Los fieles asistimos a una fragmentación de la fe. Sirva como antídoto este sermón del cardenal Pie, ejemplo para sacerdotes y pastores de almas.
“Unus Dominus, una fides, unum baptisma”“No hay más que un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo”(San Pablo a los Efesios, IV, 5)
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La verdad en el espíritu y la virtud en el corazón son dos cosas que se corresponden casi puntualmente: cuando el espíritu se ha entregado al demonio de la mentira, el corazón — no obstante que el desorden no haya comenzado por él — está muy cerca de abandonarse al demonio del vicio. La inteligencia y la voluntad son dos hermanas, entre las cuales la seducción es contagiosa: si ven que la primera se ha abandonado al error, corren un velo sobre la honra de la segunda.
Y porque esto es así, mis hermanos, porque no existe ningún daño, ninguna lesión en el orden intelectual que no tenga consecuencias funestas en el orden moral y aun en el orden material, es que concedemos importancia a combatir el mal en su origen, a secarlo en su fuente, esto es, en sus ideas.
Mil prejuicios se han popularizado entre nosotros: el sofisma, asombrado de sentirse atacar, invoca la prescripción; la paradoja se vanagloria de haber adquirido carta de nacionalidad y derechos de ciudadanía. Los mismos cristianos, viviendo en medio de esta atmósfera impura, no han evitado totalmente su contagio: aceptan demasiado fácilmente muchos de los errores. Fatigados de resistir en los puntos esenciales, a menudo cansados de luchar, ceden en otros puntos que les parecen menos importantes, y no advierten nunca — a veces porque no quieren percatarse — hasta dónde podrán ser llevados por su imprudente debilidad.
Entre esta confusión de ideas y de falsas opiniones nos toca a nosotros, sacerdotes de la incorruptible verdad, salir al paso y censurar con la acción y la palabra, satisfechos si la rígida inflexibilidad de nuestra enseñanza puede detener el desborde de la mentira, destronar principios erróneos que reinan orgullosamente en las inteligencias, corregir axiomas funestos admitidos ya por la convalidación del tiempo, esclarecer finalmente y purificar una sociedad que amenaza hundirse, que envejece en un caos de tinieblas y de desórdenes, donde no será ya posible distinguir la índole y, menos aún, el remedio de sus males.
Nuestra época grita: “¡Tolerancia! ¡Tolerancia!” Se admite que un sacerdote debe ser tolerante, que la religión debe ser tolerante.
Mis hermanos: en primer lugar, nada iguala a la franqueza, y yo vengo a decirles sin rodeos que no existe en el mundo más que una sola sociedad que posee la verdad, y que esta sociedad debe ser necesariamente intolerante.
Pero antes de entrar en materia, y para entendernos bien, distingamos las cosas, determinemos el sentido de las palabras y no confundamos nada.
La tolerancia puede ser o civil o teológica.
Pero antes de entrar en materia, y para entendernos bien, distingamos las cosas, determinemos el sentido de las palabras y no confundamos nada.
La tolerancia puede ser o civil o teológica.
- La primera no es de nuestra incumbencia, y yo me permito sólo una palabra al respecto: si la ley pretende decir que ella autoriza todas las religiones porque ante sus ojos todas ellas son igualmente buenas, o aun hasta porque el poder público es incompetente para tomar partido sobre este tema, la ley es impía y atea; ella profesa, no ya la tolerancia civil tal como vamos a definirla, sino la tolerancia dogmática, y — por una neutralidad criminal — ella justifica en los individuos la indiferencia religiosa más absoluta.
- Por el contrario, si, aun reconociendo que una sola religión es buena, ella tolera y permite el libre ejercicio de las otras, la ley en cuestión — como otros lo han observado antes que yo — puede ser sabia y necesaria, según las circunstancias. Si hay tiempos en que es necesario decir, con el famoso condestable: ” Una fe, una ley” habrá otros donde es preciso decir, como Fenelón a los hijos de Jacobo II: “Conceded a todos la tolerancia civil, aunque no aprobando todo como indiferente, sino sufriendo con paciencia lo que Dios sufre”
Pero dejo de lado este campo erizado de dificultades y, ateniéndome a la cuestión propiamente religiosa y teológica, expondré estos dos principios:
1. La religión que viene del cielo es verdad, y ella es intolerante con las otras doctrinas.
2. La religión que viene del cielo es caridad, y ella está llena de tolerancia hacia las personas.
Roguemos a María que venga en nuestra ayuda e implore para nosotros el Espíritu de verdad y caridad: Spiritum veritatis et pacis. Ave María.
Condenar la verdad a la tolerancia es forzarla al suicidio.
- Por el contrario, si, aun reconociendo que una sola religión es buena, ella tolera y permite el libre ejercicio de las otras, la ley en cuestión — como otros lo han observado antes que yo — puede ser sabia y necesaria, según las circunstancias. Si hay tiempos en que es necesario decir, con el famoso condestable: ” Una fe, una ley” habrá otros donde es preciso decir, como Fenelón a los hijos de Jacobo II: “Conceded a todos la tolerancia civil, aunque no aprobando todo como indiferente, sino sufriendo con paciencia lo que Dios sufre”
Pero dejo de lado este campo erizado de dificultades y, ateniéndome a la cuestión propiamente religiosa y teológica, expondré estos dos principios:
1. La religión que viene del cielo es verdad, y ella es intolerante con las otras doctrinas.
2. La religión que viene del cielo es caridad, y ella está llena de tolerancia hacia las personas.
Roguemos a María que venga en nuestra ayuda e implore para nosotros el Espíritu de verdad y caridad: Spiritum veritatis et pacis. Ave María.
Condenar la verdad a la tolerancia es forzarla al suicidio.
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Primer fragmento de un sermón predicado por el Cardenal Pie en la Catedral de Chartres, publicado en “Obras Sacerdotales del Cardenal Pie”, editorial religiosa H. Oudin, 1901, Tomo I pág. 356-377)