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sábado, 30 de diciembre de 2017

Manipulaciones y mentiras sobre el aborto (Mateo Palliser, profesor de Filosofía) [1 de 2]



Nota: el presente artículo ha sido publicado en La Razón Histórica, nº 37, 2017 [83-90]. ISSN 1989-2659. © IPS. Instituto de Política social. 

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La pasada aprobación de la reforma de la ley del aborto [hay que decir que el autor escribió este artículo en enero de 2014] ha provocado una cascada de reacciones de todo tipo. A través de los medios de comunicación nos llegan multitud de declaraciones a favor y en contra, de personas e instituciones diversas. No obstante, estas manifestaciones tienen un valor muy desigual. El contenido de algunas es claramente falso y su repetición machacona no sabemos si obedece a la ignorancia solamente o a otras causas. En cualquier caso, en estas líneas nos proponemos poner al descubierto el gran número de falsedades y mentiras que los defensores del aborto lanzan sin descanso a la opinión pública

Lo primero que procede señalar es lo profundamente engañoso que resulta referirse al aborto utilizando la expresión “interrupción voluntaria del embarazo”. El uso de esta locución es un caso claro de manipulación del lenguaje, por el procedimiento de fabricar un eufemismo que encubra la realidad designada y le otorgue connotaciones positivas a una acción de por sí repugnante. Veámoslo. 

Para empezar, el término "interrupción" no resulta muy adecuado para aplicarlo a un aborto. Si consultamos el Diccionario de la lengua española, publicado por la Real Academia, veremos que interrupción significa: acción y efecto de interrumpir; y al buscar esta última palabra encontramos que tiene dos acepciones: “1. Cortar la continuidad de una cosa en el lugar o en el tiempo. 2. Atravesarse uno con su palabra mientras otro está hablando”. 

Está claro que los defensores del aborto tienen en mente la primera acepción. El problema radica en que en nuestro idioma interrumpir connota la posibilidad de retomar o reanudar aquello cuya continuidad hemos cortado. Así, por ejemplo, interrumpimos una conversación y podremos retomarla en otra ocasión, o interrumpimos la lectura de una novela y podremos también reanudarla más adelante. De este modo, el término "interrupción" no designa un acto irrevocable, sin vuelta atrás, sino más bien un cese de una actividad, que puede ser o no temporal, dependiendo de cuáles sean nuestros deseos o intereses futuros

Sin embargo, el embarazo que se aborta, ya no se puede reanudar. Abortar supone poner fin a ese embarazo, terminarlo. De ahí que sea falaz el empleo del término "interrupción" en este contexto. Además, se escamotea el cómo se pone fin a ese embarazo: mediante una acción dirigida expresamente a matar al embrión humano

Las restantes palabras de esta locución que analizamos tienen la función de reforzar las connotaciones positivas con las que se pretende presentar el aborto. Así, el término "voluntario" despierta emociones agradables en quien lo escucha, pues lo asociamos con la libertad, una palabra verdaderamente talismán, que prestigia todo lo que toca, pues todos deseamos obrar libremente, esto es, por decisión propia y nada nos disgusta más que hacer algo porque otros nos lo impongan. La sensación de libertad – aunque sea irreal dicha libertad- hace que la persona se vincule más con un acto y lo considere más suyo que aquel que realiza con la sensación de que lo obligan a ello. 

Finalmente, comentaremos brevemente los dos últimos términos –del embarazo- de la mencionada locución. El embarazo es visto todavía –a pesar de la propaganda de un feminismo radical- como una realidad positiva por muchas mujeres, que consideran la maternidad, el dar vida, como una de las cosas más valiosas e importantes de su existencia. De esta manera, al completar la expresión "interrupción voluntaria" con el añadido "del embarazo" transferimos todas esas connotaciones positivas del término "embarazo" a una acción que paradójicamente busca terminar con el embarazo, matando al embrión o al feto, según sea el caso. 

Con frecuencia se intenta justificar el aborto argumentando falazmente que la mujer tiene derecho a hacer con su cuerpo lo que quiera. Se mantienen aquí al menos tres cosas: primera, que efectivamente la mujer puede hacer lo que decida con su cuerpo (está en su derecho); segunda, que el Estado debe velar por el cumplimiento de ese supuesto derecho; y tercero, que el embrión humano es parte del cuerpo de su madre. De estas tres afirmaciones, la verdaderamente decisiva es la tercera, pero me referiré antes brevemente a las otras dos.

