No cabía otro resultado, después del torpísimo e indignante intento de engañar al mundo manipulando maliciosamente ni más ni menos que una carta del Papa Emérito Benedicto XVI. El único destino posible de quien es sorprendido en una maniobra tan vergonzosa es acabar en la calle. O, quizá, no.
No, Viganò se va, pero se queda. Esta comedia parece no ir a acabar nunca.
La carta de dimisión enviada a Su Santidad y hecha pública por la Santa Sede es ya bastante preocupante. Es larga -350 palabras para decir “dimito”-, y en ella monseñor dice que se va porque toda la polémica que ha rodeado su trabajo “desestabiliza la gran y compleja reforma que usted me había confiado”.
Con todo el respeto, monseñor: aquí no se trata de nada complejo, y mucho menos, grande, sino de algo tan simple y mezquino como la mentira descarada. Es bastante estupefaciente que en una misiva tan relativamente larga, un ministro de la religión del perdón, en Cuaresma, haya sido incapaz de confesar el fallo -mintió- y expresar su arrepentimiento. Leyéndola sin contexto, uno nunca sabría que intentó engañar a todo el mundo usando una carta de rechazo de Benedicto XVI, sino que pensaría que todo es causa de un terrible malentendido.
Pero si extraña es la carta de dimisión de Viganó, la del Papa aceptándola no es menos intrigante. El Papa tenía todas las razones del mundo, y unas cuantas más, para responder con un lacónico “¡aceptada!”, después de semejante ridículo internacional. En su lugar, contesta diciendo que acepta la dimisión “haciendo un gran esfuerzo” y tras una reflexión “prolongada y atenta”.
Por más que le doy vueltas no veo muy bien qué hay que reflexionar aquí y cómo podría dudarse más de dos segundos en aceptar una dimisión tan justificada.
Pero la guinda, para el final. Como decíamos, Viganò se va, pero se queda. En la misma carta en que se acepta la dimisión, se le nombra ‘asesor’ de su sucesor, Lucio Adrián Ruiz.
Viganò era una apuesta personal del Papa, el flamante líder del flamante equipo que iba a llevar las anquilosadas comunicaciones vaticanas al S. XXI, y parece natural que le disguste que las circunstancias le obliguen a cambiarlo.
Francisco, hay que reconocerlo, tiene una forma bastante peculiar de gobernar la Iglesia. Exige lealtad absoluta y es, a su vez, extraordinariamente leal a su gente, a los elegidos. Y no lleva bien que le fuercen a deshacerse de ellos.
Lo de Viganò ha sido demasiado descarado y ha pisado demasiados callos, todos los medios internacionales sintiéndose engañados por el secretario de Comunicación, inadmisible para un Papa tan mediático.
Pero ha logrado mantener a otros colaboradores rodeados por el escándalo. Ahí sigue Monseñor Ricca, disponiendo en los dineros de la Iglesia (en el IOR), pese a todo lo que ha dado que hablar.
Ahí está el Obispo Barros, que sigue al frente de la diócesos chilena de Osorno, pese a las protestas vociferantes de las víctimas de abusos. Sobre todo, ahí sigue su mano derecha en Américan Latina, el Cardenal Maradiaga, Arzobispo de Tegucigalpa, pese al escándalo de sus oscuros manejos financieros y de las graves acusaciones de naturaleza sexual contra su ‘número dos’, Pineda.
Si algo no es Francisco es formalista. No es su estilo. De hecho, la camarilla de íntimos colaboradores del Colegio Cardenalicio, el llamado C9, tiene a menudo un peso que supera el de las congregaciones en asuntos en las que estas serían las formalmente competentes.
Válgame todo lo anterior para justificar una sospecha: que Viganò no se ha ido, sencillamente Francisco ha consentido en cambiarle la etiqueta, el título, el nombre de su cargo, esos formalismos que le impacientan, pero que seguirá siendo el hombre de comunicación de Su Santidad a todos los efectos importantes.
Ojalá, naturalmente, me equivoque.
No, Viganò se va, pero se queda. Esta comedia parece no ir a acabar nunca.
La carta de dimisión enviada a Su Santidad y hecha pública por la Santa Sede es ya bastante preocupante. Es larga -350 palabras para decir “dimito”-, y en ella monseñor dice que se va porque toda la polémica que ha rodeado su trabajo “desestabiliza la gran y compleja reforma que usted me había confiado”.
Con todo el respeto, monseñor: aquí no se trata de nada complejo, y mucho menos, grande, sino de algo tan simple y mezquino como la mentira descarada. Es bastante estupefaciente que en una misiva tan relativamente larga, un ministro de la religión del perdón, en Cuaresma, haya sido incapaz de confesar el fallo -mintió- y expresar su arrepentimiento. Leyéndola sin contexto, uno nunca sabría que intentó engañar a todo el mundo usando una carta de rechazo de Benedicto XVI, sino que pensaría que todo es causa de un terrible malentendido.
Pero si extraña es la carta de dimisión de Viganó, la del Papa aceptándola no es menos intrigante. El Papa tenía todas las razones del mundo, y unas cuantas más, para responder con un lacónico “¡aceptada!”, después de semejante ridículo internacional. En su lugar, contesta diciendo que acepta la dimisión “haciendo un gran esfuerzo” y tras una reflexión “prolongada y atenta”.
Por más que le doy vueltas no veo muy bien qué hay que reflexionar aquí y cómo podría dudarse más de dos segundos en aceptar una dimisión tan justificada.
Pero la guinda, para el final. Como decíamos, Viganò se va, pero se queda. En la misma carta en que se acepta la dimisión, se le nombra ‘asesor’ de su sucesor, Lucio Adrián Ruiz.
Viganò era una apuesta personal del Papa, el flamante líder del flamante equipo que iba a llevar las anquilosadas comunicaciones vaticanas al S. XXI, y parece natural que le disguste que las circunstancias le obliguen a cambiarlo.
Francisco, hay que reconocerlo, tiene una forma bastante peculiar de gobernar la Iglesia. Exige lealtad absoluta y es, a su vez, extraordinariamente leal a su gente, a los elegidos. Y no lleva bien que le fuercen a deshacerse de ellos.
Lo de Viganò ha sido demasiado descarado y ha pisado demasiados callos, todos los medios internacionales sintiéndose engañados por el secretario de Comunicación, inadmisible para un Papa tan mediático.
Pero ha logrado mantener a otros colaboradores rodeados por el escándalo. Ahí sigue Monseñor Ricca, disponiendo en los dineros de la Iglesia (en el IOR), pese a todo lo que ha dado que hablar.
Ahí está el Obispo Barros, que sigue al frente de la diócesos chilena de Osorno, pese a las protestas vociferantes de las víctimas de abusos. Sobre todo, ahí sigue su mano derecha en Américan Latina, el Cardenal Maradiaga, Arzobispo de Tegucigalpa, pese al escándalo de sus oscuros manejos financieros y de las graves acusaciones de naturaleza sexual contra su ‘número dos’, Pineda.
Si algo no es Francisco es formalista. No es su estilo. De hecho, la camarilla de íntimos colaboradores del Colegio Cardenalicio, el llamado C9, tiene a menudo un peso que supera el de las congregaciones en asuntos en las que estas serían las formalmente competentes.
Válgame todo lo anterior para justificar una sospecha: que Viganò no se ha ido, sencillamente Francisco ha consentido en cambiarle la etiqueta, el título, el nombre de su cargo, esos formalismos que le impacientan, pero que seguirá siendo el hombre de comunicación de Su Santidad a todos los efectos importantes.
Ojalá, naturalmente, me equivoque.
Carlos Esteban