Duración 63:07 minutos
Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios (1 Cor 2, 12), el Espíritu de su Hijo, que Dios envió a nuestros corazones (Gal 4,6). Y por eso predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,23-24). De modo que si alguien os anuncia un evangelio distinto del que recibisteis, ¡sea anatema! (Gal 1,9).
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martes, 29 de agosto de 2017
Fornicación en legítima defensa (Jim Russell)
¿Cuándo la fornicación no es realmente fornicación?
Si la información publicada es exacta, el Arzobispo Víctor Manuel Fernández, al que algunos consideran el «asesor teológico más cercano del papa Francisco», ha afirmado que en el caso de una pareja no casada que convive y mantiene relaciones sexuales, «es lícito preguntarse» si esas relaciones sexuales «deben caer siempre, en su sentido íntegro, dentro del precepto negativo que prohíbe fornicar.»
Anticiparé desde este momento una respuesta teológico-moral: Sí, Excelencia. Sí, esas relaciones sexuales deben caer siempre dentro del precepto prohibitivo de la «fornicación».
Ah, pero no he sido suficientemente paciente como para escucharle por completo. Tiene más que decir. Fundamenta su notable afirmación en otra notable afirmación. Asegura que «no es posible sostener que esos actos sean, en todos los casos, gravemente deshonestos en sentido subjetivo.»
¿Recuerdan ese buen tiempo pasado en que la teología moral católica se basaba realmente de modo bastante concreto en normas morales objetivas? ¡Sorpresa! Hoy en día, si un acto no es «gravemente deshonesto en sentido subjetivo,» cabe suponer que ya no es tan importante el mero hecho observable de que ese mismo acto continúe siendo gravemente deshonesto en sentido objetivo.
Pero un momento: ¿no existen normas morales realmente objetivas? Sin duda. Ahora bien, según Fernández (si la información publicada es correcta), hay un gran problema, no con las normas, sino con su formulación: «Es la formulación de la norma la que no puede abarcarlo todo, no la norma en sí misma», indica el arzobispo. Añade que la formulación de la norma es «incapaz de expresarlo todo.»
¿Entendido?
Así, la fornicación es siempre mala como norma general. Pero si la fornicación se comete con la misma persona y bajo el mismo techo, esa situación queda fuera de la «formulación» de la norma y puede ser «subjetivamente honesta», por lo que en realidad no siempre debe considerarse como una vulneración del precepto prohibitivo de la fornicación.
Pero aún no he contado lo mejor de todo esto: la «defensa sistemática» por el Arzobispo Fernández de los pasajes problemáticos de Amoris Laetitia, que muchos consideran que contribuyó a redactar. Llega incluso a asegurar que la tristemente célebre nota 351 de Amoris Laetitia fue redactada intencionadamente con el fin de que la pastoral de la Iglesia se aproxime a permitir que algunos católicos divorciados sin anulación matrimonial, tras intentar inválidamente contraer otro matrimonio, puedan recibir la Comunión sin dejar de mantener relaciones sexuales.
Pero, en realidad, tal vez lo más grande de todo es la insistencia del Arzobispo Fernández en que el Papa Francisco ha dado a la Iglesia una «interpretación autorizada» del acuciante problema de la recepción de la Comunión a través de una carta en la que el Papa agradeció a los obispos de Buenos Aires las indicaciones de éstos, en virtud de las cuales pueden discernirse los casos en los que esas parejas podrían recibir la Comunión. En dicha carta, el Papa Francisco declaró que «no hay otras interpretaciones» distintas de la de dichos obispos.
Me permito disentir y ofrezco una interpretación ciertamente no autorizada y contraria a la que parece sostener el Arzobispo Fernández: Considero que sus afirmaciones son sofismas falsos y toscos de primera categoría.
Si fuera cierta su afirmación de que una nota de la exhortación apostólica postsinodal del Papa persigue de modo deliberado socavar «discretamente» el magisterio claro y constante de la Iglesia, dicha nota debería ser ignorada, suprimida o eliminada del recuerdo consciente de los fieles católicos. Examinadlo todo y quedaos con lo bueno.
Desde un primer momento, sé muy bien que no hay verdad alguna en las retorcidas tesis que el arzobispo expone acerca de la fornicación. Pero permítanme remachar algunos puntos para dar por sentenciadas sus tesis.
Si las ideas del arzobispo a este respecto fueran ciertas, la fornicación en legítima defensa sería posible.
En efecto, él mismo cita, a modo de comparación, los actos de matar en legítima defensa y robar para dar de comer a un hijo hambriento, como ejemplos de «excepciones» a normas en otro caso absolutas. Pero el problema con la comparación de la «legítima defensa» es éste: cuando estamos obligados por las circunstancias a hacer algo que produce un efecto malo, este efecto malo queda excusado por el hecho de que no teníamos otra opción, como sucede con la legítima defensa con resultado de muerte o con el robo de comida para librar a la familia de la muerte por inanición.
El caso de la fornicación es completamente distinto. La preservación de la propia vida y el derecho al alimento son cuestiones de justicia. Se refieren a valores que se derivan de la dignidad inviolable de la persona.
Por el contrario, la fornicación afecta a uno de esos valores inherentes a la dignidad humana –la realidad de que las relaciones conyugales están reservadas únicamente para un matrimonio auténtico, y no para un falso matrimonio aprobado por el Estado ni para el concubinato. Esta es una norma absoluta que no puede ser modificada, con independencia de la «formulación» que reciba.
No existe ningún «derecho» a la actividad sexual que deba ser salvaguardado o protegido por razones de justicia. Esto es especialmente obvio para quienes ni siquiera están casados. En cambio, existe el deber para una persona no casada de evitar por completo la fornicación.
No sólo no puede existir el ridículo concepto de «fornicación en legítima defensa,» sino que tampoco es admisible la fornicación en caso de extrema necesidad (como en la comparación con el robo). Imaginemos que fuera admisible. La llamada profesión más antigua del mundo –la prostitución– sería moralmente admisible, siempre que fuera un intento subjetivamente «honesto» de ejercerla como medio de vida.
La «lógica» de estas afirmaciones está viciada por una demencia increíblemente virulenta. Aunque la Iglesia siempre ha enseñado claramente que sólo lo que es verdad es auténticamente pastoral, ahora nos enfrentamos a una perspectiva distorsionada que sostiene que el único camino pastoral exige dejar a un lado lo que es verdadero porque, si no (según el Arzobispo Fernández), quedamos atrapados en una «trampa mortal» que es una «traición al corazón del Evangelio.»
La fornicación continuada en parejas en concubinato no puede ser calificada de honestidad «subjetiva». Tales alegaciones –procedentes incluso del clero– deben ser rechazadas por contrarias a la fe católica. El auténtico acompañamiento pastoral no implica ni puede implicar ignorar la realidad objetiva del pecado simplemente porque quienes lo cometen no creen subjetivamente que sus actos son gravemente deshonestos.
Asimismo, como fieles católicos debemos rechazar de modo cuidadoso y tenaz toda afirmación que sostenga que en ocasiones lo mejor que puede hacer una persona en situaciones concretas y reales es cometer un pecado de forma libre y deliberada. Esta conclusión priva a la persona de su más preciosa libertad interior de efectuar elecciones morales. La persona no debe verse rebajada y reducida a un objeto por este tormentoso razonamiento.
Todos lo hemos oído. Una persona abandonada por su cónyuge ha de encontrar una nueva pareja y ciertamente no cabe esperar que haga la elección moral correcta de mantenerse fiel a las promesas asumidas frente a un cónyuge que partió hace ya largo tiempo hasta que obtenga la nulidad matrimonial, en su caso. Del mismo modo, se dice que no puede esperarse que un divorciado vuelto a casar solucione el lío de su nuevo matrimonio ahora que esta unión «irregular» ha engendrado hijos.
Al igual que en el caso del absurdo de la fornicación en defensa propia, simplemente no hay forma de cometer «adulterio en legítima defensa», es decir, contrayendo nuevo matrimonio, sin obtener la nulidad previa, tras la separación del cónyuge legítimo.
Sin embargo, eso es lo que ahora está sucediendo ante nuestros propios ojos. Altos clérigos están dejando atrás las ambigüedades acerca de Amoris Laetitia mantenidas durante meses y ahora realizan declaraciones inequívocas sobre sus fines. Por desgracia para la Iglesia universal, estas tesis profundamente corruptas están siendo bien acogidas por algunos como auténtico «progreso.» Sin embargo, apenas cabe imaginar nada tan regresivo, tan temerario y nocivo para las almas. Al igual que el absurdo concepto de fornicar en legítima defensa, la aseveración de que la fornicación no es tal y el adulterio tampoco es adulterio no son en absoluto pastorales. Por otra parte, este tipo de «acompañamiento» de las almas heridas sólo las alejará del Reino de Dios, y no las acercará al mismo.
Con el debido respeto a las opiniones publicadas del Arzobispo Fernández, aquí la «trampa mortal» es pretender que las cosas no son lo que realmente son. El camino hacia la vida y la conservación del Evangelio sólo se encontrarán en las verdades que nos debemos a nosotros mismos y a todos los demás.
La verdad es, en última instancia, ineludible. No podemos cambiarla con sofismas artificiosos que se presentan bajo la forma de acompañamiento pastoral. Podemos conocer la verdad ahora o bien más tarde. Conocerla ahora es mucho más sencillo.
Rev. Jim Russell, diácono
Publicado originalmente en Crisis Magazine
Traducido por Víctor Lozano, del equipo de traductores de InfoCatólica
Análisis de un artículo de Rodrigo Guerra en defensa de Amoris Laetitia (Bruno Moreno)
Si bien el autor trata en su artículo la exhortación en su conjunto, lo cierto es que el tema fundamental parece ser el de los divorciados en una nueva unión. Más de un tercio de sus páginas se dedican a este tema y da la impresión de que la parte general del principio está orientada a preparar el camino de la tesis presentada por el autor a ese respecto.
