En los últimos decenios, Occidente ha experimentado una revolución antifamilia sin precedentes en la historia. Uno de las claves de este proceso de disgregación de la institución familiar ha sido la separación de los dos fines primarios del matrimonio: el procreativo y el unitivo.
El fin procreativo, separado de la unión conyugal, ha llevado a la fecundación in vitro y a los vientres de alquiler. El fin unitivo, emancipado de la procreación, ha desembocado en la apoteosis del amor libre, hetero u homosexual. Entre los frutos de esta aberración está el recurso de las parejas homosexuales a los vientres de alquiler para realizar una grotesca caricatura de la familia natural.
La encíclica Humanae vitae de Pablo VI, cuyo quincuagésimo aniversario se cumplirá el próximo 25 de julio, tuvo el mérito de reiterar la inseparabilidad de los dos sentidos del matrimonio y de condenar sin medias tintas la contracepción artificial, que desde los años sesenta del pasado siglo había hecho posible la píldora del doctor Pinkus.
Sin embargo, la Humanae vitae tiene una responsabilidad: no afirmó con igual claridad la jerarquía de los fines, es decir la prioridad del fin procreativo por encima del unitivo. Dos principios o valores no están jamás en un plano de igualdad. Uno queda siempre subordinado al otro.
Así sucede con la relación entre la fe y la razón, la gracia y la naturaleza, la Iglesia y el Estado, etc. Se trata de realidades inseparables, pero distintas, y ordenadas jerárquicamente. Si no se especifica el orden de dicha relación, habrá tensiones y conflictos, y a larga se trastornarán los principios. Desde esta perspectiva, el proceso de disgregación moral interna en la Iglesia tiene también entre sus causas la falta de una definición clara del fin primario del matrimonio en la encíclica de Pablo VI.
La doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio fue declarada definitiva y vinculante por el papa Pío XI en su encíclica Casti connubii del 31 de diciembre de 1930. En dicho documento, el Sumo Pontífice orienta a toda la Iglesia y todo el género humano hacia las verdades fundamentales sobre la naturaleza del matrimonio, que no es una institución humana, sino creada por el propio Dios, y sobre las bendiciones y ventajas que de ello se derivan para la sociedad.
El primero de los fines es la procreación: que no sólo significa traer hijos al mundo, sino educarlos intelectual, moral y sobre todo espiritualmente, a fin de encaminarlos a su destino eterno, que es el Cielo. El segundo fin es la asistencia mutua entre los esposos, que no es sólo material, ni tampoco un acuerdo meramente sexual o sentimental, sino ante todo una asistencia y una unión espiritual.
La encíclica contiene una clara y enérgica condena del empleo de los medios anticonceptivos, a los que califica de «acción torpe e intrínsecamente deshonesta». Por eso, «cualquier uso del matrimonio en el que maliciosamente quede el acto destituido de su propia y natural virtud procreativa, va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que tal cometen se hacen culpables de grave delito».
En muchos de sus discursos, Pío XII confirmó las enseñanzas de su predecesor. El esquema original sobre la familia y el matrimonio del Concilio Vaticano II, aprobado por Juan XXIII en julio de 1962 pero rechazado al inicio de la labor de los padres conciliares, reiteró la mencionada doctrina, condenando explícitamente «las teorías que invierten el debido orden de los valores, colocando el fin primario del matrimonio en un segundo plano con respecto a valores biológicos y personales de los cónyuges y que, en el mismo orden objetivo, señalan al amor conyugal como fin primario» (nº 14).
El fin procreativo, objetivo y fundamentado en la naturaleza, jamás debe sufrir menoscabo. El fin unitivo, que es subjetivo y se basa en la voluntad de los esposos, puede desaparecer. La prioridad del fin procreativo salva al matrimonio; la del unitivo lo expone a graves riesgos.
No debemos olvidar por otra parte que el matrimonio no tiene solamente esos dos fines, ya que existe incluso, subordinado, el de remedio a la concupiscencia. Nadie habla de este tercer fin del matrimonio, porque se ha perdido la noción de concupiscencia, la cual en muchos casos es confundida con el pecado, a la manera luterana.
La concupiscencia, presente en todo hombre excepto en la bienaventurada Virgen María, inmune del pecado original, nos recuerda que la vida sobre la Tierra es una lucha incesante, porque, como dice San Juan en el mundo hay «concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida» (1 Jn. 2, 16).
La exaltación de los instintos sexuales, inoculada en la cultura dominante por el marxismo-freudismo, no es otra cosa que la glorificación de la concupiscencia y, consecuentemente, del pecado original.
Esta inversión de los fines del matrimonio, que conduce inevitablemente a un estallido de la concupiscencia en la sociedad, aflora en la exhortación del papa Francisco Amoris laetitia, del 8 de abril de 2016, en cuyo número 36 se puede leer «con frecuencia presentamos el matrimonio de tal manera que su fin unitivo, el llamado a crecer en el amor y el ideal de ayuda mutua, quedó opacado por un acento casi excluyente en el deber de la procreación.».
Estas palabras repiten casi textualmente las pronunciadas el 29 de octubre de 1964 en el aula conciliar por el cardenal Leo-Joseph Suenens, en un discurso que escandalizó a Pablo VI: «Puede suceder –dijo el cardenal arzobispo de Bruselas– que hayamos aceptado las palabras de la Escritura “creced y multiplicaos” hasta de dejar eclipsadas otras palabras divinas: “Los dos serán una sola carne…” (…) A la Comisión le corresponderá determinar si no habremos concedido excesiva importancia al primero de los fines, que es la procreación, en desmedro de una finalidad igual de imperativa, que es el cultivo de la unión conyugal».
Insinúa el cardenal Suenens que la finalidad primaria del matrimonio no es crecer y multiplicarse, sino que los dos sean una sola carne. Se pasa de una definición teológica y filosófica a una descripción psicológica del matrimonio, que no es presentado como un vínculo que hunde sus raíces en la naturaleza y tiene por objeto la propagación de la especie humana, sino como una íntima comunión, que encuentra su finalidad en el amor mutuo de los esposos.
Pero una vez que el matrimonio se reduce a una comunidad de amor, el control de natalidad, ya sea natural o artificial, se ve como un bien digno de ser fomentado con el nombre de paternidad responsable, ya que contribuye a reforzar el bien primario de la unión conyugal. La consecuencia inevitable es que, en el momento en que llegara a faltar esa íntima comunión, el matrimonio debería disolverse.
La inversión de los fines viene acompañada de una inversión de funciones en la unión conyugal. El bienestar psico-físico de la mujer suplanta su misión de madre. El nacimiento de un hijo se ve como un factor que puede alterar la íntima comunión amorosa de los esposos. De ese modo, el niño puede considerarse como alguien que interrumpe injustamente el equilibro familiar y del que hay que defenderse por medio de la anticoncepción o, en casos extremos, con el aborto.
Nuestra interpretación de las palabras del cardenal Suenens no está forzada. En coherencia con su discurso, el cardenal primado de Bélgica encabezó en 1968 la revuelta de los obispos y teólogos que se alzaron contra la Humanae vitae. La declaración del episcopado belga del 30 agosto de ese mismo año contra la encíclica de Pablo VI fue, junto con la del episcopado alemán, una de las primeras redactadas por una conferencia episcopal, y sirvió de modelo de protesta a otros episcopados.
A los herederos de aquella protesta que nos proponen reinterpretar Humanae vitae a la luz de Amoris laetitia, respondemos enérgicamente que seguiremos interpretando la encíclica de Pablo VI a la luz de Casti connubii y del Magisterio perenne de la Iglesia.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)
Roberto de Mattei