Su Santidad lo ha vuelto a hacer. Enfrentado a la necesidad de ‘confirmar en la fe a sus hermanos’, dirimir una cuestión de gravedad tan extrema como es la posibilidad de permitir el acceso a la Sagrada Eucaristía a quienes, por profesión religiosa, no pueden creer en ella en sentido católico -los luteranos-, ha devuelto la pelota a los obispos alemanes para que ‘lo solucionen’ ellos, y por unanimidad.
Es un dato preocupante, especialmente porque, como decimos, se ha convertido en una práctica habitual en este pontificado remitir a las conferencias episcopales la decisión de dirimir por su cuenta cuestiones que, por su propia naturaleza, deben ser comunes a toda la Iglesia universal. Lo hemos vivido con la aplicación pastoral del Capítulo 8 de Amoris Laetitia. La tendencia que no pocos observadores ven en esta estrategia pastoral es hacia la consolidación de iglesias nacionales con otro nombre, reteniendo el apellido de ‘católica’, la perfecta negación de la catolicidad de la Iglesia.
Lo curioso es que hemos estado ya aquí antes, y el resultado fue desastroso para la fe. Uno de los principales factores de la descristianización de Europa fue el panorama que quedó, especialmente en Alemania, tras la Guerra de los Treinta Años, cuando, como apuntaba un contemporáneo, pocos kilómetros separaban confesiones distintas, y lo que era una verdad innegable en este pueblecito era considerado falsedad aborrecible en el siguiente.
El Santo Padre, lo hemos contado aquí, ha expresado en varias ocasiones su ferviente deseo de que sus reformas sean irreversibles. Pero este deseo contiene varias paradojas insoslayables. Para el caso que nos ocupa, esas reformas de alcance puede hacerlas precisamente porque es Papa, es decir, porque posee la autoridad derivada de un ministerio que tiene su origen en el Evangelio y que remite necesariamente a la unidad.
Es, precisamente, lo que han entendido los siete obispos alemanes que enviaron la ya célebre carta a la Congregación para la Doctrina de la Fe que ha provocado este encuentro y esta ambigua respuesta de Su Santidad: que, en caso de disputa, la última autoridad corresponde a Pedro. La respuesta no puede ser: “aclaraos vosotros”, porque la Iglesia necesita que el Santo Padre “confirme en la fe a sus hermanos”.
Sencillamente, no puede ser que dar la comunión a los herejes -se me disculpe, pero esta sigue siendo la denominación técnica correcta- sea lícito e ilícito a la vez, según en qué lado de la frontera se esté.
Y no deja de ser curioso que un Papa tan activo y mediático, siempre en el candelero de la prensa, el Pontífice que “hace lío”, por remitirnos a sus propias palabras, lo haga todo menos aquello que específicamente le corresponde: aclarar, definir, dirimir. Al contrario, parece solazarse en la ambigüedad y la confusión, en el ‘lío’, actuando como animador mediático, como jefe de empresa a menudo, como propagador también de verdades evangélicas y conciencia ante el mundo de viejas verdades. Pero no, específicamente, para lo que ha sido elegido.
Pueden ser muy sabias sus advertencias sobre el cambio climático, pero no ha sido elegido para eso, ni es probable que sea la autoridad más idónea en la cuestión; pueden ser muy oportunas y aun evangélicas sus llamadas a que acojamos a los inmigrantes, aunque lleguen tan de golpe y en masa y por la puerta de atrás, pero tampoco con eso cumple el papel concreto para el que fue llamado Pedro por el propio Cristo.
La ‘Iglesia sinodal’ que parece perseguir se basa, pues, en una contradicción: puede forzarla por su autoridad petrina, es decir, por lo que es la negación misma de esa ‘diversidad’ que parece ser la estación término de sus reformas. Es exactamente la misma contradicción que esa obsesión de querer hacer el cambio incambiable, de querer hacer irreversibles unas reformas que se basan en revertir lo que otros Papas han considerado lo bueno y legítimo.
En esto sólo habría dos actitudes razonables: o mantener lo que ha sido, entendiendo que la Iglesia está en el tiempo pero no es del tiempo, está en el mundo pero no es del mundo; o cambiar cosas resignándose a que puedan volver a ser cambiadas por otro que tenga idéntica autoridad para hacerlo.
Carlos Esteban