En cuanto a la parte general del artículo, no se puede decir mucho, ya que es poco concreta. A lo sumo, se podría señalar que el autor tiende a subrayar y a entresacar, de la larguísima exhortación del Papa, las frases que van en una misma dirección: la de relativizar el aspecto objetivo de la ley moral y primar el aspecto subjetivo de los actos humanos. Las consecuencias serán evidentes al tratar el tema concreto de los divorciados.
En ese sentido, el autor hace algunas afirmaciones difícilmente defendibles. Por ejemplo, explica que una de las novedades de la exhortación está en que ahora sabemos que no todo el que se encuentra en una situación objetiva de pecado tiene necesariamente que estar pecando subjetivamente. Del mismo modo, resalta que, de acuerdo con el Papa Francisco, nadie puede estar condenado para siempre en esta vida. Como ambas cosas son conocidas para la teología moral desde hace dos mil años, da la impresión de que o bien se trata de elogios exagerados al Papa y a la exhortación postsinodal o bien el autor, como veremos más adelante, en realidad se está refiriendo a otras novedades muy distintas que ve en el texto y que, esas sí, están ausentes de la Tradición anterior de la Iglesia.
Para “aterrizar” el análisis del artículo sin perdernos en generalidades, vamos a centrarnos en la parte más concreta del mismo, que es el análisis que hace el autor del fenómeno de los dubia presentados al Papa por cuatro cardenales para que clarifique las ambigüedades o aparentes errores presentes en la exhortación. No solo D. Rodrigo considera que la presentación y publicación de los dubia fueron inadecuadas, sino que además expresa esa opinión con afirmaciones claramente ofensivas contra los cuatro cardenales, a los que compara con los judíos que querían lapidar a la mujer sorprendida en adulterio y que, según dice, por haber “jurado fidelidad al Papa” no deberían osar cuestionar sus afirmaciones. Por ejemplo, señala D. Rodrigo sobre la carta de los cuatro cardenales que contenía los dubia:
“Sin embargo, es lamentable que la hayan hecho pública ya que originalmente parece haber sido escrita como una misiva privada. En muchas ocasiones cuando una carta originalmente privada es dada a conocer públicamente sin la aprobación del destinatario se comete una grave falta moral. Más aún, no es extraño que este tipo de recursos mediáticos se conciban como medias de presión. Así mismo, declaraciones complementarias a la carta la arropan con un tono de amenaza”.
A mi entender, esa afirmación de que “en muchas ocasiones cuando una carta originalmente privada es dada a conocer públicamente sin la aprobación del destinatario se comete una grave falta moral” es indefendible e indigna de un artículo de esa naturaleza. Primero, porque insinúa una “grave falta moral” por parte de los cardenales sin probarla de ningún modo, algo que resulta totalmente inadecuado, ya que ante las insinuaciones no cabe defensa ninguna. Segundo, porque de hecho es una afirmación completamente falsa: es cierto que se puede faltar a la cortesía, a la legislación e incluso, en algunos casos, a la moral si se revela una carta privada sin la aprobación del remitente, pero en principio no es necesaria la del destinatario. Si alguien me envía una carta confidencialmente, puedo estar obligado a guardar esa confidencialidad que me impone el remitente al escribirme en confianza; en cambio, si yo le escribo una carta a alguien, lógicamente no estoy obligado a ninguna confidencialidad sobre ella, porque, no habiendo sido escrita la carta por el destinatario, no cabe suponer la confidencialidad con respecto a un texto del que yo mismo soy autor y propietario intelectual.
En cualquier caso, las críticas de D. Rodrigo contra los cuatro cardenales parecen revelar un llamativo desconocimiento de la enseñanza de la Iglesia sobre la defensa de la fe. Como muestra unánimemente la práctica eclesial de dos mil años de historia de historia del cristianismo, las afirmaciones y comportamientos públicos contrarios a la fe o la moral pueden y deben refutarse y denunciarse públicamente. El mismo Cristo enseñó que, si alguien no atendía a una corrección privada, debía repetirse la corrección de forma pública.
Dejando a un lado por un momento el tema de la validez de las afirmaciones concretas de los cardenales sobre Amoris Laetitia, debería ser evidente para cualquier católico que si, en efecto, el sucesor de Pedro se apartase, por acción u omisión, de la doctrina católica, la obligación de obispos y cardenales sería corregirle con respeto y caridad cristiana de forma pública. ¿No se da cuenta acaso D. Rodrigo Guerra de que su condena apriorística de los cuatro cardenales condena igualmente a San Pablo, que reprendió a Pedro “porque era reprensible” (Gal 2,11)? ¿No ve que condena asimismo a los teólogos parisinos que, movidos por el celo de la fe, arguyeron y demostraron a Juan XXII que su afirmación de que no existía la visión beatífica tras el juicio particular era contraria a la fe católica y consiguieron que se retractase de ella? ¿No es consciente de que condena también a Santa Catalina de Siena, que con grandísimo cariño pero con una firmeza inquebrantable corrigió multitud de veces al Papa de su época? ¿No sabe que condena del mismo modo a tres Concilios Ecuménicos, el tercero y cuarto de Constantinopla y el segundo de Nicea, que reprocharon a Honorio su conducta como promotor de la herejía? ¿Cree saber más que Santo Tomás de Aquino, doctor de la Iglesia, que enseñó que “en el caso de que amenazare un peligro para la fe, los superiores deberían ser reprendidos incluso públicamente por sus súbditos” (S. Th., II-II, 33, 4)? ¿No sabe que, cuando esos cuatro cardenales fueron consagrados obispos, la Iglesia les impuso solemnemente la obligación de “conservar íntegro y puro el depósito de la fe, tal como fue recibido de los apóstoles y conservado en la Iglesia siempre y en todo lugar”? ¿Desconoce que el mismo Código de Derecho Canónico reconoce a todos los fieles y no solo a los obispos y cardenales el “derecho y a veces incluso el deber” de manifestar públicamente su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia (canon 212 §3)?
Como dice el viejo adagio latino, quod nimis probat nihil probat. La tesis de D. Rodrigo “prueba demasiado”, porque de ser cierta condenaría también al Código de Derecho Canónico, a Santo Tomás de Aquino, a tres Concilios Ecuménicos, a Santa Catalina de Siena, al Apóstol y al mismo Cristo. Incluso condenaría al propio D. Rodrigo, que, no siendo ni siquiera sacerdote, pretende corregir públicamente a esos cuatro cardenales y obispos. Es decir, se trata de un reproche evidentemente incorrecto y que no se puede tomar en serio como argumentación.
Después de haber tratado la calificación que hace del hecho mismo de la presentación de los dubia, veamos ahora en concreto las respuestas de D. Rodrigo a las cinco dudas planteadas por los cardenales, que numeraremos del uno al cinco para mayor comodidad.
1) A la pregunta de si es posible ahora conceder la absolución en el sacramento de la Penitencia y, en consecuencia, admitir a la Santa Eucaristía a una persona que, estando unida por un vínculo matrimonial válido, convive “more uxorio” con otra, responde que sí, “siempre que existan atenuantes que hagan de la falta un pecado que no sea mortal”.
Como veremos, la opción de D. Rodrigo siempre es la misma: plantear la cuestión en un plano puramente subjetivo, contra toda la tradición de la Iglesia en este ámbito, de una forma que resulta indistinguible en la práctica del circunstancialismo moral condenado por la Iglesia (aunque teóricamente D. Rodrigo acepte esa condena).
Curiosamente, esos “atenuantes” en los que se basa no se explicitan en ningún momento durante el artículo. Se mantienen como una especie de “carta blanca” teórica, para decir que es posible comulgar por muchos pecados graves, públicos y sin propósito de la enmienda que se cometan, siempre que existan esos mágicos atenuantes, pero nunca se explica en qué consisten en realidad. D. Rodrigo solo se aproxima un tanto al terreno concreto en dos ocasiones y, como veremos, en ambas resulta inmediatamente evidente que se está negando en la práctica todo lo que se afirmaba en la teoría.
En cualquier caso, las críticas de D. Rodrigo contra los cuatro cardenales parecen revelar un llamativo desconocimiento de la enseñanza de la Iglesia sobre la defensa de la fe. Como muestra unánimemente la práctica eclesial de dos mil años de historia de historia del cristianismo, las afirmaciones y comportamientos públicos contrarios a la fe o la moral pueden y deben refutarse y denunciarse públicamente. El mismo Cristo enseñó que, si alguien no atendía a una corrección privada, debía repetirse la corrección de forma pública.
Dejando a un lado por un momento el tema de la validez de las afirmaciones concretas de los cardenales sobre Amoris Laetitia, debería ser evidente para cualquier católico que si, en efecto, el sucesor de Pedro se apartase, por acción u omisión, de la doctrina católica, la obligación de obispos y cardenales sería corregirle con respeto y caridad cristiana de forma pública. ¿No se da cuenta acaso D. Rodrigo Guerra de que su condena apriorística de los cuatro cardenales condena igualmente a San Pablo, que reprendió a Pedro “porque era reprensible” (Gal 2,11)? ¿No ve que condena asimismo a los teólogos parisinos que, movidos por el celo de la fe, arguyeron y demostraron a Juan XXII que su afirmación de que no existía la visión beatífica tras el juicio particular era contraria a la fe católica y consiguieron que se retractase de ella? ¿No es consciente de que condena también a Santa Catalina de Siena, que con grandísimo cariño pero con una firmeza inquebrantable corrigió multitud de veces al Papa de su época? ¿No sabe que condena del mismo modo a tres Concilios Ecuménicos, el tercero y cuarto de Constantinopla y el segundo de Nicea, que reprocharon a Honorio su conducta como promotor de la herejía? ¿Cree saber más que Santo Tomás de Aquino, doctor de la Iglesia, que enseñó que “en el caso de que amenazare un peligro para la fe, los superiores deberían ser reprendidos incluso públicamente por sus súbditos” (S. Th., II-II, 33, 4)? ¿No sabe que, cuando esos cuatro cardenales fueron consagrados obispos, la Iglesia les impuso solemnemente la obligación de “conservar íntegro y puro el depósito de la fe, tal como fue recibido de los apóstoles y conservado en la Iglesia siempre y en todo lugar”? ¿Desconoce que el mismo Código de Derecho Canónico reconoce a todos los fieles y no solo a los obispos y cardenales el “derecho y a veces incluso el deber” de manifestar públicamente su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia (canon 212 §3)?
