Hoy nadie podría pretender eso ni medio en serio, cuando el dogma secular nos exige creer, no en cosas que no vemos, como hace la fe, sino en lo contrario de lo que vemos o de lo que nos dicta la ciencia, la lógica y el más elemental sentido común.
Leo en estas mismas páginas, firmado por Gabriel Ariza, la crónica de una esperpéntica sesión en una institución docente y sedicentemente cristiana o, al menos, jesuita, la Universidad Pontificia Comillas de Madrid.
La crónica empieza diciendo que la institución de marras ha dejado de ser católica, y lo que cuenta le da la razón, aunque es preciso decir que parece ser el destino de un sinnúmero de instituciones similares, en Estados Unidos y Europa, que aún mantienen, usurpándola, esa etiqueta. Es curioso que el Vaticano, tan excesivamente celoso en el uso de su nombre en casos como el de esta publicación, no tenga nada que decir de que sigan calificándose de católicas entidades que se esfuerzan diariamente por probar que no lo son ni de lejos.
La cuestión gira en torno a la teoría de género, que es una insoluble contradicción en sí misma, más aún si la unimos a otro punto intocable de la dogmática moderna, el feminismo.
Según esta moderna superstición, el sexo es una realidad biológica irrelevante y poco menos que inexistente, siendo la categoría que importa el ‘género’. Éste -que carece de contenido, de significado real, y no es más que un vano intento de esquivar la innegable base física del sexo- es, por lo demás, un ‘constructo social’, una realidad artificial, un papel social cuya adscripción depende en exclusiva de la voluntad del individuo.
Así, hemos de creer que si un individuo con cromosomas XY se ‘siente’ y, en consecuencia, se define mujer, es mujer, y la sociedad entera y cada uno de sus miembros deben aceptarla como tal.
Ahora bien: si ser mujer u hombre no tiene una base real, permanente; si no tiene rasgos definidos ni puede decirse de ellos nada que no constituya, al final, un mero prejuicio heredado del reparto de roles social, ¿qué significa “sentirse mujer”? ¿En qué sentido tiene un contenido ese sentimiento?
Años atrás, un transexual tenía algo a lo que agarrarse, por así decir. Aunque la base biológica para su caso fuera igualmente difusa y cuestionable, como puede testimoniar cualquier estudioso de la disforia, al menos podía alegar que siempre le habían gustado, desde pequeño, “cosas de mujeres”.
Repetimos, no deja de ser un estado mental, una percepción que no se corresponde con la realidad. Pero era, al menos, posible exponer el razonamiento a un nivel sencillo de argumentación, el célebre “mujer atrapada en el cuerpo de un hombre”. Y eso solía traducirse en un deseo de acentuar características femeninas, codiciar un aspecto femenino, uso de maquillaje, etcétera.
Pero la teoría de género viene cual apisonadora a pulverizar todo eso: no hay ‘órganos femeninos’; no hay una forma de vestir que sea específica “de mujer”; es directamente ofensivo hablar de “características femeninas”.
Con todo lo cual, nos hemos quedado sin objeto. Tenemos que creer que la persona X es realmente mujer porque desea ser mujer, pero no podemos definir qué es ser mujer, porque se trata de un término que la propia teoría se ha encargado de vaciar de contenido. Tanto valdría decir que desea ser un gamusino.
En nuestra opinión, siendo imposible que haya gente, aún menos gente con letras y estudios, capaz de creerse semejante absurdo, debemos concluir que el empeño, tanto intelectual como cultural y jurídico, de hacernos comulgar con esta imposibilidad lógica responde a motivaciones que nada tienen que ver con lo que expresan.
La primera sería afianzar el principio de primacía de la voluntad individual, que haría de la realidad una masa informe a la que podemos dar la forma apetecida con solo desearlo, dando así valor jurídico a los meros deseos y fantasías.
Podríamos considerarlo la ‘estación término’ del progresismo de izquierdas, que siempre ha visto la realidad, la naturaleza humana, como su verdadero enemigo y ha tratado de negarla para rehacerla a su antojo. El socialismo de la época heroica hablaba del Hombre Nuevo, pero no creo que entonces soñara que ese glorioso individuo llegara a elegir su sexo.
Para la segunda tengo que remitirme a un agudo observador de la realidad social de nuestro tiempo, el británico Theodore Dalrymple, que vivió en carne propia la experiencia de los países comunistas de la posguerra. Sostenía Dalrymple que la propaganda oficial no tenía en absoluto la finalidad de convencer al pueblo; sus mentiras eran ya tan evidentes, la falsedad era una experiencia tan cotidiana y abierta, que no hubiera tenido sentido.
No: la finalidad de las mentiras propagandísticas era humillar al pueblo. La gente estaba obligada, no solo a no protestar ante las mentiras oficiales, sino a repetirlas. Y confesar a todas horas lo que uno sabe falso nos envilece, nos convierte en cómplices, nos mata el espíritu y cualquier noble impulso de resistencia y rebeldía. Los cerdos gruñen, pero no se rebelan.
A lo que se prestan las autoridades de la Universidad Pontificia es a algo más profundamente anticristiano que una mera herejía o incluso una confesión de impiedad. Esto se dirige más allá, al centro último de lo real; es el intento, previo a cualquier declaración de fe o increencia, de destruir la misma posibilidad de conocer, de distinguir entre lo falso y lo real.
Carlos Esteban