doctrina y la adaptaran descaradamente al mundo, sino porque “la Iglesia no cambió ni lo suficientemente hondo ni lo suficientemente rápido”.
Me van a perdonar el ‘excursus’, pero uno lleva oyendo esto muchos años, tan a menudo que me arrastra a la exasperación. El mundo moderno, las modernas ideologías, cuando aplican sus recetas y el resultado es el (previsible) desastre, siempre achacan el desastre, no a sus medidas, sino al hecho de no haber ido “demasiado lejos”. El modo de ‘subsanar’ en error es siempre doblar la dosis.
Yo, con permiso de The Guardian y otros muchos, voy a permitirme otra clasificación, plantear otros dos bandos en este debate de fondo: es una guerra entre quienes se lo creen y quienes no.
Observen bien que empleo “se lo creen” y no “lo creen”, porque no puede presuponer la fe de tantos, pero no me queda más remedio que valorar su fuerza.
Es decir, creo que, expurgando sesgos y manipulaciones, creo que el artículo tiene razón en lo esencial, a saber: que una de las partes –grosso modo- teme que si la Iglesia no se adapta al mundo, desaparezca, pierda al grueso de su público; que tiene una visión de la película totalmente mundana, construida con los esquemas del mundo.
Y a esto me refiero con ‘creérselo’. La existencia misma de la Iglesia postula que esta es, no creadora de verdad, ni encargada de inferirla o deducirla; que no es una institución ‘evolutiva’ que especula sobre cuál pueda el destino que Dios nos prepara, sino, simple y llanamente, el custodio de un mensaje, un mensaje del mismo Dios, verdadero en su integridad, inalterable y válido para todos los tiempos.
Esto, naturalmente, no prohíbe sino que exige el desarrollo de doctrina, es decir, la adaptación de ese mensaje eterno a cuestiones concretas, cambiantes de unas épocas a otras, como tampoco impide cambios en los métodos y formas de comunicarlo.
Pero lo que plantea el artículo, y lo que se adivina en el entusiasmo de algunos, no es eso. Lo que se pretende es cambiar el contenido de ese mensaje “para que sea el mundo el que marque la agenda”.
Hay, sin embargo, un pequeño fallo en el razonamiento de tanto ‘sensato creyente’, un defecto que echará por tierra sus bien estudiados planes. Y es que si se introducen cambios en lo que, durante veinte siglos, la Iglesia ha repetido una y otra vez que no puede cambiar, hasta el más obtuso concluirá que la Iglesia se equivoca, y si se equivocó en algo tan de bulto y tanto tiempo, ¿por qué no habría de equivocarse ahora?
Si de la vieja disputa entre la Iglesia y el Mundo (en sentido teológico), concluimos que es el Mundo el que tiene razón, ¿para qué necesitamos la Iglesia? ¿Quién quiere clérigos y ritos añosos –o, peor, derivativos y horteras- para arropar las modas ideológicas del momento?
Sería la razón perfecta, no ya para que se vacíen los bancos de las iglesias, sino para que se cierren definitivamente.
Carlos Esteban