Como dice el viejo adagio latino, quod nimis probat nihil probat. La tesis de D. Rodrigo “prueba demasiado”, porque de ser cierta condenaría también al Código de Derecho Canónico, a Santo Tomás de Aquino, a tres Concilios Ecuménicos, a Santa Catalina de Siena, al Apóstol y al mismo Cristo. Incluso condenaría al propio D. Rodrigo, que, no siendo ni siquiera sacerdote, pretende corregir públicamente a esos cuatro cardenales y obispos. Es decir, se trata de un reproche evidentemente incorrecto y que no se puede tomar en serio como argumentación.
Después de haber tratado la calificación que hace del hecho mismo de la presentación de los dubia, veamos ahora en concreto las respuestas de D. Rodrigo a las cinco dudas planteadas por los cardenales, que numeraremos del uno al cinco para mayor comodidad.
1) A la pregunta de si es posible ahora conceder la absolución en el sacramento de la Penitencia y, en consecuencia, admitir a la Santa Eucaristía a una persona que, estando unida por un vínculo matrimonial válido, convive “more uxorio” con otra, responde que sí, “siempre que existan atenuantes que hagan de la falta un pecado que no sea mortal”.
Como veremos, la opción de D. Rodrigo siempre es la misma: plantear la cuestión en un plano puramente subjetivo, contra toda la tradición de la Iglesia en este ámbito, de una forma que resulta indistinguible en la práctica del circunstancialismo moral condenado por la Iglesia (aunque teóricamente D. Rodrigo acepte esa condena).
Curiosamente, esos “atenuantes” en los que se basa no se explicitan en ningún momento durante el artículo. Se mantienen como una especie de “carta blanca” teórica, para decir que es posible comulgar por muchos pecados graves, públicos y sin propósito de la enmienda que se cometan, siempre que existan esos mágicos atenuantes, pero nunca se explica en qué consisten en realidad. D. Rodrigo solo se aproxima un tanto al terreno concreto en dos ocasiones y, como veremos, en ambas resulta inmediatamente evidente que se está negando en la práctica todo lo que se afirmaba en la teoría.
Baste decir, por ahora, que, si hubieran seguido a rajatabla esta forma de pensar, San Juan Bautista no habría perdido la cabeza por denunciar el adulterio del rey Herodes, porque ¿qué sabía él sobre los posibles atenuantes subjetivos del monarca? ¿Acaso estaba justificada esa durísima denuncia en un posible caso de simples pecadillos veniales? ¿Por qué le dijo “no te es lícito", en lugar de “no te es lícito a no ser que tengas atenuantes, que seguro que los tienes porque todo el mundo los tiene"? Rigiéndose por los mismos principios, San Ambrosio no habría excomulgado al emperador Teodosio por la matanza de Tesalónica, porque no podía saber si este tenía algún atenuante subjetivo que le había llevado a actuar así. Lo mismo podría decirse de tantas otras condenas de pecadores públicos dictadas por la Iglesia (y por los profetas antes de Cristo) sobre la base del fuero externo, sabiendo que el juicio último le corresponde a Dios pero sin abdicar por ello de su deber de denunciar esos comportamientos públicos pecaminosos.
D. Rodrigo se mantiene durante toda su exposición en el puramente ámbito subjetivo, pero lo cierto es que la Iglesia nunca ha hecho eso. Al contrario, ha mantenido siempre que la situación de una nueva unión, que por su propia naturaleza es pública, aumenta la gravedad del hecho. Recordemos lo que dice el Catecismo sobre esto:
“El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente” (Catecismo de la Iglesia Católica 2384)”
Del mismo modo que, como decíamos antes, corresponde una crítica pública a las afirmaciones públicas, cuando un comportamiento pecaminoso es público y permanente, puede y debe incurrir en censuras eclesiales. Lo cierto es que en la Iglesia siempre ha primado el aspecto objetivo (y juzgable) de los pecados públicos sobre el aspecto subjetivo (que no se puede juzgar), precisamente por su carácter de públicos. Esto se debe al peligro de escándalo, a que la conciencia recta está obligada a obedecer la ley de Dios, al carácter eclesial y no solo personal del matrimonio en el caso del adulterio y al hecho de que actuar de otro modo equivale a dar legitimidad a comportamientos completamente rechazables desde el punto de vista moral.
2) Asombrosamente, a la pregunta de si existen “normas morales absolutas, válidas, sin excepción alguna, que prohíben acciones intrínsecamente malas”, D. Rodrigo responde que sí. Sin embargo, inmediatamente alega la afirmación, también de Juan Pablo II, de que las “circunstancias particulares pueden atenuar su malicia”, dando a entender (contra la intención de la frase original) que esos atenuantes de alguna manera permiten que los divorciados que incumplen gravemente esa ley moral y no tienen la intención de dejar de hacerlo sigan recibiendo la comunión. Si eso no es una excepción a las normas morales, resulta muy difícil imaginar qué puede querer decir D. Rodrigo con la palabra “excepción”.
La lógica elemental indica que no pueden existir excepciones para lo que no admite “excepción alguna”. Si esas normas morales son absolutas y prohíben “sin excepción alguna” adulterar, también se lo prohíben al divorciado vuelto a casar, por mucho que alegue las circunstancias más diversas que atenúen su malicia. Es más, no solo lo prohíben en cuanto al pasado, sino también de cara al futuro, de manera que está igualmente prohibido tener la intención de seguir incumpliendo las leyes morales. Por lo tanto, no tiene sentido defender, como veremos que hace D. Rodrigo al final del artículo, que esas circunstancias suponen, en la práctica, que el interesado no tiene obligación grave de cumplir la ley moral en ese ámbito.
En cualquier caso, resulta teológica e intelectualmente deshonesto citar como apoyo a Juan Pablo II sin explicar que el santo Papa polaco enseñó, en el resto de la cita (que D. Rodrigo significativamente omite), que esos atenuantes no permitían en ningún caso dar la comunión a divorciados en una nueva unión.
3) En cuanto al tercer dubia, D. Rodrigo alega que la prohibición de comulgar en situación de pecado grave es meramente disciplinar:
“La prohibición de acceder a la Eucaristía en situación de pecado grave plasmada en el canon 915 descansa en la posibilidad afectar el orden de la comunidad, generar escándalo y situaciones parecidas, es decir, yace en una norma disciplinar, no doctrinal, que el Papa puede modificar o que aunque no modifique puede presentar excepciones basadas en el principio canónico de la “salus animarum”. Por el contrario, la imposibilidad de acceder a la Eucaristía en pecado mortal es de orden doctrinal, no meramente disciplinar”.
Esta afirmación no solo da por supuesto lo que debería demostrar, sino que prescinde de la enseñanza de la Iglesia sobre el tema. De hecho, es llamativo que, después de haber mencionado más de treinta veces a Juan Pablo II y a Benedicto XVI, no se moleste en citar lo que la Congregación para la Doctrina de la Fe, bajo Joseph Ratzinger como Prefecto y San Juan Pablo II como Papa dictaminaron sobre el asunto específico que está tratando (siguiendo, por cierto, la práctica bimilenaria de la Iglesia):
“Por consiguiente, frente a las nuevas propuestas pastorales arriba mencionadas, esta Congregación siente la obligación de volver a recordar la doctrina y la disciplina de la Iglesia al respecto. Fiel a la palabra de Jesucristo, la Iglesia afirma que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el anterior matrimonio. Si los divorciados se han vuelto a casar civilmente, se encuentran en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios y por consiguiente no pueden acceder a la Comunión eucarística mientras persista esa situación”.
Y también:
“Es verdad que el juicio sobre las propias disposiciones con miras al acceso a la Eucaristía debe ser formulado por la conciencia moral adecuadamente formada. Pero es también cierto que el consentimiento, sobre el cual se funda el matrimonio, no es una simple decisión privada,ya que crea para cada uno de los cónyuges y para la pareja una situación específicamente eclesial y social. Por lo tanto el juicio de la conciencia sobre la propia situación matrimonial no se refiere únicamente a una relación inmediata entre el hombre y Dios, como si se pudiera dejar de lado la mediación eclesial, que incluye también las leyes canónicas que obligan en conciencia. No reconocer este aspecto esencial significaría negar de hecho que el matrimonio exista como realidad de la Iglesia, es decir, como sacramento” (Congregación de la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, 14 de septiembre de 1994).
D. Rodrigo se mantiene durante toda su exposición en el puramente ámbito subjetivo, pero lo cierto es que la Iglesia nunca ha hecho eso. Al contrario, ha mantenido siempre que la situación de una nueva unión, que por su propia naturaleza es pública, aumenta la gravedad del hecho. Recordemos lo que dice el Catecismo sobre esto:
“El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente” (Catecismo de la Iglesia Católica 2384)”
Del mismo modo que, como decíamos antes, corresponde una crítica pública a las afirmaciones públicas, cuando un comportamiento pecaminoso es público y permanente, puede y debe incurrir en censuras eclesiales. Lo cierto es que en la Iglesia siempre ha primado el aspecto objetivo (y juzgable) de los pecados públicos sobre el aspecto subjetivo (que no se puede juzgar), precisamente por su carácter de públicos. Esto se debe al peligro de escándalo, a que la conciencia recta está obligada a obedecer la ley de Dios, al carácter eclesial y no solo personal del matrimonio en el caso del adulterio y al hecho de que actuar de otro modo equivale a dar legitimidad a comportamientos completamente rechazables desde el punto de vista moral.
