Hoy tengo envidia, sana envidia, de los fieles de Utrech. Qué alegría leer a un cardenal que no tiene miedo de cumplir con su misión. Qué maravilla ver que hay pastores que no abandonan a sus ovejas ante los lobos, que saben denunciar las falsas doctrinas que se están introduciendo en la Iglesia.
Con claridad y sencillez, ha señalado que la propuesta de la mayoría de los obispos alemanes de permitir la intercomunión con los luteranos es una barbaridad contraria al Derecho Canónico y a la fe de la Iglesia. Además, ha recordado que no son las mayorías, aunque sean de obispos, las que determinan la fe de la Iglesia. También ha afirmado que lo mismo podría decirse de las otras “iniciativas”, como la de bendecir a las parejas del mismo sexo. Y no contento con eso, para poner la guinda del pastel, ha indicado respetuosamente que eso es lo que el Papa, como Sucesor de Pedro, debería haberles dicho a los obispos alemanes, en lugar de limitarse a pedirles unanimidad, porque la unanimidad en el error no es una virtud. Y por si fuera poco, ha recordado que la apostasía de la verdad en la Iglesia es un signo apocalíptico del misterio de la iniquidad. ¿Qué puedo decir ante esto? ¡Olé, olé y olé!
Cuántos problemas se ahorraría la Iglesia si más obispos actuasen así, sin miedo a cumplir la misión que Cristo les encomendó. Como dijo aquel protestante amigo de los católicos, Edmund Burke, “para que triunfe el mal, basta con que los hombres de bien no hagan nada”. Y ese es el gran problema de la Iglesia hoy: que los buenos no hacen nada. Se callan, acongojados en un rincón, con la cabeza gacha, mientras los errores campan por las facultades, los púlpitos y las conferencias episcopales con todos los honores. Los que defienden la heterodoxia saben que no tienen argumentos, porque sus propuestas son contrarias a la fe católica, a la Tradición, a la Escritura, a los escritos de los santos y al mismo sentido común, así que toda su estrategia está basada en el silencio de los católicos, especialmente de los obispos. Y, por desgracia, están teniendo bastante éxito.
Si unos cuantos obispos con fe (porque, tristemente, se diría que hay obispos que no la tienen) hubieran declarado con claridad y firmeza lo mismo que el Cardenal Eijk hace cuatro años, antes del Sínodo sobre la Familia, los heterodoxos no se habrían atrevido a emprender el asalto a la Iglesia. Si los buenos pastores hubieran sido capaces, con todo el respeto, de señalar lo obvio, que ni siquiera el Papa puede cambiar la doctrina de la Iglesia, los que intentan cambiar esa doctrina habrían seguido escondidos en las sombras, sin osar proclamar sus errores públicamente. Si los prelados de Cristo hubieran cumplido su deber con valentía, habría quedado claro que el divorcio no tiene cabida en la Iglesia, que uno no puede comulgar sin propósito de la enmienda, que el pecado grave no puede ser lo que Dios nos pide en un momento determinado y que la Iglesia no puede “acompañar” el suicidio, las relaciones entre personas del mismo sexo, el uso de anticonceptivos o la intercomunión con los protestantes.
El Cardenal Eijk, Dios le bendiga abundantemente, ha marcado el camino a seguir: defender la verdad de Cristo sin miedo y sin complejos, con claridad y dejando claro que el error es incompatible con la fe católica. Como hicieron los santos obispos de todas las épocas: San Carlos Borromeo, San Atanasio, San Jerónimo, San Roberto Belarmino, San Gregorio Nacianceno, San Basilio, San Máximo, San Juan Damasceno, San Ireneo, San Juan Crisóstomo y otros muchos. Por amor a la Iglesia y por amor a sus fieles, que tienen derecho a recibir la fe católica sin adulteraciones.
Recemos por nuestros obispos y cardenales, para que se despierte en ellos la envidia, sana envidia, del Cardenal Eijk y tengan la parresía de defender la verdad usque ad effusionem sanguinis, hasta derramar su sangre si es preciso.
Bruno Moreno