Santos Evangelios:
“Pero el otro [malhechor] le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros la sufrimos con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, este nada malo ha hecho.» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,40-43)
“Si he cometido alguna injusticia o crimen digno de muerte, no rehuso morir” (Hch 25,11)
“Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación. En efecto, los magistrados no son de temer cuando se obra el bien, sino cuando se obra el mal. ¿Quieres no temer a la autoridad? Obra el bien, y obtiendrás de ella elogios, pues la autoridad es para ti un servidor de Dios para el bien. Pero, si obras el mal, teme: pues no en vano lleva espada: pues es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra el mal” (Rm 13,1-4)
San Clemente de Alejandría:
“Por la salud del cuerpo soportamos hacernos amputar y cauterizar, y aquel que suministra estos remedios es llamado médico, salvador; él amputa algunas partes del cuerpo para que no se enfermen las partes sanas; no es por rencor o maldad hacia el paciente sino según la razón del arte que le sugiere y nadie, por lo tanto, acusaría de maldad al médico por su arte. […] Cuando [la ley] ve a alguien de tal modo que parezca incurable, viéndolo ir por el camino de la extrema injusticia, entonces se preocupa de los otros para que no vayan a la perdición por obra de aquel, y como cortando una parte del cuerpo entero lo manda a la muerte” (Stromata)
San Agustín (Doctor de la Iglesia):
“Hay algunas excepciones, sin embargo, a la prohibición de no matar, señaladas por la misma autoridad divina. En estas excepciones quedan comprendidas tanto una ley promulgada por Dios de dar muerte como la orden expresa dada temporalmente a una persona. Pero, en este caso, quien mata no es la persona que presta sus servicios a la autoridad; es como la espada, instrumento en manos de quien la maneja. De ahí que no quebrantaron, ni mucho menos, el precepto de no matarás los hombres que, movidos por Dios, han llevado a cabo guerras, o los que, investidos de pública autoridad, y ateniéndose a su ley, es decir, según el dominio de la razón más justa, han dado muerte a reos de crímenes” (La Ciudad de Dios, libro I, c. 21)
“Algunos hombres grandes y santos, que sabían muy bien que esta muerte que separa el alma del cuerpo no se debe temer; sin embargo, según el parecer de aquellos que la temen, castigaron con la pena de muerte algunos pecados, bien para infundir saludable temor a los vivientes, o porque no dañaría la muerte a los que con ella eran castigados, sino el pecado que podría agravarse si viviesen. No juzgaban desconsideradamente aquellos a quienes el mismo Dios había concedido un tal juicio. De esto depende que Elías mató a muchos, bien con la propia mano, o bien con el fuego, fruto de la impetración divina; lo cual hicieron también otros muchos excelentes y santos varones no inconsideradamente, sino con el mejor espíritu, para atender a las cosas humanas” (El Sermón de la Montaña, c. 20, nº 64).
Inocencio III: exigió a los herejes valdenses que reconocieran, como parte de la fe católica, que:
“El poder secular puede sin caer en pecado mortal aplicar la pena de muerte, con tal que proceda en la imposición de la pena sin odio y con juicio, no negligentemente sino con la solicitud debida” (DS 795/425, citado por Avery Dulles, Catholicism and Capital Punishment)
Santo Tomás de Aquino (Doctor de la Iglesia):
“Se prohíbe en el decálogo el homicidio en cuanto implica una injuria, y, así entendido, el precepto contiene la misma razón de la justicia. La ley humana no puede autorizar que lícitamente se dé muerte a un hombre indebidamente. Pero matar a los malhechores, a los enemigos de la república, eso no es cosa indebida. Por tanto, no es contrario al precepto del decálogo, ni tal muerte es el homicidio que se prohíbe en el precepto del decálogo” (Suma Teológica, I-II, q.100, a.8, ad 3).