2) Asombrosamente, a la pregunta de si existen “normas morales absolutas, válidas, sin excepción alguna, que prohíben acciones intrínsecamente malas”, D. Rodrigo responde que sí. Sin embargo, inmediatamente alega la afirmación, también de Juan Pablo II, de que las “circunstancias particulares pueden atenuar su malicia”, dando a entender (contra la intención de la frase original) que esos atenuantes de alguna manera permiten que los divorciados que incumplen gravemente esa ley moral y no tienen la intención de dejar de hacerlo sigan recibiendo la comunión. Si eso no es una excepción a las normas morales, resulta muy difícil imaginar qué puede querer decir D. Rodrigo con la palabra “excepción”.
La lógica elemental indica que no pueden existir excepciones para lo que no admite “excepción alguna”. Si esas normas morales son absolutas y prohíben “sin excepción alguna” adulterar, también se lo prohíben al divorciado vuelto a casar, por mucho que alegue las circunstancias más diversas que atenúen su malicia. Es más, no solo lo prohíben en cuanto al pasado, sino también de cara al futuro, de manera que está igualmente prohibido tener la intención de seguir incumpliendo las leyes morales. Por lo tanto, no tiene sentido defender, como veremos que hace D. Rodrigo al final del artículo, que esas circunstancias suponen, en la práctica, que el interesado no tiene obligación grave de cumplir la ley moral en ese ámbito.
En cualquier caso, resulta teológica e intelectualmente deshonesto citar como apoyo a Juan Pablo II sin explicar que el santo Papa polaco enseñó, en el resto de la cita (que D. Rodrigo significativamente omite), que esos atenuantes no permitían en ningún caso dar la comunión a divorciados en una nueva unión.
3) En cuanto al tercer dubia, D. Rodrigo alega que la prohibición de comulgar en situación de pecado grave es meramente disciplinar:
“La prohibición de acceder a la Eucaristía en situación de pecado grave plasmada en el canon 915 descansa en la posibilidad afectar el orden de la comunidad, generar escándalo y situaciones parecidas, es decir, yace en una norma disciplinar, no doctrinal, que el Papa puede modificar o que aunque no modifique puede presentar excepciones basadas en el principio canónico de la “salus animarum”. Por el contrario, la imposibilidad de acceder a la Eucaristía en pecado mortal es de orden doctrinal, no meramente disciplinar”.
Esta afirmación no solo da por supuesto lo que debería demostrar, sino que prescinde de la enseñanza de la Iglesia sobre el tema. De hecho, es llamativo que, después de haber mencionado más de treinta veces a Juan Pablo II y a Benedicto XVI, no se moleste en citar lo que la Congregación para la Doctrina de la Fe, bajo Joseph Ratzinger como Prefecto y San Juan Pablo II como Papa dictaminaron sobre el asunto específico que está tratando (siguiendo, por cierto, la práctica bimilenaria de la Iglesia):
“Por consiguiente, frente a las nuevas propuestas pastorales arriba mencionadas, esta Congregación siente la obligación de volver a recordar la doctrina y la disciplina de la Iglesia al respecto. Fiel a la palabra de Jesucristo, la Iglesia afirma que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el anterior matrimonio. Si los divorciados se han vuelto a casar civilmente, se encuentran en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios y por consiguiente no pueden acceder a la Comunión eucarística mientras persista esa situación”.
Y también:
“Es verdad que el juicio sobre las propias disposiciones con miras al acceso a la Eucaristía debe ser formulado por la conciencia moral adecuadamente formada. Pero es también cierto que el consentimiento, sobre el cual se funda el matrimonio, no es una simple decisión privada,ya que crea para cada uno de los cónyuges y para la pareja una situación específicamente eclesial y social. Por lo tanto el juicio de la conciencia sobre la propia situación matrimonial no se refiere únicamente a una relación inmediata entre el hombre y Dios, como si se pudiera dejar de lado la mediación eclesial, que incluye también las leyes canónicas que obligan en conciencia. No reconocer este aspecto esencial significaría negar de hecho que el matrimonio exista como realidad de la Iglesia, es decir, como sacramento” (Congregación de la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, 14 de septiembre de 1994).
Tanto San Juan Pablo II como el cardenal Joseph Ratzinger, posteriormente Benedicto XVI enseñaron que la cuestión de la comunión a los divorciados en una nueva unión no era simplemente disciplinar, sino doctrinal y disciplinar. D. Rodrigo Guerra, sin embargo, prescinde de esa enseñanza. Incluye en su artículo multitud de referencias sobre aspectos generales de la enseñanza de Juan Pablo II y Benedicto XVI, a la vez que oculta las que refutan específicamente su argumentación. Son textos fundamentales, que no solo rechazan su afirmación de que se trata de un tema meramente disciplinar y subjetivo, sino que además responden específicamente a la misma cuestión que está tratando de contestar él con su escrito, pero, como lo hacen en sentido contrario al que él desea, hace como si no existiesen. Esta forma de razonar es inaceptable en un teólogo católico y, en general, en cualquier estudio serio.
La realidad es que el matrimonio es una realidad sacramental y eclesial, no puramente personal. Por lo tanto, vivir en una situación que “contradice objetivamente la ley de Dios” en ese ámbito impide participar de la Comunión, como repitió Benedicto XVI, ya como Papa:
“El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc 10,2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos a casar, […] cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar […]” (Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum Charitatis de Benedicto XVI, 2007).
Los divorciados vueltos a casar no pueden comulgar por razones teológicas y dogmáticas: la vida en la que permanecen sin arrepentimiento ni propósito de la enmienda es contraria a la naturaleza misma de la Eucaristía. Quien está rompiendo gravemente el amor de Cristo por la Iglesia en su matrimonio no puede acceder al sacramento que actualiza ese amor. Antes de hacerlo debe confesarse con propósito de la enmienda y, por lo tanto, romper esa situación objetiva que le aparta de la Eucaristía.
En este punto, D. Rodrigo da por primera y única vez una indicación de lo que quiere decir con “atenuantes”,aunque solamente a modo de comparación. Es significativo que el ejemplo que da no tenga nada que ver con el matrimonio, lo que hace que nos preguntemos por qué no se dan ejemplos reales sobre el tema y sospechar que esto se debe a que, en cuanto se dan esos ejemplos, inmediatamente resulta claro que son casos en los que tergiversa la moral de la Iglesia y se aceptan (imposibles) excepciones a la misma:
“Cuando se entiende correctamente esta distinción, ya no es posible afirmar que toda persona en situación de pecado grave por definición se encuentra cometiendo pecados mortales. Baste pensar en personas que viven en situaciones de esclavitud sexualy en las que evidentemente existe una situación de pecado grave (la prostitución) sin que por ello signifique que los actos que realizan son imputables”
Este ejemplo de D. Rodrigo es lo que los ingleses llaman un “red herring” (arenque rojo), es decir, algo que distrae y hace perder la pista a los sabuesos que persiguen al fugitivo. Nadie está hablando de los casos de locura o falta de libertad, porque en ellos no hay sujeto moral. Parece mentira que D. Rodrigo no sepa esto, que es un principio moral básico, pero lo cierto es que en acciones que no son voluntarias, como la esclavitud sexual que menciona, no hay situación de pecado grave, porque si falta el sujeto moral nunca puede existir tal situación, ni subjetiva ni objetiva. Además, en las personas que se encuentran en esa situación no está ausente el propósito de la enmienda, sino que, al contrario, lo que sucede es que no está en sus manos enmendar la situación y, si pudieran, la enmendarían. En cambio, en los divorciados en una nueva unión que mantienen relaciones sexuales y tienen la intención de seguir manteniéndolas, lo que falta es ese propósito de la enmienda, que debería existir.
Es decir, el ejemplo se diferencia de aquello que estamos tratando en un elemento esencial, con lo que resulta completamente inútil como ejemplo y lo que hace es desviar la atención. Por no hablar de que, además, resulta ofensivo para los divorciados en una nueva unión, ya que sugiere que, en realidad, D. Rodrigo les considera moralmente incapaces, como si fueran esclavos, locos o animales. A mi juicio, un respeto mínimo hacia los divorciados en una nueva unión nos obliga a considerarlos personas adultas, libres y conscientes de sus actos. Cualquier otra cosa es un paternalismo moral que hiede al clericalismo que tantas veces ha criticado el Papa Francisco.
4) En su artículo, D. Rodrigo responde correctamente (es decir, afirmativamente) a la pregunta sobre si se debe considerar todavía válida la enseñanza de que las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección.
Conviene señalar, sin embargo, que despacha la pregunta en dos frases, como si no tuviera que ver con el tema tratado e, inmediatamente, vuelve al plano meramente subjetivo de la imputabilidad o la culpabilidad, obviando que el aspecto objetivo de la moral es esencial y, además, precede siempre ontológicamente al subjetivo. En cualquier caso, en su respuesta prefiere dejar a un lado el hecho de que, en Amoris Laetitia, se afirma, por ejemplo, que:
[El divorciado vuelto a casar] “también puede reconocer con sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo” (AL 303).
Y también:
“Existe el caso de una segunda unión consolidada en el tiempo, con nuevos hijos, con probada fidelidad, entrega generosa, compromiso cristiano, conocimiento de la irregularidad de su situación y gran dificultad para volver atrás sin sentir en conciencia que se cae en nuevas culpas” (AL 298).
