Como sabe cualquier católico, las fuentes de la Revelación son únicamente dos: la Sagrada Escritura y la Tradición Apostólica. La Iglesia no ha reconocido nunca la interpretación subjetiva individual de tales fuentes (que es en lo que consiste la herejía de Lutero, al preconizar la libre y personal interpretación de la Biblia y rechazar por completo la Tradición). Es la Iglesia como tal, y solamente Ella a través de su Jerarquía, la que goza de la asistencia del Espíritu Santo al objeto de interpretar con total garantía los datos de la Revelación. La Revelación escrita (Sagrada Escritura) quedó definitivamente cerrada con la muerte del último Apóstol. La Tradición Apostólica procede de los Apóstoles, y transmite lo que éstos recibieron de las enseñanzas y del ejemplo de Jesucristo, además de lo que aprendieron del Espíritu Santo.
Dado que, como hemos dicho, no existe en la Iglesia la posibilidad de la interpretación individual de la Revelación, la única a quien corresponde garantizar la seguridad y veracidad de los datos revelados y la encargada de su custodia, es la propia Iglesia. Cuya infalibilidad en este sentido está garantizada por la asistencia del Espíritu Santo, a través del auténtico y legítimo Magisterio. El cual ha ido profundizando en la Doctrina revelada a través de los siglos, aunque manteniendo siempre la inmutabilidad del dato, puesto que no puede el hombre añadir ni quitar nada a las palabras reveladas por Dios. Pero ahondar en el estudio del dato revelado no significa añadir, ni quitar, ni cambiar nada de él. De ahí la importancia fundamental y transcendental del Magisterio Eclesiástico. El cual, asistido por el Espíritu, se ha mantenido incólume e inmutable a través de veinte siglos. Lo que lo constituye como la única garantía que posee el cristiano de que lo enseñado por la Iglesia es exactamente el contenido de la auténtica Revelación.
La consecuencia se deduce por sí misma: Si el Magisterio vacilara o quedara desautorizado (mediante cambios, adiciones o sustracciones, o puesto en duda en todo o en parte), ya no podría existir seguridad alguna de que la Iglesia sigue enseñando la auténtica Doctrina de Jesucristo. Con lo que todo el edificio de la Iglesia se vendría abajo, a la vez que dejaría de gozar de la nota de seguridad el entero contenido de la Fe. Es el caso que, durante veinte siglos, el Magisterio había permanecido intacto e inmutable, como no podía ser de otra manera. Los católicos se han mantenido en perfecta unidad, gozando de unanimidad y seguridad en cuanto al contenido su Fe (salvo las herejías, las cuales, por el hecho de serlo, quedaban separadas de la Iglesia).
Hemos dicho durante veinte siglos. Sin embargo, a partir de la celebración del Concilio Vaticano II, un poderoso Movimiento dentro de la Iglesia ha intentado torpedear al Magisterio. Y con gran éxito, al parecer. De ahí lo tremendo de la situación actual, en la que grandes masas de católicos ya no saben dónde acogerse, ni en qué consiste con exactitud el contenido de su Fe. La Teología neomodernista de los tiempos del Concilio y posteriores ha puesto en duda el valor del Magisterio anterior al Concilio. Y hasta algunos elevados miembros de la Jerarquía Eclesiástica, apoyándose en el mismo Concilio, han atacado el Magisterio de los Papas que lo han precedido.
Por otro lado, la ambigüedad de algunos textos conciliares ha dado lugar a suscitar dudas sobre verdades fundamentales de la Fe, así como a ser interpretados como cambios con respecto al Magisterio anterior. Las dudas que la Teología neomodernista ha hecho surgir con respecto al Magisterio anterior al Concilio, atacándolo al parecer desde el mismo Magisterio posterior y despojando, por lo tanto, de su credibilidad tanto a uno como a otro, son las que han provocado el presente momento de confusión y de oscuridad en el seno de la Iglesia. Es justamente el arma que necesitaba la Nueva Religión de la Nueva Edad para destruirla.
Tales ataques de la Teología neomodernista contra el Magisterio anterior al Concilio Vaticano II han ido dirigidos con frecuencia, aunque no de forma exclusiva, contra el Concilio de Trento; y han tratado de fundamentarse, como era de esperar, en el mismo Concilio Vaticano II. Sin darse cuenta, tal vez, de que las consecuencias podrían ser demoledoras para la Iglesia. Si un Concilio previo puede ser atacado por otro posterior, por la misma razón y según las reglas de la Lógica, el segundo puede ser también desautorizado desde el primero. Una vez admitido que un Concilio es capaz de poner en entredicho las Doctrinas proclamadas por otro, es evidente que el valor y credibilidad de todos los Concilios se destruyen por sí mismos y caen por su propio peso.
Si se alega, como viene haciendo la Teología neomodernista, apuntando sobre todo al Concilio de Trento, que las Doctrinas promulgadas en un Concilio solamente son válidas para su época y según las categorías de pensamiento propias de su tiempo, es evidente que, según eso, exactamente lo mismo podrá ser dicho de cualquier Concilio: ¿Quién sería capaz de garantizar que los Documentos del Concilio Vaticano II no serán rechazados por una Teología posterior, bajo el pretexto de que habrán de ser interpretados según las categorías de pensamiento actuales, y reconocidos como válidos, por lo tanto, sólo para nuestra época?
[He aquí el fundamento de las doctrinas historicistas, que han impregnado la Teología Católica desde el Concilio Vaticano II, desembocando en el más claro Modernismo (que ya se creía desaparecido). Para estas ideologías inmanentistas, no es la Revelación la que determina al hombre, sino el hombre de cada momento histórico quien juzga e interpreta a la Revelación. La ecuación es patente: subjetivismo igual a Modernismo]
Pero si el ataque, además, se hubiera llevado a cabo conscientemente, es indudable que alguien podría afirmar entonces, con toda
seguridad, que la destrucción del Magisterio sería un objetivo que se
habría buscado a propósito. En el supuesto de que tal intento tuviera éxito cosa impensable, dada la promesa de Jesucristo acerca de que las Puertas del
Infierno no prevalecerán contra la Iglesia , una vez desaparecido el
Magisterio o desautorizado por completo, los católicos carecerían de
todo fundamento firme con respecto a su Fe.
Desde el momento en que cualquier verdad de la Fe fuera capaz de ser cuestionada, sin nadie ni cosa alguna que la pudieran garantizar ni asegurar, todo equivaldría a la imposibilidad de creer en nada transcendente y sobrenatural. Dicho sencillamente, estaríamos ya ante el puro ateísmo. La Iglesia parece encontrarse en ese momento. O tal vez a punto de entrar en él. Nunca Satanás había visto, como ahora, tan cercano y tan completo el momento de su Victoria. Y nunca la Iglesia se había visto tan cercenada y semiderruida como en el momento actual.
Desde el momento en que cualquier verdad de la Fe fuera capaz de ser cuestionada, sin nadie ni cosa alguna que la pudieran garantizar ni asegurar, todo equivaldría a la imposibilidad de creer en nada transcendente y sobrenatural. Dicho sencillamente, estaríamos ya ante el puro ateísmo. La Iglesia parece encontrarse en ese momento. O tal vez a punto de entrar en él. Nunca Satanás había visto, como ahora, tan cercano y tan completo el momento de su Victoria. Y nunca la Iglesia se había visto tan cercenada y semiderruida como en el momento actual.
Padre Alfonso Gálvez