“Pues toda parte se ordena al todo como lo imperfecto a lo perfecto, y por ello cada parte existe naturalmente para el todo. Y por esto vemos que, si fuera necesaria para la salud de todo el cuerpo humano la amputación de algún miembro, por ejemplo, si está podrido y puede inficionar a los demás, tal amputación sería laudable y saludable. Pues bien: cada persona singular se compara a toda la comunidad como la parte al todo; y, por tanto, si un hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe por algún pecado, laudable y saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común; pues, como afirma 1Co 5,6, un poco de levadura corrompe a toda la masa” (Suma Teológica, II-II, q.64, a.2)
“Esta clase de pecadores, de quienes se supone que son más perniciosos para los demás que susceptibles de enmienda, la ley divina y humana prescriben su muerte. Esto, sin embargo, lo sentencia el juez, no por odio hacia ellos, sino por el amor de caridad, que antepone el bien público a la vida de una persona privada” (Suma Teológica, II-II, q.25, a.6, ad 2)
San Alfonso María de Ligorio (Doctor de la Iglesia):
“Duda II: Si, y en qué manera, es lícito matar a un malhechor.
Más allá de la legítima defensa, nadie excepto la autoridad pública puede hacerlo lícitamente, y en este caso sólo si se ha respetado el orden de la ley [...] A la autoridad pública se ha dado la potestad de matar a los malhechores, no injustamente, dado que es necesario para la defensa del bien común” (Theologia Moralis)
“Es lícito que un hombre sea ejecutado por las autoridades públicas. Hasta es un deber de los príncipes y jueces condenar a la muerte a los que lo merecen, y es el deber de los oficiales de justicia ejecutar la sentencia; es Dios mismo que quiere que sean castigados” (Instrucciones para el pueblo)
Catecismo de Trento:
“Otra forma de matar lícitamente pertenece a las autoridades civiles, a las que se confía el poder de la vida y de la muerte, mediante la aplicación legal y ordenada del castigo de los culpables y la protección de los inocentes. El uso justo de este poder, lejos de ser un crimen de asesinato, es un acto de obediencia suprema al Mandamiento que prohíbe el asesinato”.
Catecismo de San Pío X:
“¿Hay casos en que es lícito quitar la vida al prójimo? Es lícito quitar la vida al prójimo cuando se combate en guerra justa, cuando se ejecuta por orden de la autoridad suprema la condenación a muerte en pena de un delito y, finamente, en caso de necesaria y legítima defensa de la vida contra un injusto agresor” (nº 415)
León XIII:
“Es un hecho común que las leyes divinas, tanto la que se ha propuesto con la luz de la razón tanto la que se promulgó con la escritura divinamente inspirada, prohíben a cualquiera, de modo absoluto, de matar o herir un hombre en ausencia de una razón pública justa, a menos que se vea obligado por necesidad de defender la propia vida” (Encíclica Pastoralis Oficii, 12 de septiembre de 1881)
Venerable Pío XII:
“Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Entonces está reservado al poder público privar al condenado del «bien» de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha desposeído de su «derecho» a la vida” (Discurso a los participantes en el I Congreso Internacional de Histopatología del Sistema Nervioso, nº 28, 13 de septiembre de 1952)
San Juan Pablo II:
“Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo” (Encíclica Evangelium Vitae, nº 56, 25 de marzo de 1995)
Catecismo de la Iglesia Católica:
“A la exigencia de la tutela del bien común corresponde el esfuerzo del Estado para contener la difusión de comportamientos lesivos de los derechos humanos y las normas fundamentales de la convivencia civil. La legítima autoridad pública tiene el derecho y el deber de aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito. La pena tiene, ante todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, adquiere un valor de expiación. La pena finalmente, además de la defensa del orden público y la tutela de la seguridad de las personas, tiene una finalidad medicinal: en la medida de lo posible, debe contribuir a la enmienda del culpable. La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si esta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas. Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana” (nº 2266-2267).