Por lo tanto, en Amoris Laetitia se considera que, en algunas ocasiones, seguir adulterando es una “respuesta generosa”, que se puede “ofrecer a Dios” y que eso es lo que “Dios mismo está reclamando”. Se elogia, como algo positivo, la fidelidad a una relación de adulterio, que se describe como una “entrega generosa” y parece ser compatible con el “compromiso cristiano”). Esto equivale a afirmar directamente que “un acto intrínsecamente malo puede ser transformado por las circunstancias en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección”. Es decir, que algo prohibido sin excepciones por la ley de Dios puede ser la voluntad de Dios para una persona concreta.
Don Rodrigo puede estar de acuerdo con esto si quiere, pero lo que no puede hacer es pretender que es una postura compatible con la doctrina de la Veritatis Splendor y toda la Iglesia anterior sobre los actos intrínsecamente malos. Del mismo modo, no tiene sentido defender la enseñanza de Amoris Laetitia y a la vez responder afirmativamente a esa dubia, que dice exactamente lo contrario que la exhortación. No es posible estar en misa y repicando, defender una cosa y también otra contradictoria. A lo largo de su artículo son múltiples las ocasiones como esta, en la que D. Rodrigo afirma una cosa y su contradictoria, como si las contradicciones intrínsecas no anulasen cualquier argumentación.
Estos dos textos de Amoris Laetitia parecen reducir la ley moral a un ideal que, en la práctica, no necesariamente se puede cumplir, de manera que hay que conformarse con lo posible en cada momento, que puede ser incumplir algunos de los preceptos fundamentales de esa ley, como los mandamientos. Esta postura, además de ser claramente una tesis moral y no meramente disciplinar, es directamente contraria a un dogma de fe católica, proclamado por el Concilio de Trento:
“Si alguno dijere que los mandamientos de Dios son imposibles de guardar, aun para el hombre justificado y constituido bajo la gracia, sea anatema” (Canon 18 sobre la justificación).
La Iglesia ha enseñado siempre que el pecado no es ni puede ser nunca voluntad de Dios y que nunca es lícito elegir el mal moral, ni siquiera con un fin bueno. Pretender que el pecado grave se puede “ofrecer a Dios” como algo bueno y “generoso” es incomprensible a la luz de la moral católica. La fidelidad al pecado no es elogiable, sino que su nombre verdadero es obstinación en el mal. Creer que en ocasiones los católicos tienen que conformarse con pecar porque no es posible para ellos dejar de pecar es una muestra de desesperanza pagana, más de que de catolicismo. Estos aspectos, que constituyen la parte más cuestionable de Amoris Laetitia, muestran claramente que la sin duda bienintencionada defensa de D. Rodrigo se basa en omitir todo aquello que no se ajusta a la finalidad de su artículo, como ya hemos visto antes en varias ocasiones.
5) La quinta pregunta versa sobre si se debe considerar todavía válida la enseñanza de San Juan Pablo II que excluye una “interpretación creativa del papel de la conciencia” y afirma que ésta nunca está autorizada para legitimar excepciones a las normas morales absolutas que prohíben acciones intrínsecamente malas por su objeto. De nuevo, la respuesta de D. Rodrigo es afirmativa y nos asegura que Amoris Laetitia no propone excepciones a las normas morales absolutas.
Inmediatamente, sin embargo, el propio D. Rodrigo muestra que la realidad, al menos según su interpretación, es la opuesta. Como siempre sucede en estos casos, en cuanto se cita el primer caso práctico, se ponen de manifiesto todas las contradicciones. Después de decirnos que Amoris Laetitia (y él) no contemplan excepciones a las normas morales absolutas, Don Rodrigo cita aprobatoriamente la declaración de los Obispos de la Región Pastoral de Buenos Aires sobre los divorciados en una nueva unión:
“Si se llega a reconocer que, en un caso concreto, hay limitaciones que atenúan la responsabilidad y la culpabilidad (cf. 301-302), particularmente cuando una persona considere que caería en una ulterior falta dañando a los hijos de la nueva unión, Amoris Laetitia abre la posibilidad del acceso a los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía (cf. notas 336 y 351)”.
Don Rodrigo, una vez más, limita la cuestión al plano meramente subjetivo, diciendo que “siempre habrá que mirar caso por caso y si existe pecado mortal sin arrepentimiento no se podrá ofrecer la absolución y la eucaristía”. Desgraciadamente, esta aparente precisión no hace más que confundir la cuestión, porque resulta evidente que la afirmación de los obispos de Buenos Aires está dirigida a los divorciados en una nueva unión que no se arrepienten de seguir adulterando y que tienen la intención de seguir haciéndolo, ya que de otro modo el documento no tiene sentido (porque, si hay arrepentimiento, la cuestión del grado de responsabilidad es irrelevante para el acceso a los sacramentos).
Lo cierto es que la afirmación de que “una persona considere que caería en una ulterior falta dañando a los hijos de la nueva unión” para justificar la continuación del adulterio equivale a negar que haya actos intrínsecamente malos, que no se pueden elegir nunca en conciencia, aunque sea con un fin bueno. Es decir, el principio que están aplicando esas personas es que “el fin justifica los medios”. Y sin embargo, los obispos de Buenos Aires (y D. Rodrigo) consideran que los que actúan así pueden acceder a la Confesión y a la Eucaristía.
Ciertamente, es posible que algunos lleguen al confesionario con esa idea equivocada. Es evidente, sin embargo, que el confesor está obligado a señalarles que a) esa argumentación de que el fin justifica los medios no es válida para un católico, b) piensen lo que piensen, vivir en adulterio es un pecado grave, c) si siguen haciéndolo cometerán un pecado mortal, y e) la intención de cometer un pecado mortal impide recibir la absolución y la comunión. Si los divorciados aceptan la enseñanza de la Iglesia que les propone el confesor pero no tienen propósito de la enmienda, no pueden confesarse ni comulgar. Si no la aceptan, por otro lado, eso implica que rechazan firmemente la moral de la Iglesia y tampoco están en situación de acceder a los sacramentos.
Esto es enseñanza constante de la Iglesia. Ya en el siglo XVI, por ejemplo, el Santo Oficio (la actual Congregación para la Doctrina de la Fe) condenó la proposición de que “no se debe negar ni diferir la absolución al penitente que tiene costumbre de pecar contra la ley de Dios, de la naturaleza o de la Iglesia, aun cuando no aparezca esperanza alguna de enmienda, con tal de que profiera con la boca que tiene dolor y propósito de la enmienda” (Denzinger 2160). Lógicamente, mucho más debe condenarse esa afirmación cuando no hay ni dolor ni propósito de la enmienda.
Es decir, es posible que, en algunos casos, no haya pecado mortal antes de acudir al confesor, pero resulta inimaginable que esa inimputabilidad persista después del encuentro con el confesor. Lo único que puede haber es personas que se niegan a aceptar lo que enseña la Iglesia. Por lo tanto, si se considera que esas personas pueden confesarse y comulgar, en la práctica se está negando lo enseñado por la Veritatis Splendor sobre los actos intrínsecamente malos, se aplica que el fin justifica los medios, se crea de facto una clase especial de fieles que pueden vivir indefinidamente al margen de los preceptos más importantes de la ley moral y se da por supuesta la existencia de una “conciencia creativa” “autorizada para legitimar excepciones a las normas morales absolutas que prohíben acciones intrínsecamente malas por su objeto”.
La realidad es que el matrimonio es una realidad sacramental y eclesial, no puramente personal. Por lo tanto, vivir en una situación que “contradice objetivamente la ley de Dios” en ese ámbito impide participar de la Comunión, como repitió Benedicto XVI, ya como Papa:
“El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc 10,2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos a casar, […] cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar […]” (Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum Charitatis de Benedicto XVI, 2007).
Los divorciados vueltos a casar no pueden comulgar por razones teológicas y dogmáticas: la vida en la que permanecen sin arrepentimiento ni propósito de la enmienda es contraria a la naturaleza misma de la Eucaristía. Quien está rompiendo gravemente el amor de Cristo por la Iglesia en su matrimonio no puede acceder al sacramento que actualiza ese amor. Antes de hacerlo debe confesarse con propósito de la enmienda y, por lo tanto, romper esa situación objetiva que le aparta de la Eucaristía.
En este punto, D. Rodrigo da por primera y única vez una indicación de lo que quiere decir con “atenuantes”,aunque solamente a modo de comparación. Es significativo que el ejemplo que da no tenga nada que ver con el matrimonio, lo que hace que nos preguntemos por qué no se dan ejemplos reales sobre el tema y sospechar que esto se debe a que, en cuanto se dan esos ejemplos, inmediatamente resulta claro que son casos en los que tergiversa la moral de la Iglesia y se aceptan (imposibles) excepciones a la misma:
“Cuando se entiende correctamente esta distinción, ya no es posible afirmar que toda persona en situación de pecado grave por definición se encuentra cometiendo pecados mortales. Baste pensar en personas que viven en situaciones de esclavitud sexualy en las que evidentemente existe una situación de pecado grave (la prostitución) sin que por ello signifique que los actos que realizan son imputables”
Este ejemplo de D. Rodrigo es lo que los ingleses llaman un “red herring” (arenque rojo), es decir, algo que distrae y hace perder la pista a los sabuesos que persiguen al fugitivo. Nadie está hablando de los casos de locura o falta de libertad, porque en ellos no hay sujeto moral. Parece mentira que D. Rodrigo no sepa esto, que es un principio moral básico, pero lo cierto es que en acciones que no son voluntarias, como la esclavitud sexual que menciona, no hay situación de pecado grave, porque si falta el sujeto moral nunca puede existir tal situación, ni subjetiva ni objetiva. Además, en las personas que se encuentran en esa situación no está ausente el propósito de la enmienda, sino que, al contrario, lo que sucede es que no está en sus manos enmendar la situación y, si pudieran, la enmendarían. En cambio, en los divorciados en una nueva unión que mantienen relaciones sexuales y tienen la intención de seguir manteniéndolas, lo que falta es ese propósito de la enmienda, que debería existir.