Nadie negaría que los brazos o las piernas de una mujer son parte de su cuerpo; sin embargo, encontraríamos absurdo que una mujer exigiera al Estado que como sus brazos son suyos, tiene derecho a que un médico se los ampute, si ella así lo quiere o lo ha decidido. Subyace aquí, además, la errónea idea según la cual, basta con que alguien desee algo para que eso sea bueno y deba elevarse a derecho. Por el contrario, es fácil advertir que si una acción es objetivamente mala, no se convierte en buena porque una persona, o un grupo de personas, la quieran realizar

En cuanto a la tercera afirmación, hemos de decir que es totalmente falsa. El embrión humano no es parte del cuerpo de su madre. La prueba de esto está en que tiene un genotipo completo y distinto al de su madre, por lo que se trata de dos individuos diferentes [1]. Podría objetarse a esto que el órgano, (por ejemplo, un riñón, un corazón...) de una persona que se le transplanta a otra, también tiene un genotipo – el del donante- distinto al del receptor, y que esta diferencia no impide que dicho órgano transplantado forme parte del cuerpo de quien lo recibe. Sin embargo, esta objeción no sirve, ya que el embrión humano es muy diferente del órgano transplantado. En este último caso lo que tenemos es una parte de un organismo que pasa a convertirse en parte de otro organismo. Ningún riñón está desarrollándose para convertirse en un ser humano adulto, relativamente independiente y autónomo, sino que se trata de un conjunto de células ya especializadas que desempeñan una serie de funciones clave para la vida del organismo al que pertenecen. Por el contrario, el embrión humano no solo es distinto de cualquier célula de su madre, sino que es un ser humano incipiente, pues desde el principio tiene la constitución genética característica de los seres humanos y, además, está dirigiendo su propio desarrollo, que le permitirá, si nada lo impide, llegar a ser un humano adulto [2]. Caso muy diferente al de un riñón transplantado, el cual nunca se desarrolla por su propia iniciativa interna hasta llegar a ser un miembro adulto de nuestra especie. En definitiva, aceptar que la mujer pueda hacer con su cuerpo lo que quiera (lo que ya de por sí resulta problemático, como hemos visto) no puede servir para justificar o legitimar el aborto, ya que el embrión humano no es parte del cuerpo de la mujer, sino un ser humano en su fase inicial. 

Un tercer error que se escucha con cierta asiduidad es el de que el aborto es un asunto de la conciencia de cada uno; de manera que el Estado no debería inmiscuirse en estos temas, sino que debería dejar que cada mujer (o cada pareja) lo decidiera de acuerdo con sus intereses y circunstancias. En realidad, este punto de vista es totalmente equivocado, pues aquí lo decisivo es saber si el embrión humano tiene derecho a la vida o si no lo tiene. Si tiene derecho a la vida, entonces mi conciencia debe respetar ese derecho. Sostener que el aborto es una cuestión de conciencia privada, equivale a negar que el embrión tenga derecho a la vida. No se trata de una actitud neutral ni moderada, sino todo lo contrario. Lo verdaderamente esencial a la hora de valorar moralmente el aborto es determinar si se trata o no de un asesinato. Esto es lo verdaderamente fundamental y ésta es precisamente la cuestión que los defensores del aborto tratan de ocultar por todos los medios. Si el aborto es un asesinato, entonces es una acción intrínsecamente mala, esto es, una acción que nunca, bajo ninguna circunstancia, estoy justificado para realizar. Veamos este punto con un poco más de detalle. 
El argumento clásico contra el aborto es el siguiente: 
(1) Nunca debo realizar una acción cuya finalidad sea matar un ser humano inocente.
(2) El embrión humano es un ser humano inocente.
(3) Por lo tanto, nunca debo realizar una acción cuya finalidad sea matar un embrión humano. 
La primera premisa de este razonamiento es un juicio moral, que se basa en su propia evidencia. La segunda premisa es un juicio de hecho. El argumento es válido formalmente, es decir, su estructura es correcta. Si aceptamos la verdad de las premisas, entonces se sigue la conclusión

Por este motivo, los defensores del aborto tienen que rechazar al menos una de las premisas. Lo más habitual es que impugnen la segunda. Sin embargo, hoy día encontramos también pensadores que cuestionan abiertamente la validez del enunciado primero: “Nunca debo realizar una acción cuya finalidad sea matar a un ser humano inocente”. La justificación de su postura está en la distinción que establecen entre ser humano y persona. Para filósofos como Peter Singer o Lynn Rudder Baker no todos los seres humanos serían personas, sino solo aquellos que realizaran (o pudieran realizar inmediatamente) determinados actos: volitivos, intelectivos, autoconscientes ... La raíz de este planteamiento está en una noción defectuosa de persona, pues estos autores consideran erróneamente que la persona se define por sus actos, por lo que hace. Por el contrario, lo correcto es defender que la persona se define por lo que es: un ser de naturaleza racional, con independencia de que pueda o no, en un momento dado, realizar determinados actos. Todos los seres humanos son personas y los embriones humanos son personas en su estado inicial de vida [3]. 

Mateo Palliser
(Continúa)