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Se ha querido ver un anticipo de esto en cierto pasaje de la reciente exhortación apostólica Veritatis gaudium, que en su numero 26, y a grupas de la constitución Lumen Gentium del Vaticano II (§ 25), establece que
los que enseñan materias concernientes a la fe y costumbres, deben ser conscientes de que tienen que cumplir esta misión en plena comunión con el Magisterio de la Iglesia, en primer lugar con el del Romano Pontífice,exigencia obvia en tiempos en que el romano pontífice era católico sin mengua, pero que al día de hoy parece una broma macabra.
Por lo demás, ¿cómo congeniar el Magisterio de la Iglesia con el del Romano Pontífice en días en que quien oficia de tal es uno que, ante la acusación recurrente de hereje de que es objeto de parte de un creciente número de católicos, no responde otra cosa que
«cuando en estas personas, por lo que dicen o escriben, no encuentro bondad espiritual, yo simplemente rezo por ellos» (fuente aquí),
sin preocuparse en absoluto por aventar la gravísima acusación?
¿Cómo hacerlo, insistimos, en tiempos en que la compulsa del Denzinger y el Bergoglio, en doble columna, entrega algo así como el agua y el aceite, el día y la noche, los opuestos sin mestizaje posible?
Porque es innecesario recordar que, en materia de fe y costumbres, ora recurramos al mingisterio escrito de Francisco, ora prestemos oído a su chapurreo homilético de Santa Marta, a sus vociferadas confidencias con Bonafini o con Scalfari, mismo a su logorrea aeronaval, encontraremos casi sin excepción una labor de zapa aplicada no contra las malas hierbas sino contra el trigo sano, en un tan insidioso como incansable cuestionamiento de la enseñanza perenne de la Iglesia con consecuente exaltación de la ética de situación, del naturalismo, de las patrañas progresistas, de la bolsa gorda de todos los errores coyuntados que la Iglesia supo combatir cuando aún era su estilo el anathema sit.
Refiriéndose a aquella tercera parte de las estrellas del cielo que el vidente de Patmos vio precipitarse a tierra por la cola del dragón (12, 3 ss.), imagen en la que numerosos exegetas creyeron ver la defección de un tercio del clero en los tiempos finales, el estadounidense padre Herman Kramer sugirió, en su Book of destiny (1956), que el demonio inspiraría a los clérigos apóstatas
Refiriéndose a aquella tercera parte de las estrellas del cielo que el vidente de Patmos vio precipitarse a tierra por la cola del dragón (12, 3 ss.), imagen en la que numerosos exegetas creyeron ver la defección de un tercio del clero en los tiempos finales, el estadounidense padre Herman Kramer sugirió, en su Book of destiny (1956), que el demonio inspiraría a los clérigos apóstatas
«la aceptación de morales no cristianas, doctrinas falsas, transigencia con el error u obediencia a gobernantes laicos en violación de conciencia», y que «el significado simbólico de la cola del dragón puede mostrar que los clérigos que se disponen a apostatar conservarán sus influyentes posiciones en la Iglesia, después de haberlas alcanzado por medio de hipocresía, fraude y adulación.» El clero rendido al dragón estaría conformado por aquellos que «dejaron de predicar la verdad o de amonestar al pecador por medio de un ejemplo eficaz y que, por el contrario, buscaron la popularidad por su tibieza y por ser esclavos del respeto humano».
Dicho a distancia de sesenta y tantos años, resulta un calco de lo que ahora vemos. Un identikit de Bergoglio y de su fauna predilecta, de sus alcahuetes, de sus entenados y satélites.
No sabemos cuánto haya de cierto en las hablillas que anticipan la imposición de tal "juramento de fidelidad" -o de infidelidad, según se tenga por objeto del mismo a Francisco o a Nuestro Señor.
Papeleta urdida para doblegar la resistencia de los que resisten, para vencer la indecisión de los indecisos y para sellar la defección de los traidores, su sola circulación podría apurar el paso de la latencia a la patencia de la apostasía en un número que a priori asoma tan abrumador, que ojalá fuese sólo de un tercio del clero, lo que parece una proyección asaz benévola para estos tiempos brunos.
Porque está visto que las razones del capataz camandulero de la parábola («cavar, no tengo fuerzas; mendigar, me da vergüenza») pueden hoy día suponerse en los labios y en las mentes de una muchedumbre de consagrados asustadizos que demuestran querer conservar sus canonjías antes que rendir cristiano testimonio.
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