Es decir, el ejemplo se diferencia de aquello que estamos tratando en un elemento esencial, con lo que resulta completamente inútil como ejemplo y lo que hace es desviar la atención. Por no hablar de que, además, resulta ofensivo para los divorciados en una nueva unión, ya que sugiere que, en realidad, D. Rodrigo les considera moralmente incapaces, como si fueran esclavos, locos o animales. A mi juicio, un respeto mínimo hacia los divorciados en una nueva unión nos obliga a considerarlos personas adultas, libres y conscientes de sus actos. Cualquier otra cosa es un paternalismo moral que hiede al clericalismo que tantas veces ha criticado el Papa Francisco.
4) En su artículo, D. Rodrigo responde correctamente (es decir, afirmativamente) a la pregunta sobre si se debe considerar todavía válida la enseñanza de que las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección.
Conviene señalar, sin embargo, que despacha la pregunta en dos frases, como si no tuviera que ver con el tema tratado e, inmediatamente, vuelve al plano meramente subjetivo de la imputabilidad o la culpabilidad, obviando que el aspecto objetivo de la moral es esencial y, además, precede siempre ontológicamente al subjetivo. En cualquier caso, en su respuesta prefiere dejar a un lado el hecho de que, en Amoris Laetitia, se afirma, por ejemplo, que:
[El divorciado vuelto a casar] “también puede reconocer con sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo” (AL 303).
Y también:
“Existe el caso de una segunda unión consolidada en el tiempo, con nuevos hijos, con probada fidelidad, entrega generosa, compromiso cristiano, conocimiento de la irregularidad de su situación y gran dificultad para volver atrás sin sentir en conciencia que se cae en nuevas culpas” (AL 298).
Por lo tanto, en Amoris Laetitia se considera que, en algunas ocasiones, seguir adulterando es una “respuesta generosa”, que se puede “ofrecer a Dios” y que eso es lo que “Dios mismo está reclamando”. Se elogia, como algo positivo, la fidelidad a una relación de adulterio, que se describe como una “entrega generosa” y parece ser compatible con el “compromiso cristiano”). Esto equivale a afirmar directamente que “un acto intrínsecamente malo puede ser transformado por las circunstancias en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección”. Es decir, que algo prohibido sin excepciones por la ley de Dios puede ser la voluntad de Dios para una persona concreta.
Don Rodrigo puede estar de acuerdo con esto si quiere, pero lo que no puede hacer es pretender que es una postura compatible con la doctrina de la Veritatis Splendor y toda la Iglesia anterior sobre los actos intrínsecamente malos. Del mismo modo, no tiene sentido defender la enseñanza de Amoris Laetitia y a la vez responder afirmativamente a esa dubia, que dice exactamente lo contrario que la exhortación. No es posible estar en misa y repicando, defender una cosa y también otra contradictoria. A lo largo de su artículo son múltiples las ocasiones como esta, en la que D. Rodrigo afirma una cosa y su contradictoria, como si las contradicciones intrínsecas no anulasen cualquier argumentación.
Estos dos textos de Amoris Laetitia parecen reducir la ley moral a un ideal que, en la práctica, no necesariamente se puede cumplir, de manera que hay que conformarse con lo posible en cada momento, que puede ser incumplir algunos de los preceptos fundamentales de esa ley, como los mandamientos. Esta postura, además de ser claramente una tesis moral y no meramente disciplinar, es directamente contraria a un dogma de fe católica, proclamado por el Concilio de Trento:
“Si alguno dijere que los mandamientos de Dios son imposibles de guardar, aun para el hombre justificado y constituido bajo la gracia, sea anatema” (Canon 18 sobre la justificación).
La Iglesia ha enseñado siempre que el pecado no es ni puede ser nunca voluntad de Dios y que nunca es lícito elegir el mal moral, ni siquiera con un fin bueno. Pretender que el pecado grave se puede “ofrecer a Dios” como algo bueno y “generoso” es incomprensible a la luz de la moral católica. La fidelidad al pecado no es elogiable, sino que su nombre verdadero es obstinación en el mal. Creer que en ocasiones los católicos tienen que conformarse con pecar porque no es posible para ellos dejar de pecar es una muestra de desesperanza pagana, más de que de catolicismo. Estos aspectos, que constituyen la parte más cuestionable de Amoris Laetitia, muestran claramente que la sin duda bienintencionada defensa de D. Rodrigo se basa en omitir todo aquello que no se ajusta a la finalidad de su artículo, como ya hemos visto antes en varias ocasiones.
5) La quinta pregunta versa sobre si se debe considerar todavía válida la enseñanza de San Juan Pablo II que excluye una “interpretación creativa del papel de la conciencia” y afirma que ésta nunca está autorizada para legitimar excepciones a las normas morales absolutas que prohíben acciones intrínsecamente malas por su objeto. De nuevo, la respuesta de D. Rodrigo es afirmativa y nos asegura que Amoris Laetitia no propone excepciones a las normas morales absolutas.
Inmediatamente, sin embargo, el propio D. Rodrigo muestra que la realidad, al menos según su interpretación, es la opuesta. Como siempre sucede en estos casos, en cuanto se cita el primer caso práctico, se ponen de manifiesto todas las contradicciones. Después de decirnos que Amoris Laetitia (y él) no contemplan excepciones a las normas morales absolutas, Don Rodrigo cita aprobatoriamente la declaración de los Obispos de la Región Pastoral de Buenos Aires sobre los divorciados en una nueva unión:
“Si se llega a reconocer que, en un caso concreto, hay limitaciones que atenúan la responsabilidad y la culpabilidad (cf. 301-302), particularmente cuando una persona considere que caería en una ulterior falta dañando a los hijos de la nueva unión, Amoris Laetitia abre la posibilidad del acceso a los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía (cf. notas 336 y 351)”.
Don Rodrigo, una vez más, limita la cuestión al plano meramente subjetivo, diciendo que “siempre habrá que mirar caso por caso y si existe pecado mortal sin arrepentimiento no se podrá ofrecer la absolución y la eucaristía”. Desgraciadamente, esta aparente precisión no hace más que confundir la cuestión, porque resulta evidente que la afirmación de los obispos de Buenos Aires está dirigida a los divorciados en una nueva unión que no se arrepienten de seguir adulterando y que tienen la intención de seguir haciéndolo, ya que de otro modo el documento no tiene sentido (porque, si hay arrepentimiento, la cuestión del grado de responsabilidad es irrelevante para el acceso a los sacramentos).
Lo cierto es que la afirmación de que “una persona considere que caería en una ulterior falta dañando a los hijos de la nueva unión” para justificar la continuación del adulterio equivale a negar que haya actos intrínsecamente malos, que no se pueden elegir nunca en conciencia, aunque sea con un fin bueno. Es decir, el principio que están aplicando esas personas es que “el fin justifica los medios”. Y sin embargo, los obispos de Buenos Aires (y D. Rodrigo) consideran que los que actúan así pueden acceder a la Confesión y a la Eucaristía.
Ciertamente, es posible que algunos lleguen al confesionario con esa idea equivocada. Es evidente, sin embargo, que el confesor está obligado a señalarles que a) esa argumentación de que el fin justifica los medios no es válida para un católico, b) piensen lo que piensen, vivir en adulterio es un pecado grave, c) si siguen haciéndolo cometerán un pecado mortal, y e) la intención de cometer un pecado mortal impide recibir la absolución y la comunión. Si los divorciados aceptan la enseñanza de la Iglesia que les propone el confesor pero no tienen propósito de la enmienda, no pueden confesarse ni comulgar. Si no la aceptan, por otro lado, eso implica que rechazan firmemente la moral de la Iglesia y tampoco están en situación de acceder a los sacramentos.
Esto es enseñanza constante de la Iglesia. Ya en el siglo XVI, por ejemplo, el Santo Oficio (la actual Congregación para la Doctrina de la Fe) condenó la proposición de que “no se debe negar ni diferir la absolución al penitente que tiene costumbre de pecar contra la ley de Dios, de la naturaleza o de la Iglesia, aun cuando no aparezca esperanza alguna de enmienda, con tal de que profiera con la boca que tiene dolor y propósito de la enmienda” (Denzinger 2160). Lógicamente, mucho más debe condenarse esa afirmación cuando no hay ni dolor ni propósito de la enmienda.
Es decir, es posible que, en algunos casos, no haya pecado mortal antes de acudir al confesor, pero resulta inimaginable que esa inimputabilidad persista después del encuentro con el confesor. Lo único que puede haber es personas que se niegan a aceptar lo que enseña la Iglesia. Por lo tanto, si se considera que esas personas pueden confesarse y comulgar, en la práctica se está negando lo enseñado por la Veritatis Splendor sobre los actos intrínsecamente malos, se aplica que el fin justifica los medios, se crea de facto una clase especial de fieles que pueden vivir indefinidamente al margen de los preceptos más importantes de la ley moral y se da por supuesta la existencia de una “conciencia creativa” “autorizada para legitimar excepciones a las normas morales absolutas que prohíben acciones intrínsecamente malas por su objeto”.
De hecho, estas cosas habían sido rechazadas por D. Rodrigo en el plano teórico. Sin embargo, en cuanto llegamos a un caso práctico, inmediatamente las acepta sin inmutarse, elogiando y promoviendo el texto de los obispos de Buenos Aires. Esto hace pensar que, al margen de su buena fe, que damos por supuesta, su argumentación es errónea, ilógica, contradictoria consigo misma, prescinde de la Tradición y la enseñanza de la Iglesia cuando no están de acuerdo con su tesis y está dirigida únicamente a justificar una posición preconcebida y coincidente con la ideología mundana en boga.
En resumen, la argumentación de D. Rodrigo parece indicar que, cuando hablaba de la novedad de afirmar que “nadie puede ser condenado para siempre”, en realidad estaba hablando de otra novedad distinta: la idea de que se puede seguir pecando gravemente de forma indefinida sin que ese comportamiento sea condenado por la Iglesia, mediante la mágica apelación a unos atenuantes que nunca se definen. Eso, ciertamente, es una novedad que escandalizaría a todos los católicos anteriores desde San Pablo, por ser contraria a la Tradición, la moral y la enseñanza constante de la Iglesia.
De hecho, más que un signo de esperanza, esa postura equivale a consagrar la desesperanza radical como principio de la vida cristiana, ya que el mensaje que transmite a los que viven en adulterio es que no pueden salir de ese pecado grave, no tienen la obligación grave de hacerlo, pueden confesarse sin propósito de la enmienda y están autorizados a permanecer en ese pecado grave de forma indefinida y a acercarse a la Comunión con las bendiciones de la Iglesia. En lugar de un mensaje de conversión, es un mensaje dirigido a permanecer en el pecado: Lasciate ogni speranza.
Bruno Moreno
Liturgia. La contrarrelación del cardenal Sarah (Sandro Magister)
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Claramente no es obra suya. Nos referimos al discurso que el Papa Francisco ha leído el 25 de agosto a los participantes a la semana anual del Centro de Acción Litúrgica italiano. Un discurso lleno de referencias históricas, de citaciones doctas con sus correspondientes notas, sobre una materia que él nunca ha dominado. Sin embargo, es posible captar silencios y palabras que reflejan muy bien su pensamiento.
Lo que ha dado más que hablar ha sido esta declaración solemne que ha hecho a propósito de la reforma litúrgica puesta en marcha por el Concilio Vaticano II:
Efectivamente: en el largo discurso leído por el Papa Francisco se citan en abundancia a Pío X, Pío XII y Pablo VI. Pero, en cambio, ni una sola referencia a Benedicto XVI, grandísimo estudioso de la liturgia, o a su motu proprio, a pesar de que este verano se cumplía, precisamente, el décimo aniversario de su publicación.
Muy marginal es también la referencia a las enormes degeneraciones en la que ha caído, por desgracia, la reforma litúrgica post-conciliar, superficialmente denunciadas como "recepciones parciales y praxis que la desfiguran".
Silencio total también sobre el cardenal Robert Sarah, prefecto de la congregación para el culto divino, y sobre todo respecto a sus boicoteadas batallas en favor de una "reforma de la reforma" que restituya a la liturgia latina su auténtica naturaleza.
La que publicamos a continuación es, de hecho, la contrarrelación acerca del estado de la liturgia en la Iglesia que el cardenal Sarah ha publicado este mismo verano, unos días antes del discurso del Papa Francisco. Una contrarrelación centrada precisamente en Benedicto XVI y el motu proprio "Summorum pontificum".
Su texto íntegro puede leerse, en francés, en el número de julio-agosto de la publicación mensual católica "La Nef":
> Pour une réconciliation liturgique
A continuación reproducimos la traducción de algunos pasajes.
- En ella, el cardenal enuncia un objetivo futuro de gran importancia: un rito romano unificado que una lo mejor de los dos ritos pre-conciliar y post-conciliar.
- Naturalmente, no faltan referencias a temas particularmente sensibles para el cardenal Sarah: el silencio y la oración dirigida "ad orientem".
- Pero también aborda el tema del abandono de la fórmula "reforma de la reforma", rechazada por el mismo Papa Francisco y que se ha convertido en inservible. En su lugar, el cardenal Sarah prefiere hablar de "reconciliación litúrgica" en el sentido de una liturgia reconciliada «consigo misma, con su ser profundo". Una liturgia que sepa, efectivamente, atesorar las "dos formas del mismo rito" autorizadas por el Papa Benedicto, "en un enriquecimiento recíproco".
*
POR UNA RECONCILIACIÓN LITÚRGICA
"La liturgia de la Iglesia ha sido, para mí, la actividad central de mi vida, se ha convertido en el centro de mi trabajo teológico", afirma Benedicto XVI. Sus homilías seguirán siendo documentos insuperables durante generaciones.
"Podemos afirmar con seguridad y autoridad magisterial que la reforma litúrgica es irreversible"Dicha declaración ha sido interpretada por la mayoría como una orden del Papa Francisco a detener la presunta marcha atrás iniciada por Benedicto XVI con el motu proprio "Summorum pontificum" de 2007, que restituía plena ciudadanía a la forma pre-conciliar de la misa en rito romano, permitiendo su libre celebración como segunda forma "extraordinaria" del mismo rito.
Efectivamente: en el largo discurso leído por el Papa Francisco se citan en abundancia a Pío X, Pío XII y Pablo VI. Pero, en cambio, ni una sola referencia a Benedicto XVI, grandísimo estudioso de la liturgia, o a su motu proprio, a pesar de que este verano se cumplía, precisamente, el décimo aniversario de su publicación.
Muy marginal es también la referencia a las enormes degeneraciones en la que ha caído, por desgracia, la reforma litúrgica post-conciliar, superficialmente denunciadas como "recepciones parciales y praxis que la desfiguran".
Silencio total también sobre el cardenal Robert Sarah, prefecto de la congregación para el culto divino, y sobre todo respecto a sus boicoteadas batallas en favor de una "reforma de la reforma" que restituya a la liturgia latina su auténtica naturaleza.
La que publicamos a continuación es, de hecho, la contrarrelación acerca del estado de la liturgia en la Iglesia que el cardenal Sarah ha publicado este mismo verano, unos días antes del discurso del Papa Francisco. Una contrarrelación centrada precisamente en Benedicto XVI y el motu proprio "Summorum pontificum".
Su texto íntegro puede leerse, en francés, en el número de julio-agosto de la publicación mensual católica "La Nef":
> Pour une réconciliation liturgique
A continuación reproducimos la traducción de algunos pasajes.
- En ella, el cardenal enuncia un objetivo futuro de gran importancia: un rito romano unificado que una lo mejor de los dos ritos pre-conciliar y post-conciliar.
- Naturalmente, no faltan referencias a temas particularmente sensibles para el cardenal Sarah: el silencio y la oración dirigida "ad orientem".
- Pero también aborda el tema del abandono de la fórmula "reforma de la reforma", rechazada por el mismo Papa Francisco y que se ha convertido en inservible. En su lugar, el cardenal Sarah prefiere hablar de "reconciliación litúrgica" en el sentido de una liturgia reconciliada «consigo misma, con su ser profundo". Una liturgia que sepa, efectivamente, atesorar las "dos formas del mismo rito" autorizadas por el Papa Benedicto, "en un enriquecimiento recíproco".
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POR UNA RECONCILIACIÓN LITÚRGICA
"La liturgia de la Iglesia ha sido, para mí, la actividad central de mi vida, se ha convertido en el centro de mi trabajo teológico", afirma Benedicto XVI. Sus homilías seguirán siendo documentos insuperables durante generaciones.
Pero es necesario también subrayar la gran importancia del motu proprio "Summorum pontificum". Lejos de concernir sólo a la cuestión jurídica del estatus del antiguo misal romano, el motu proprio plantea la cuestión de la esencia misma de la liturgia y su lugar en la Iglesia.
Lo que está en discusión es el lugar de Dios, el primado de Dios. Como resalta el Papa de la liturgia: "La verdadera renovación de la liturgia es la condición fundamental para la renovación de la Iglesia".
Lo que está en discusión es el lugar de Dios, el primado de Dios. Como resalta el Papa de la liturgia: "La verdadera renovación de la liturgia es la condición fundamental para la renovación de la Iglesia".
El motu proprio es un documento magisterial capital acerca del significado profundo de la liturgia y, en consecuencia, de toda la vida de la Iglesia. Diez años después de su publicación, es necesario hacer un balance: ¿hemos llevado a cabo estas enseñanzas? ¿Las hemos comprendido en profundidad?
Estoy íntimamente convencido que aún no se han descubierto todas las implicaciones prácticas de esta enseñanza … Quiero plantear aquí algunas de sus consecuencias.
HACIA UN NUEVO RITO COMÚN
Puesto que hay una continuidad y unidad profundas entre las dos formas del rito romano, entonces necesariamente las dos formas deben iluminarse y enriquecerse recíprocamente. Es prioritario que, con la ayuda del Espíritu Santo, examinemos, en la oración y en el estudio, cómo volver a un rito común reformado, siempre con la finalidad de una reconciliación dentro de la Iglesia.
Sería hermoso que quienes utilizan el misal antiguo observen los criterios esenciales de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio.
Estoy íntimamente convencido que aún no se han descubierto todas las implicaciones prácticas de esta enseñanza … Quiero plantear aquí algunas de sus consecuencias.
HACIA UN NUEVO RITO COMÚN
Puesto que hay una continuidad y unidad profundas entre las dos formas del rito romano, entonces necesariamente las dos formas deben iluminarse y enriquecerse recíprocamente. Es prioritario que, con la ayuda del Espíritu Santo, examinemos, en la oración y en el estudio, cómo volver a un rito común reformado, siempre con la finalidad de una reconciliación dentro de la Iglesia.
Sería hermoso que quienes utilizan el misal antiguo observen los criterios esenciales de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio.
- Es indispensable que estas celebraciones integren una justa concepción de la "participatio actuosa" de los fieles presentes (SC 30). - - La proclamación de la lecturas debe poder ser comprendida por el pueblo (SC 36).
- Del mismo modo, los fieles deben poder responder al celebrante y no limitarse a ser espectadores ajenos y mudos (SC 48).
- Por último, el Concilio hace un llamamiento a una noble sencillez del ceremonial, sin repeticiones inútiles (SC 50).
Le concernirá a la Comisión Pontificia "Ecclesia Dei" proceder en dicha cuestión con prudencia y de manera orgánica. Se puede desear, allí dónde sea posible, y si las comunidades lo requieren, una armonización de los calendarios litúrgicos. Se deben estudiar los caminos hacia una convergencia de los leccionarios.
EL PRIMADO DE DIOS
Las dos formas litúrgicas forman parte de la misma "lex orandi".
Le concernirá a la Comisión Pontificia "Ecclesia Dei" proceder en dicha cuestión con prudencia y de manera orgánica. Se puede desear, allí dónde sea posible, y si las comunidades lo requieren, una armonización de los calendarios litúrgicos. Se deben estudiar los caminos hacia una convergencia de los leccionarios.
EL PRIMADO DE DIOS
Las dos formas litúrgicas forman parte de la misma "lex orandi".
¿Qué es esta ley fundamental de la liturgia? Permítanme citar de nuevo al Papa Benedicto: "La mala interpretación de la Reforma Litúrgica que ha sido difundida durante mucho tiempo en el seno de la Iglesia católica ha llevado, cada vez más, a poner en primer lugar el aspecto de la instrucción, y el de nuestra actividad y creatividad. El 'hacer' del hombre ha provocado casi el olvido de la presencia de Dios. La existencia de la Iglesia toma vida de la celebración correcta de la liturgia. La Iglesia está en peligro cuando el primado de Dios ya no aparece en la Liturgia y, en consecuencia, en la vida. La causa más profunda de la crisis que ha trastornado a la Iglesia la hallamos en el oscurecimiento de la prioridad de Dios en la liturgia".
He aquí, por tanto, lo que la forma ordinaria debe volver a aprender en primer lugar: el primado de Dios.
Permítanme expresar humildemente mi temor: la Liturgia de la forma ordinaria puede hacernos correr el riesgo de alejarnos de Dios a causa de la presencia masiva y central del sacerdote. Éste está constantemente delante de su micrófono y tiene, sin interrupción, la mirada y la atención dirigidas hacia el pueblo. Es como una pantalla opaca entre Dios y el hombre. Cuando celebremos la misa pongamos sobre el altar una gran cruz, una cruz bien a la vista, como punto de referencia para todos: para el sacerdote y para los fieles. Así tendremos nuestro Oriente, porque en definitiva el Oriente cristiano, dice Benedicto XVI, es el Crucifijo.
"AD ORIENTEM"
He aquí, por tanto, lo que la forma ordinaria debe volver a aprender en primer lugar: el primado de Dios.
Permítanme expresar humildemente mi temor: la Liturgia de la forma ordinaria puede hacernos correr el riesgo de alejarnos de Dios a causa de la presencia masiva y central del sacerdote. Éste está constantemente delante de su micrófono y tiene, sin interrupción, la mirada y la atención dirigidas hacia el pueblo. Es como una pantalla opaca entre Dios y el hombre. Cuando celebremos la misa pongamos sobre el altar una gran cruz, una cruz bien a la vista, como punto de referencia para todos: para el sacerdote y para los fieles. Así tendremos nuestro Oriente, porque en definitiva el Oriente cristiano, dice Benedicto XVI, es el Crucifijo.
"AD ORIENTEM"
Estoy convencido que la Liturgia puede enriquecerse de las actitudes sagradas que caracterizan la forma extraordinaria, todos esos gestos que manifiestan nuestra adoración de la santa eucaristía:
- juntar las manos después de la consagración,
- hacer la genuflexión antes de la elevación y después del "Per ipsum",
- comulgar de rodillas,
- recibir la comunión en los labios dejándose nutrir como un niño, como Dios mismo nos dice: "Yo soy el Señor, Dios tuyo. Abre tu boca que te la llene" (Salmo 81, 11).
"Cuando la mirada sobre Dios no es determinante, todo el resto pierde su orientación", nos dice Benedicto XVI. También lo opuesto es verdad: cuando se pierde la orientación del corazón y del cuerpo hacia Dios, se cesa de determinarse en relación a Él, se pierde el sentido de la Liturgia. Orientarse hacia Dios es, ante todo, un hecho interior, una conversación de nuestra alma hacia el Dios Único. La Liturgia debe obrar en nosotros esta conversión hacia el Señor, que es el Camino, la Verdad y la Vida. Por esto utiliza signos, medios simples. La celebración "ad orientem" es uno de ellos. Es un tesoro del pueblo cristiano que nos permite mantener vivo el espíritu de la Liturgia. La celebración orientada no debe convertirse en la expresión de una actitud facciosa y polémica. Al contrario, debe seguir siendo la expresión del movimiento más íntimo y esencial de toda Liturgia: dirigirnos hacia el Señor que viene.
EL SILENCIO LITÚRGICO
"Cuando la mirada sobre Dios no es determinante, todo el resto pierde su orientación", nos dice Benedicto XVI. También lo opuesto es verdad: cuando se pierde la orientación del corazón y del cuerpo hacia Dios, se cesa de determinarse en relación a Él, se pierde el sentido de la Liturgia. Orientarse hacia Dios es, ante todo, un hecho interior, una conversación de nuestra alma hacia el Dios Único. La Liturgia debe obrar en nosotros esta conversión hacia el Señor, que es el Camino, la Verdad y la Vida. Por esto utiliza signos, medios simples. La celebración "ad orientem" es uno de ellos. Es un tesoro del pueblo cristiano que nos permite mantener vivo el espíritu de la Liturgia. La celebración orientada no debe convertirse en la expresión de una actitud facciosa y polémica. Al contrario, debe seguir siendo la expresión del movimiento más íntimo y esencial de toda Liturgia: dirigirnos hacia el Señor que viene.
EL SILENCIO LITÚRGICO
He tenido ocasión de resaltar la importancia del silencio litúrgico. En su libro "El espíritu de la liturgia", el cardenal Ratzinger escribía: "Todo el que haga experiencia de una comunidad unida en la oración silenciosa del Canon sabe que esto representa un silencio auténtico. Aquí el silencio es, al mismo tiempo, un grito poderoso, penetrante, lanzado hacia Dios, y una comunión de oración colmada por el Espíritu". En su momento ya había afirmado con firmeza que recitar en voz alta toda la oración eucarística no era el único medio para obtener la participación de todos. Tenemos que trabajar para alcanzar una solución equilibrada y abrir espacios de silencio en este ámbito.
LA VERDADERA "REFORMA DE LA REFORMA"
¡Hago un llamamiento con todo mi corazón para que se ponga en marcha la reconciliación litúrgica enseñada por el Papa Benedicto, en el espíritu pastoral del Papa Francisco! La Liturgia no debe convertirse nunca en el estandarte de un partido. Para algunos, la expresión "reforma de la reforma" se ha convertido en sinónimo de dominio de un partido sobre el otro; por lo tanto, esta expresión corre el riesgo de convertirse en una expresión inoportuna. Prefiero, por consiguiente, hablar de "reconciliación litúrgica". En la Iglesia, ¡el cristiano no tiene adversarios!
Como escribía el cardenal Ratzinger: "Tenemos que volver a encontrar el sentido de lo sagrado, el valor de distinguir lo que es cristiano de lo que no lo es; no para alzar barricadas, sino para transformar, para ser verdaderamente dinámicos". Más que de "reforma de la reforma", se trata de ¡una reforma de los corazones! Se trata de una reconciliación de las dos formas del mismo rito en un enriquecimiento recíproco. ¡La liturgia debe siempre reconciliarse consigo misma, con su ser profundo!
Iluminados por la enseñanza del motu proprio de Benedicto XVI, confortados por la audacia del Papa Francisco, es el momento de llegar al fondo de este proceso de reconciliación de la liturgia consigo misma.
LA VERDADERA "REFORMA DE LA REFORMA"
¡Hago un llamamiento con todo mi corazón para que se ponga en marcha la reconciliación litúrgica enseñada por el Papa Benedicto, en el espíritu pastoral del Papa Francisco! La Liturgia no debe convertirse nunca en el estandarte de un partido. Para algunos, la expresión "reforma de la reforma" se ha convertido en sinónimo de dominio de un partido sobre el otro; por lo tanto, esta expresión corre el riesgo de convertirse en una expresión inoportuna. Prefiero, por consiguiente, hablar de "reconciliación litúrgica". En la Iglesia, ¡el cristiano no tiene adversarios!
Como escribía el cardenal Ratzinger: "Tenemos que volver a encontrar el sentido de lo sagrado, el valor de distinguir lo que es cristiano de lo que no lo es; no para alzar barricadas, sino para transformar, para ser verdaderamente dinámicos". Más que de "reforma de la reforma", se trata de ¡una reforma de los corazones! Se trata de una reconciliación de las dos formas del mismo rito en un enriquecimiento recíproco. ¡La liturgia debe siempre reconciliarse consigo misma, con su ser profundo!
Iluminados por la enseñanza del motu proprio de Benedicto XVI, confortados por la audacia del Papa Francisco, es el momento de llegar al fondo de este proceso de reconciliación de la liturgia consigo misma.
Sería un signo magnífico si pudiéramos, en una próxima edición del misal romano reformado, incluir en el apéndice las oraciones al pie del altar de la forma extraordinaria, tal vez en una versión simplificada y adaptada, y las oraciones del ofertorio que contienen una epíclesis tan bella que completa el Canon romano. De este modo se pondría de manifiesto que las dos formas litúrgicas se iluminan recíprocamente, ¡en continuidad y sin oposición!
Cardenal Robert Sarah
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